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Mi psicoanalista estaba muy a favor del matrimonio. Famosa por conseguir que sus pacientes encontraran pareja, miraba con desconfianza a los hombres casados de mi vida.

Conoces a un hombre en un estreno, la presentación de un libro, la inauguración de una exposición o un acto político. Te mantiene la mirada más intensamente que todos los demás. Ha leído tus libros y asegura que le encantan (puede que le encanten a su mujer). Te mira a los ojos con una mirada tímida de adolescente.

La conversación empieza y no se termina. En un determinado momento te preguntas si la está prolongando él o la prolongas tú. Durante un instante, le miras a los ojos y ves al niño que fue una vez. El dice algo íntimo sobre tu perfume o tu pelo. Pregunta si te puede llevar a casa en coche. En el coche, te vas haciendo consciente de que algo te empuja hacia él, una fuerza casi magnética que, sin embargo, tú no activas. En la puerta de tu casa, le das tu número de teléfono y no hay besos. Te toca la mano con cierta intimidad o te pasa la mano por el pelo haciendo una caricia casi de propiedad. No quiere dejar que te vayas, pero tú dejas en claro que te vas. Te mira como un perro cariñoso cuando lo dejas en la perrera antes de unas vacaciones.

Por la mañana, antes de las diez, recibes una llamada. Te invita a almorzar en cuanto puedas, a lo mejor ese mismo día. Sabes que está casado porque no te invita a cenar. Y también porque demuestra abiertamente que tiene muchas ganas. Los hombres solteros nunca demuestran abiertamente que tienen ganas de verte.

Durante el almuerzo -que es en un sitio encantador lejos de los circuitos habituales-, confirmas que está casado. No porque lo diga, sino porque omite muchas cosas de su vida.

Dice cosas como «Fui al cine» o «Fui a Europa», pero por la descripción te das cuenta de que no estaba solo. Los hombres habitualmente no se alojan solos en el Splendido de Portofino, o en el Hotel du Cap o el Edén Roe. Una cama vacía con sábanas de lino inmaculadas puede que sea tu idea del paraíso, pero habitualmente no es la suya.

Es prudente preguntarle por sus hijos. De ese modo puedes confirmar su estado marital. Si está divorciado, mencionará a la madre de sus hijos, habitualmente de modo negativo. Pero si está casado, parecerá que los ha tenido él solo.

Si todavía tienes dudas, siempre puedes preguntarle directamente: «¿Estás casado o divorciado?» El normalmente dice algo poco ingenioso como: «Ni una cosa ni otra», o «Tenemos un matrimonio abierto». Puede que sea abierto para él, pero probablemente no lo sea para ella.

Un hombre casado me dijo una vez: «Somos antiguos hippies y tenemos un matrimonio abierto desde los años sesenta». Más tarde me enteré de que esto había sido verdad veinte años atrás, pero ya no lo era, lo que probablemente explicara por qué seguían todavía casados. Otro dijo: «Mi mujer no quiere tenerme cerca, está contenta conmigo lejos». Otro dijo: «Mi mujer está en nuestra casa de Barbados con los chicos». Otro dijo: «Mi mujer está en California de viaje de negocios». Lo que implicaba era: ojos que no ven, corazón que no siente. Los hombres tienen una habilidad para compartimentalizar sus sentimientos que las mujeres ni siquiera llegan a entender.

Lleva un tiempo empezar a hacer el amor. El parece extremadamente paciente, más interesado por tu mente que por tu cuerpo. Te llama varias veces al día, pero se mantiene extrañamente en silencio después de la puesta de sol y los fines de semana. Siempre le llamas a la oficina. Ni siquiera tienes otro número de teléfono suyo. Y evitas mencionar esta omisión.

