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Tópico 10. Los hombres son racionales, las mujeres irracionales.

Verdad. Si la consistencia es la racionalidad, las mujeres son más racionales. Desean integración, sinceridad, unión. Puede que padezcan depresión posparto y miedo a la menopausia, pero habitualmente son mucho menos ambivalentes en lo que se refiere al lanzarse a la vida. Los hombres lo saben y les gustan las mujeres fuertes que les guíen.

Las mujeres fuertes que estratégicamente hagan como que son débiles.

Tópico 11. Los hombres aborrecen a las mujeres que tienen más dinero que ellos.

Verdad. En realidad los hombres aborrecen a las mujeres que les controlan. Son perfectamente felices teniendo mujeres con dinero mientras ellos controlen el dinero, o les parezca que lo controlan. ¿Recuerdas el código de Napoleón? ¿Recuerdas a todas esas herederas con las que se casaron por el dinero en los días en que el dinero de una mujer se convertía automáticamente en el de su marido? Lo que aborrecen los hombres es que las mujeres tengan fuerza para controlarles. Y el dinero, en nuestra sociedad, es la representación definitiva de la fuerza. Si ganas o tienes más dinero que tu hombre, tendrás que encontrar modos reales -o imaginarios- de entregarle el control, el suficiente control para equilibrar la balanza, y, con todo, a lo mejor nunca te perdona.

Tópico 12. A los hombres les gustan las mujeres de rasgos perfectos y cuerpos perfectos.

Verdad. De hecho, a los hombres les gustan más a cierta distancia que desde cerca, donde les pueden poner un poco nerviosos, excepto para exhibirse.

Al leer esto ahora, me parece una especie de grito de dolor disfrazado de consejos a una a la que habían abandonado. A la que habían abandonado era a mí, tanto si lo admitía como si no.

Salía con hombres, tratando de entender por primera vez en mi vida al sexo opuesto. Tenía que intentarlo.

Sentía que estaba en juego mi supervivencia. Siempre había tenido docenas de hombres entre los que escoger. Ahora ya tenía cuarenta.años y los hombres por lo general estaban casados o muertos. Otros sólo salían con mujeres de menos de treinta años. Los restantes eran gay, estupendos como amigos, pero por lo general no disponibles para el sexo. O bien tenía que renunciar a los hombres -lo que quizá no fuese una mala idea, pero pensaba que siempre lo podría hacer más tarde - o aprender, a largo plazo, cómo funcionaban. Este libro de consejos sin terminar debe de haber sido un intento mío de codificar mis conocimientos. Y todavía creo en todas y cada una de esas «reglas del amor». Después de varios años de un matrimonio maduro, creo en ellas más.

Podríamos plantear la cuestión de por qué creía yo, a los cuarenta años y pico, que necesitaba a un hombre. Me gusta mi propia compañía, me puedo ganar la vida, nunca he tenido problemas para encontrar amantes. Entonces, ¿por qué quería una pareja?

Le he dado vueltas a esta cuestión y nunca he encontrado una respuesta racional. A lo mejor la respuesta no es racional. A lo mejor sólo se trata del mismo motivo por el que los gansos se emparejan y los monos rhesus prefieren madres reales a maniquíes hechos de tela y alambre. A lo mejor sólo es una cuestión de calor. O a lo mejor es el triste hecho de que las mujeres todavía estamos tan discriminadas en el mundo del hombre que es mejor tener un aliado concreto que encarar en soledad un mundo que nos discrimina tanto.

¡Qué carga de calor y protección parece haber en las palabras «mi marido»! ¡Qué seguridad, confianza, solidaridad! A lo mejor por eso nos casamos aunque sepamos que el matrimonio puede significar que le roben el dinero a una, que usen a los hijos de una como rehenes, o la maltraten físicamente a una. En último término, matrimonio significa:

el papel de mediadora, te lo digo yo, entre Monsieur y el resto de la humanidad… Matrimonio significa… significa: «¡Hazme el nudo de la corbata!… ¡Haz que se marche la doncella!… ¡Córtame las uñas de los pies!… ¡Levántate y prepárame una manzanilla!…» Significa: «Tráeme un traje nuevo y prepárame la maleta, ¡para que pueda darme prisa en ver a la otra!» Camarera, enfermera, niñera…, ¡ya es suficiente!

Probablemente sea por eso por lo que, Renée, el personaje de Colette, concluía en La vagabunda:

Ya no soy lo bastante joven, ni lo bastante entusiasta, ni lo bastante generosa para casarme otra vez, ni para llevar una vida de casada, si lo prefieres. Deja que me quede sola en mi dormitorio, emperifollada y ociosa, a la espera del hombre que me ha elegido para su harén. No quiero nada del amor, en resumen, excepto amor.

Después de tres matrimonios, sin duda yo estaba de acuerdo con ella. ¿Qué perversidad me hacía seguir buscando al Hombre Perfecto, que sabía que no existía?

Después de mi fase con los de clase baja, empecé a mezclarme con el bando masculino de los que se consideraban la flor y nata de Manhattan. Si esto era la flor y la nata, ¿dónde estaba lo inferior? Aquellos hombres eran tan bizantinos como cortesanos de la antigua Constantinopla.

