La concurrencia a los funerales por Edna Farrell fue más numerosa de lo que yo esperaba, considerando que llevaba muerta más de medio siglo. Además de los miembros de su familia, gran parte de los habitantes de Bryson City y muchos agentes de los departamentos del sheriff y la policía se habían congregado para darle el último adiós. Lucy Crowe estaba allí y también Byron McMahon.
Las historias del Hell Fire Club eclipsaban ahora los relatos del accidente del avión de TransSouth Air y habían llegado periodistas de todo el sureste del país. Ocho ancianos asesinados en rituales y enterrados en el sótano de una casa en la montaña, el vicegobernador del estado desacreditado y más de una docena de eminentes ciudadanos entre rejas. Los medios de comunicación los llamaban los Asesinos Caníbales y yo caí en el olvido igual que el escándalo sexual del año anterior. Aunque lamentaba no haber podido proteger a la señora Veckhoff y a su hija de la publicidad y de la humillación pública, me sentía aliviada de haber escapado del centro de atención.
Durante el servicio religioso junto a la tumba permanecí rezagada, pensando en las distintas salidas que pueden tomar nuestras vidas al abandonar el mundo. Edna Farrell no había muerto en la cama pero se había marchado a través de una puerta mucho más melancólica. Lo mismo había hecho Tucker Adams, quien descansaba debajo de la gastada placa que había a mis pies. Sentía una gran tristeza por todas estas personas, muertas desde hacía tanto tiempo. Pero encontraba consuelo en el hecho de que había contribuido a traer sus cuerpos a esta colina. Y la satisfacción de que, finalmente, los asesinatos hubiesen acabado.
Cuando la gente se dispersó, me acerqué a la tumba de Edna y deposité un pequeño ramo de flores. Oí pasos detrás de mí y me volví. Lucy Crowe caminaba hacia mí.
– Me sorprende que haya regresado tan pronto.
– Es mi dura cabeza irlandesa. Imposible de romper.
Sonrió.
– Es tan hermoso el paisaje aquí arriba.
Mi mirada recorrió los árboles, las lápidas, las colinas y los valles que se extendían hacia el horizonte como terciopelo anaranjado.
– Por eso amo este lugar. Hay un mito cherokee de la creación que habla de cómo fue creado el mundo a partir del barro. Un buitre volaba en lo alto del cielo y, cuando bajaba las alas, aparecían los valles. Cuando las elevaba, aparecían las montañas.
– ¿Usted es cherokee?
Crowe asintió.
Otra pregunta contestada.
– ¿Cómo están las cosas con Larke Tyrell?
Me eché a reír.
– Hace dos días recibí una carta de recomendación de la Oficina del Forense en la que asume toda la responsabilidad de este malentendido, me exonera de cualquier error o mala práctica y me agradece mi inapreciable contribución a la recuperación de los cuerpos de las víctimas del accidente del avión de TransSouth Air. Se han enviado copias a todo el mundo salvo a la duquesa de York.
Abandonamos el cementerio y nos dirigimos a nuestros coches. Estaba metiendo la llave en la cerradura cuando Crowe me hizo otra pregunta.
– ¿Pudo identificar las gárgolas que hay en la entrada del túnel?
– Harpócrates y Angerona eran los dioses egipcios del silencio, un recordatorio a los hermanos del voto que habían hecho. Otro artilugio tomado de sir Francis.
– ¿Los nombres?
– Referencias históricas y literarias al canibalismo. Algunas de ellas son bastante oscuras. Sawney Beane fue un escocés del siglo catorce que vivía en una cueva. Se decía que la familia Beane asesinaba a los viajeros y se los llevaba a casa para la cena. Y lo mismo con respecto a Christie o' the Cleek. Él y su familia vivían en una cueva en Angus y se dedicaban a comerse a los viajeros. John Gregg mantuvo viva esa tradición en Devon en el siglo dieciocho.
– ¿El señor B?
– Baxbakualanuxsiwae.
– Muy bien.
– Un espíritu tribal de los kwakiutkl, un monstruo parecido a un oso cuyo cuerpo estaba cubierto de bocas sanguinolentas.
– Santo patrón de los Hamatsa.
– El mismo.
– ¿Y los nombres en clave?