¿De verdad que quieres otro número? Tienes mucho trabajo que hacer. Te gusta estar sola en la cama, leer por la noche hasta la hora que te apetezca, tener la cocina, el cuarto de baño, el coche, limpios. Recuerdas el caos de calcetines sucios, de toallas y latas vacías de soda, y prometes: nunca más. Y sin embargo te notas despierta, viva, femenina. Es agradable tener y no tener a un hombre al mismo tiempo. Te notas serena. Puede que esto te siga apeteciendo para siempre, con toda la fuerza de tu parte.

Pero justo cuando le das la espalda para irte, el hombre enloquece por poseerte. Así está hecha la especie masculina.

El ambiente está preparado. En tu casa un fin de semana que tu hija está con su padre, en un albergue en Vermont (un fin de semana que su mujer está fuera), en una isla al sol (una semana que su mujer está en Europa o Asia).

Si te sugiere su casa, no vayas; y reconsidera la relación. Un hombre que no tiene escrúpulos para llevarse a otra mujer a la cama de su esposa no es de fiar, ni siquiera como amante ocasional. Además, quieres un hombre a tiempo parcial, no la cabeza de otra mujer en una fuente. Ella es la esposa, de modo que tú eres la amante. Ser amante tiene sus atractivos especiales.

El hombre llega ese día con pinta de tímido pretendiente. Puede que traiga flores, vino, compact-discs, o un camisolín de seda roja. (Si piensa ponérselo él, reconsidera la situación.) Puede traer todas esas cosas. Pero no joyas. No todavía. Se pregunta si eres una buena inversión. (¿Vas a rendirte demasiado pronto? ¿Deberías dejar que te siguiera persiguiendo algo más? ¿Será más fácil conseguir que traiga joyas si no te rindes? No lo sé, pero a lo mejor por eso yo no tengo joyas buenas.)

Y entonces a la cama. Es cuando el poder cambia de sentido. Si te resulta bien en la cama, estás en problemas. Si le resultas tú a él, está en problemas él. La cama es el punto de apoyo donde cambia de sentido el poder. La cama es el vaivén entre el antes y el después. Lo que pase a continuación es cosa tuya.

Si eres posesiva, lo alejarás de ti. Cuando te llame el lunes hablándote de lo sexy que eres, alarga la conversación. Eso podría ser lo más divertido que te ha pasado en la vida. Nadie le entiende mejor. Incluso usa la palabra «amor». Esa es otra razón por la que sabes que está casado. Está vacunado. Puede decir todo lo que quiera y no referirse a nada.

Los hombres son unas criaturas muy simples. Dales de comer, folla con ellos, pero conserva las llaves del castillo. Territoriales hasta los tuétanos, son más cariñosos cuando meten sus zapatos debajo de tu cama.

Estas aventuras pueden seguir durante años y dejarte sin embargo tiempo de sobra para las otras cosas de la vida. No se los debe exprimir. No necesariamente les tira el matrimonio.

Un hombre casado se tomó un respiro durante su matrimonio y alquiló una casa de campo cerca de la mía. Pero seguía yendo a casa de su mujer los fines de semana.

Cuando se produjo el ligue y quiso que le invitara a mudarse conmigo, le recordé lo mucho que le quería su mujer. No creo que se esperara eso. Pero me gusta mi libertad, y pensaba que la relación podría estropearse si yo tenía que cargar todo el tiempo con sus problemas.

¿Puede ser amor de verdad esto?

¿Por qué no? ¿Es que las mujeres no pueden amar sin tener que entregar su vida? Los hombres lo han hecho todo el tiempo.

Tendemos a creer que, como no renunciemos a todo, no estamos enamoradas de verdad. Pero no se trata de una norma que sirva después de los cincuenta años. ¿Y por qué iba a servir? Nuestra vida nos resulta más importante de lo que es para el mundo de los hombres, por lo menos.

Pero entonces yo todavía tenía cuarenta años y pico, de modo que me vi obligada a preguntarme: ¿me casaría con este hombre si deja a su mujer?