Recuerdo primeras citas que parecían reuniones de juntas de vecinos o cuestionarios para conseguir un crédito en un banco. Recuerdo a hombres que estaban «casi divorciados». Recuerdo a hombres con peluquín que conducían Bendeys para disimular su falta de pelo. Incluso salí con un rabino todavía en activo y un monje que había colgado los hábitos. Probablemente habría probado con un ayatolá de haber encontrado uno lo suficiente kosher para salir con él.

Algunos hombres han pasado claramente por el circuito de la soltería. Todos han picoteado en él. Los hombres trasnochados tendían a ser perfectos sobre el papel pero tenían algún defecto fatal cuando los llegabas a conocer. Ese defecto fatal raramente era obvio a primera vista.

Uno de estos hombres modelos era alto, moreno y de ojos azules, y vivía la mitad de la semana en otro país. Durante los tres días que pasaba en Nueva York, necesitaba tener un montón de citas antes de que despegara el Concorde, de modo que una siempre sentía como si la estuvieran exprimiendo. Podía desaparecer a las ocho de la mañana de un lunes y no llamar durante tres semanas. Acababas de olvidarte de él cuando de pronto hacía patente su existencia. Parecía turnarse de mujer siguiendo un plan tan preciso como un plan de comidas en un balneario. Parecía que una tenía un bono para follar con él; por volar con frecuencia, quizá.

Pero sus fines de semana muchas veces estaban tan divididos como una tarta de cereza. A lo mejor tenía miedo de que una tarta sola le empalagase. Bueno, era listo y atractivo e infaliblemente llevaba encima condones. Lo más asombroso era que los usaba. Después, desaparecía infaliblemente.

Pero por lo menos estaba soltero. Y parecía ser heterosexual, aunque ¿quién puede asegurarlo en estos tiempos? Salí ocasionalmente con él durante un año, pero inteligentemente nunca renuncié a mis otros beaux.

Lo más deprimente de ser soltera es la sobreabundancia de hombres casados. Que una mujer consiga casarse otra vez después de ocho años de estar soltera en Nueva York -o en cualquier otra parte- debe ser atribuido a «el triunfo de la esperanza sobre la experiencia» (como Ken y yo pusimos en nuestras participaciones de bodas). O a eso, o a la amnesia.

Los hombres casados son, por supuesto, los mejores amantes, a no ser que una esté casada con ellos. Siempre tienen tiempo para ti. Además, tienden a estar en otra parte lo necesario para una escritora a tiempo completo. Con los hombres casados, una tiene los fines de semana, las fiestas, el día de Nochevieja, para escribir. Cuando el mundo entero hace como que se divierte mucho, una puede divertirse mucho, escribiendo. Puede que no le convengan a todo el mundo, pero para una mujer en mitad de su carrera de escritora, son perfectos. Cuando tu hija está con tu ex, tienes el fin de semana entero para escribir. ¿Cuántas mujeres casadas ansian eso?

¿Dónde conocí a esos hombres? Pues en todas partes. Si eres auténticamente simpática, no es difícil conocer a hombres. A la mayoría de los hombres les aterran tanto sus madres, hermanas, esposas e hijas, que una mujer que sea superficialmente amable con ellos y les ría las gracias, resulta que es más rara que el unicornio. El secreto de conocer a los hombres es que te gusten los hombres. Y sentir un poco de rachmones por ellos.

Los conocí en el Concorde en los días en que creía que todavía me podía permitir el gasto de volar en uno. Los conocí en conferencias, inauguraciones, fiestas. «El mundo está lleno de hombres casados», escribió Jackie Collins. Se podría modificar así: El mundo está lleno de hombres casados solitarios.

Pues parece que están auténticamente solos y sienten un agradecimiento auténtico si los escuchas un poco y te muestras algo tierna. No sólo vienen a ti en busca de sexo, sino de afecto y de un poco de atención, algo que al parecer nunca tienen en casa. Como amante es como soy mejor: encantadora, tierna, divertida. Cuando vives separada de un hombre, es fácil ser amable con él. Tienes tu propio cuarto de baño, dormitorio, armario y cocina. Puedes dormir el día entero y escribir toda la noche. Los fines de semana puedes salir con tus hijos o tú sola. Puedes dejar la bañera sin limpiar, leer poemas, tomar yogur de cena. Tú y tu hija os podéis hacer la pedicura una a otra. Todas las cosas de mujeres que los hombres parecen encontrar estúpidas (a menos que sean los beneficiarios de ellas) pueden convertirse en el fundamento de tu vida.

Como me desagradaba tener citas esporádicas, tenía muchas relaciones con hombres casados. (Además, los «elegibles» siempre eran muy arrogantes. Estaban seguros de que los ibas a pescar. Como consecuencia, cuanto más te gustaban, con mayor facilidad se largaban.)

Mi psicoanalista me advirtió que me gustaban demasiado los hombres casados. Aseguraba que le tenía miedo al matrimonio. Después de mis tres fracasos maritales, ¿por qué no le iba a tener miedo al matrimonio? El matrimonio no me había resultado fácil. Me había casado enamorada y terminé litigando por mi hija en los tribunales. ¿No me habría ido mejor si no me hubiera casado?

A lo mejor era que elegía terriblemente mal a los hombres. Si un hombre agradable me perseguía, yo inevitablemente elegía al sinvergüenza que me evitaba. ¿Por qué no admitir simplemente que el matrimonio no era para mí y renunciar a él?

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