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Capítulo 9

Me desperté con el insistente sonido de un teléfono. Pete había cerrado las persianas y la habitación estaba tan oscura que necesité varias llamadas para poder localizarlo.

– Reúnete conmigo esta noche en Providence Road Sundries y te invitaré a una hamburguesa.

– Pete, yo…

– Está bien, veo que no te apetece. Encontrémonos en Bijoux.

– No se trata del restaurante.

– ¿Mañana por la noche?

– Creo que no.

La línea permaneció un momento en silencio.

– ¿Recuerdas cuando se averió el Volkswagen e insistí en que continuásemos el viaje?

– De Georgia a Illinois sin faros delanteros.

– No me dirigiste la palabra durante casi mil kilómetros.

– No es lo mismo, Pete.

– ¿No lo pasaste bien anoche?

Había sido maravilloso.

– No se trata de eso.

Se oyeron algunas voces de fondo y miré el reloj. Las ocho y diez.

– ¿Estás trabajando?

– Sí, señora.

– ¿Por qué me has llamado?

– Me pediste que te despertase.

– Oh. -Una vieja rutina-. Gracias.

– No hay problema.

– Y gracias por cuidar de Birdie.

– ¿Ya ha dado señales de vida?

– Brevemente. Parece inquieto.

– El viejo Bird tiene nuevas costumbres.

– A Birdie nunca le gustaron los perros.

– O los cambios.

– O los cambios.

– Algunos cambios son buenos.

– Sí.

– Yo he cambiado.

Ya había escuchado antes esas mismas palabras. Las había dicho después de acudir a una cita con un periodista de tribunales tres años antes, por una historia con un corredor de fincas. No esperaba que las repitiese.

– Aquélla fue una mala época para mí -continuó.

– Sí. Para mí también.

Colgué el teléfono y tomé una larga ducha, reflexionando sobre nuestros defectos. Pete siempre estaba allí cuando yo necesitaba consejo, apoyo y consuelo. Había sido mi cojín de seguridad, la calma que yo necesitaba después de un día de tormenta. Nuestra ruptura había sido devastadora, pero también había sacado a la luz una fuerza que yo jamás había sospechado que tenía.

O utilizado alguna vez.

Cuando me hube secado y envuelto el pelo con una toalla, me estudié detenidamente delante del espejo.

Pregunta: ¿En qué estaba pensando la noche anterior?

Respuesta: No pensaba. Estaba irritada, dolida, vulnerable y sola. Y hacía mucho tiempo que no había tenido relaciones con nadie.

Pregunta: ¿Volvería a suceder?

Respuesta: No.

Pregunta: ¿Por qué no?

¿Por qué no? Aún amaba a Pete. Le había amado desde la primera vez que mis ojos se posaron sobre él, descalzo y con el pecho desnudo sentado en la escalinata de la biblioteca de la Facultad de Derecho. Le había amado mientras me mentía sobre Judy y luego Ellen. Le había amado mientras metía mis cosas en una maleta y me marchaba de nuestra casa hace dos años.

Y obviamente seguía encontrándole terriblemente sexy.

Mi hermana, Harry, tiene una expresión para eso. Tonta del culo. Aunque amo a Pete y lo encuentro sexy, no soy una tonta del culo. Por eso no volvería a suceder.

Limpié con la mano el vapor que empañaba el espejo, recordaba a la antigua yo mirándome ahí mismo. Cuando nos mudamos a esa casa llevaba el pelo rubio, largo y liso sobre los hombros. Ahora lo llevo corto y ya no tengo el aspecto de una surfista. Pero las canas comienzan a invadir el pelo y pronto tendré que recurrir al tinte marrón de Clairol. Las arrugas han aumentado y se han vuelto más profundas alrededor de los ojos, pero mi barbilla aún se mantiene firme y mis párpados no se han caído.

Pete siempre dice que mi trasero era mi rasgo más destacado. Eso, también, ha permanecido en su sitio, aunque ahora requiere de algún esfuerzo. Pero, a diferencia de muchos de mis contemporáneos, ni tengo unas mallas de gimnasia Spandex ni he contratado los servicios de un entrenador personal. No tengo ni bicicleta estática ni cinta caminadora, ni máquina de musculación. No asisto a clases de aeróbic o kickboxing y hace más de cinco años que no participo en una carrera organizada. Voy al gimnasio en camiseta y pantalones cortos del FBI, sujetos a la cintura con un cordel. Corro o nado, levanto pesos durante unos minutos y me marcho. Cuando hace buen tiempo salgo a correr por las calles y el parque.

También he tratado de controlar lo que como. Una ración diaria de vitaminas. Carne roja no más de tres veces por semana. Comida basura no más de cinco.

Estaba poniéndome las bragas cuando sonó el móvil. Corrí al dormitorio, volqué el contenido del bolso, cogí el teléfono y apreté el botón.

– ¿Dónde te has metido?

La voz de Ryan me resultó absolutamente inesperada. Dudé un momento, las bragas en una mano, el teléfono en la otra, sin saber qué responder.

– ¿Hola?

– Estoy aquí.

– ¿Aquí dónde?

– En Charlotte.

Hubo una pausa. Ryan la rompió.

– Todo esto es un montón de mier…

– ¿Has hablado con Tyrell?

– Brevemente.

– ¿Le describiste la escena de los coyotes?

– Con pelos y señales.