Decidí que no. De modo que mi conciencia me dijo que lo mandara a su casa, con su mujer. Ella lo quería de un modo que no lo quería yo. Era hacerle un favor mandarle de vuelta a casa.

Otras aventuras nunca terminan. Siguen intermitentemente a lo largo de años, incluso después de que uno (o los dos) se haya vuelto a reunir con su cónyuge o casado con otra persona. La aventura se convierte en un espacio privado que no tiene nada que ver, y lo tiene todo, con el resto de tu vida. No causa dolor, sólo placer, porque es, en su misma naturaleza, inestable, temporal. La fantasía suprema es la de los amantes que se ven una vez al año y encuentran un oasis fuera del tiempo, de vez en cuando.

Pero antes o después, hasta las mejores aventuras pierden interés. A lo mejor porque el tú que necesitaba aquel oasis concreto queda desplazado por otro tú. A lo mejor porque encuentras refugio en otra relación que parece lo suficientemente satisfactoria en sí misma. A lo mejor porque eres demasiado mayor y estás cansada para las inevitables decepciones. O porque decides que quieres que tu vida sea limpia y sincera.

En realidad fue la aventura lo que te llevó a ese punto. Siempre estarás agradecida. Y él lo mismo. Te encuentras con tu antiguo amante en una fiesta o un avión y te mira con su mirada de niño. Le has llegado a sus sitios más secretos y te lo agradece. Tú también le estás agradecida.

Os abrazáis tensos y sin uniros uno al otro, y nada de besos.

Todos los buenos chicos son también malos chicos. Y los queremos porque son las dos cosas. Tiene que ser muy aburrido contar con el hombre perfecto, si semejante prodigio existe. Tiene que ser aburrido ser siempre bueno.

A las mujeres encantadoras les atraen los hombres que rompen las reglas porque nuestra educación de diosas-hembras es tan absoluta que necesitamos profundamente encontrar la parte reprimida de nosotras mismas: la rebeldía. No siempre podemos liberarnos solas, necesitamos a un hombre con el que romper los lazos. ¿Qué lazos? Los lazos de la sangre que todavía nos atan a nuestras madres y nuestros padres.

¡Piénsese en todas las grandes feministas que se largaron con malos chicos! Mary Wollstonecraft se fugó con Gilbert Imlay, un chico revolucionario pero malo que la dejó en la ruina y embarazada. ¿Protestó por ello? Al contrario, escribió: «¡Ahí, amigo mío, no conoces el placer inefable, el goce exquisito que surge de un afecto y un deseo al unísono, cuando el alma y todos los sentidos se abandonan a una imaginación alegre…».

George Sand se casó con un chico malo, Casimir Dudevant, y eligió como amante a un chico malo, Alfred de Musset (por no hablar del excesivamente moralista Frédéric Chopin). Antes que ellos, había habido muchos malos chicos, incluyendo a uno, Stéphane de Grandsagne, que era el padre de su única hija, Solange. Su primer amante, Aurélien de Séze, tenía un nombre que empezaba con las tres mismas letras que su propio nombre, Aurore. Después de esos dos, hubo muchos otros malos chicos que excitaron su pasión y poblaron sus libros.

La pasión y la poesía, para Sand, estaban claramente aliadas. Los malos chicos eran sus musas. Felizmente, los sobrevivió a todos, terminando convertida en una abuela que nunca dejó de escribir. Incluso en plena aventura, incluso en pleno viaje, escribía de cinco a ocho horas por la noche. Cuando le cerraba la puerta a De Musset para realizar su cupo nocturno de páginas, él salía con bailarinas del Fenice, el hermoso teatro de la ópera de Venecia. Esto no interrumpía la escritura de Sand, aunque puede haberle roto el corazón. Tierna y maternal como fue con todos los hombres, sabía que el trabajo, no el amor, la mantenía viva. Ella es la primera de nuestra carnada moderna de escritoras-madres-amantes.

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