– Faraones, dioses, descubrimientos arqueológicos, personajes de fábulas antiguas. Henry Preston era líos, el fundador de Troya. Kendall Rollins era Piankhy, un antiguo rey nubio. Escuche esto. Parker Davenport escogió al dios azteca Ometeotl, el señor de la dualidad. ¿Cree que era consciente de la ironía?
– ¿Alguna vez ha examinado el sello del Estado de Carolina del Norte?
Reconocí que nunca lo había hecho.
– El lema procede de la obra de Cicerón Ensayo sobre la amistad, «Esse Quam Videri».
Sus ojos de color de una botella de coca-cola se clavaron en los míos.
– «Ser antes que parecer.»
Cuando descendía por Schoolhouse Hill no pude evitar leer una pegatina en el parachoques del coche que me precedía.
¿DÓNDE PASARÁ LA ETERNIDAD?
Aunque colocada en un marco temporal más amplio del que yo había estado considerando, la pegatina formulaba la misma pregunta que yo tenía en la mente. ¿Dónde pasaría el tiempo que tenía por delante? Y, más concretamente, ¿con quién?
Durante mi convalecencia, Pete se había mostrado cariñoso y servicial, trayéndome flores, encargándose de Birdie, calentando sopa en el microondas. Habíamos visto películas viejas y mantenido largas conversaciones. Cuando no estaba en casa, yo pasaba horas recordando cómo había sido nuestra vida juntos. Recordaba los buenos tiempos. Recordaba las peleas, las pequeñas muestras de irritación que iban creciendo hasta que, finalmente, estallaban en batallas a gran escala.
Había llegado a una conclusión: amaba a mi ex esposo y siempre estaríamos unidos. Pero no podíamos seguir unidos en la cama. Aunque atractivo, encantador, divertido e inteligente, Pete compartía algo con sir Francis y sus compañeros del Hell Fire: Venus siempre se cruzaría en su camino.
Pete era una pared contra la que yo podría estrellarme toda la vida. Éramos mucho mejores amigos que cónyuges y, en consecuencia, mantendría las cosas de ese modo.
Al llegar al pie de la colina giré hacia Main.
También había considerado a Andrew Ryan.
Ryan el colega. Ryan el policía. Ryan el hombre.
Danielle no era una amante. Era su sobrina. Eso estaba bien.
Consideré a Ryan el hombre.
El hombre que quería chuparme los dedos de los pies.
Eso estaba pero que muy bien.
La herida que me había causado Pete había hecho que me moviera en los límites de una relación extraña con Ryan, deseando acercarme a él pero, al mismo tiempo, manteniendo la distancia, como una polilla atraída hacia una bombilla. Atraída pero temerosa.
¿Necesitaba un hombre en mi vida?
No.
¿Quería uno?
Sí.
¿Cuál era la letra de la canción? Preferiría lamentarme por algo que hice que por algo que no hice.
Había decidido darle a Ryan una oportunidad y ver cómo salían las cosas.
Tenía que hacer una nueva parada en Bryson City. Una parada que no podía esperar.
Aparqué el Mazda delante de un flamante edificio que se alzaba en la esquina de Slope con Bryson Walk. Cuando crucé la puerta acristalada, una mujer que llevaba una bata quirúrgica alzó la vista y sonrió.
– ¿Está preparado?
– Sí. Tome asiento.
La mujer desapareció y me instalé en una silla de plástico en la sala de espera.
Cinco minutos más tarde la mujer regresó trayendo a Boyd. Llevaba el pecho vendado y una de las patas delanteras afeitada. Al verme dio un pequeño salto y luego se acercó y apoyó la cabeza sobre mi regazo.
– ¿Le duele? -le pregunté a la veterinaria. -Sólo cuando se ríe.
Boyd alzó la vista hacia mí y dejó escapar su lengua púrpura.
– ¿Cómo te encuentras, grandulón?
Le acaricié las orejas y acerqué mi frente a la suya.
Boyd lanzó un profundo suspiro.
Me erguí y le miré fijamente.
– ¿Estás listo para volver a casa?
Boyd ladró y sus cejas bailaron sobre sus ojos.
– Vamos allá.
Pude oír una risa en su ladrido.
* * *