– ¿Y qué te dijo?

– Gracias, señor.

Ryan imitó el acento del examinador médico.

– Esto no ha sido idea de Tyrell.

– Hay algo que no encaja en todo esto.

– ¿A qué te refieres?

– No estoy seguro.

– ¿Qué es lo que no encaja?

– Tyrell estaba nervioso. Hace apenas una semana que le conozco, pero no es un comportamiento normal en ese tío. Hay algo que no le deja en paz. Él sabe que tú no manipulaste los restos y también sabe que Earl Bliss te ordenó que vinieses la semana pasada.

– ¿Entonces quién está detrás de esa queja?

– No lo sé, pero puedes estar segura de que lo averiguaré.

– No es tu problema, Ryan.

– No.

– ¿Algún avance en la investigación?

Cambié de tema. Oí el chasquido de una cerilla al encenderse, luego una profunda inhalación.

– Simington comienza a parecer una buena elección.

– ¿El tío que había asegurado a su esposa en varios millones?

– Es mejor que eso. El flamante viudo posee una compañía que se dedica a la construcción de autopistas.

– ¿Y?

– Fácil acceso a plástico X.

– ¿Plástico X?

– Explosivo plástico. Ese material se utilizó en Vietnam, pero ahora se vende a la industria privada para construcción, minería y demoliciones. Diablos, los granjeros pueden conseguirlo para volar tres tocones.

– ¿Los explosivos no se controlan estrictamente?

– Sí y no. Las normas para su transporte son más severas que las relativas a su almacenamiento y uso. Si se está construyendo una autopista, por ejemplo, necesitas contar con un camión especial escoltado y una ruta previamente establecida que evite las áreas urbanas. Pero una vez que los explosivos han llegado a su destino se almacenan habitualmente en una bóveda móvil en medio de un campo con la palabra explosivo escrita en caracteres grandes y visibles.

»La compañía contrata a algún viejo como guardia y le paga el salario mínimo, principalmente para no tener problemas con el seguro. Esas bóvedas pueden ser robadas, cambiadas de lugar o simplemente desaparecer.

Ryan dio una calada y expulsó el humo.

– Se supone que los militares deben dar cuenta de cada gramo de esos explosivos, pero los tíos de la construcción no tienen que llevar un registro tan preciso. Digamos que alguien coge diez cartuchos, usa tres cuartas partes de cada uno y se guarda el resto. Nadie se entera. Todo lo que ese tío necesita es un detonador y ya está en el negocio. O puede vender el material en el mercado negro. Siempre hay demanda de explosivos.

– Suponiendo que Simington haya robado explosivos, ¿podría haberlos subido a bordo del avión?

– Aparentemente no es tan difícil. Los terroristas acostumbraban coger el plástico, lo aplanaban hasta que tuviese el grosor de un fajo de billetes y lo guardaban en la cartera. ¿Cuántos guardias de seguridad comprueban los billetes que uno lleva en la cartera? Y actualmente puedes conseguir un detonador eléctrico del tamaño de un paquete de tabaco. Los terroristas libios que volaron el vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie consiguieron introducir el explosivo en un estuche de casette. Simington podría haber encontrado la manera de hacerlo.

– ¡Caray!

– También he recibido noticias de la belle province. A principios de esta semana un grupo de vecinos comenzó a sospechar de la presencia de un Ferrari aparcado en su calle. Se supone que los deportivos que cuestan más de cien mil dólares no pasan la noche en esa parte de Montreal. Resultó todo un hallazgo. La policía encontró al propietario del coche, un tal Alain el Zorro Barboli, metido en el maletero con dos balazos en la cabeza. Barboli era miembro de los Rock Machine y tenía conexiones con la mafia siciliana. Carcajou lo descubrió. La Operación Carcajou era una fuerza de operaciones integrada por varias agencias dedicada a investigar a las bandas de motoristas que pululaban por la provincia de Quebec. Yo había trabajado con ellos en varios asesinatos.

– ¿Carcajou piensa que el asesinato de Barboli fue una venganza por Petricelli?

– O Barboli estuvo implicado en el asesinato de Petricelli y los peces gordos están eliminando a los testigos. Eso sí fue un asesinato.

– Si Simington robó explosivos, los Ángeles del Infierno no tendrían ningún problema.

– Igual que comprar Cheez Whiz en el Seven-Eleven. Escucha, porque no vuelves aquí y le dices a ese Tyrell…

– Quiero comprobar unas muestras óseas para estar segura de que mi cálculo de la edad del pie es correcto. Si ese pie no salió del avión, los cargos por irrupción ilegal serán irrelevantes.

– Hablé con Tyrell de tus sospechas sobre ese pie.

– ¿Y?

– Y nada. No le dio importancia.

Volví a sentir una punzada de ira.

– ¿Has encontrado algún pasajero que no figurase en la lista?

– No. Hanover jura que los viajes sin cargo están estrictamente regulados. Si no hay billete, no hay viaje. Los empleados de TransSouth Air que hemos entrevistado confirman la versión de su jefe.

– ¿Alguien que pudiera transportar trozos humanos?

– Ningún anatomista, antropólogo, pedicuro, cirujano ortopédico o viajante de calzado ortopédico. Y el caníbal de Milwaukee, Jeffrey Dahmer, no está rondando por aquí, por ahora.

– Ryan, eres un tío francamente divertido.

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