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16 La Imprenta

Hace una inclinación de cabeza ante la mujer. Bajo el ridículo sombrerito que lleva asoma una cara un tanto tímida, juvenil, pecosa. Siente un rápido aleteo de interés sexual por ella, pero se apaga enseguida. Debería llevar una corbata negra, o un brazalete negro, a la italiana, y así su posición en el mundo estaría mucho más clara, inclusive para él. Y no sería un hombre en plenitud de facultades, sino solamente medio hombre. Si no, debería llevar en la solapa una medalla con la efigie de Pavel. Su mejor mitad, la que ha perdido, la mitad que aún estaba por ser.

– Debo irme dice.

Nechaev lo mira con desdén.

– Váyase -dice-, nadie se lo impide. Se cree -dice a la mujer- que no sé adonde piensa ir.

El comentario le resulta gratuito.

– ¿Adonde cree que voy a ir?

– ¿Quiere que se lo diga con todas las letras? ¿No es esta su ocasión de vengarse?

Vengarse: después de lo que acaba de ocurrir, esa palabra es como si una vejiga de cerdo le fuese aplastada contra la cara. Es la palabra de Nechaev, el mundo de Nechaev: un mundo de venganza. ¿Qué tiene que ver con él? Con todo, esa fea palabra no le ha sido arrojada a la cara sin razón. Se acuerda de algo: la conducta de Nechaev cuando se conocieron, el roce de las faldas contra el respaldo de su silla, la presión del pie por debajo de la mesa, el modo en que hizo uso de su cuerpo, desvergonzado y sin embargo torpe y falto de aplomo. ¿Tiene ese muchacho una idea clara de lo que quiere, o simplemente se limita a ver como puede por qué camino le lleva? Es como yo; yo era como él, piensa; solo que yo no tenía ese valor. Y añade: ¿Será esa la causa de que Pavel lo siguiera, será que intentaba adquirir el valor? ¿Será esa la causa de que aquella noche subiera a la chimenea?

Cada vez se aclaran más las cosas: Nechaev no quedará satisfecho hasta caer en manos de la policía, hasta haber probado también eso. De ahí que insista tanto en poner a prueba su valor y su resolución. Y saldrá indemne; no cabe la menor duda. No se vendrá abajo. Poco importa que lo apaleen, que lo tengan a pan y agua, que él no cederá, que si quisiera caerá enfermo. Puede que pierda toda la dentadura, pero mantendrá intacta su sonrisa. Arrastrará sus extremidades tronzadas, rugiendo con la fuerza de un león.

– ¿Quiere acaso que me vengue? ¿Quiere que salga y lo traicione? ¿Es eso lo que se pretende conseguir con toda esta charada de los laberintos y los ojos vendados?

Nechaev se ríe con excitación, sabedor de que se entienden perfectamente.

– ¿Por qué iba yo a querer tal cosa? -contesta con voz meliflua y maliciosa, mirando a la niña de reojo, como si quisiera incluirla en su broma-. No soy un joven descarriado, como lo era su hijastro. Si va usted a la policía, sea honesto. No me haga objeto de su sentimentalismo, no finja que no es usted mi enemigo. Conozco bien su tendencia al sentimentalismo. Es lo que hace con las mujeres, estoy seguro. Con las mujeres y con las niñas pequeñas -se vuelve hacia la niña-. Tú lo sabes bien, ¿verdad que sí? Sabes cómo lloran los hombres de ese tipo cuando te están haciendo daño, solo para lubricar su conciencia y excitarse un poco más.

Para la edad que tiene, es extraordinario cuánto ha aprendido. Más incluso que una mujer de la calle, porque no en vano es de por sí espabilado. Tiene mundo. A Pavel le hubiese ido bien tener un poco más de mundo. En el repulsivo y bamboleante oso viejo de su cuento -¿cómo se llamaba? ¿Karamzin?- había más vida, más realidad que en el relamido héroe que con tanto dolor construyó. Era demasiado pronto para su muerte. Un lamentable error.

– No tengo la menor intención de traicionarle -dice con hastío-. Váyase a casa, váyase con su padre. En alguna parte tendrá a su padre; en Ivanovo, si mal no recuerdo. Vaya a verlo, arrodíllese ante él, pídale que le esconda. Lo hará. No tiene límites lo que un padre puede hacer.

A Nechaev se le escapa un bufido, una risotada. Ya no puede quedarse quieto: echa a andar por el sótano, apartando a los niños de en medio.

– ¡Mi padre! ¡Qué sabrá usted de mi padre! Yo no soy un tontaina, como lo era su hijastro. Yo no me cuelgo de las personas que me oprimen. Me fui de la casa de mi padre cuando cumplí dieciséis años; nunca he vuelto, nunca pienso volver. ¿Sabe usted por qué? Porque me pegaba. Le dije que me golpease una sola vez más, y que nunca volvería a verme. Me pegó y no me ha vuelto a ver el pelo. Desde ese día dejó de ser mi padre. Ahora, yo soy mi padre. Me he hecho a mí mismo empezando desde cero. No me hace falta que me esconda ningún padre. Si he de esconderme, el pueblo me esconderá.

»Dice usted que no tiene límites lo que un padre puede hacer. ¿Sabe usted que mi padre muestra mis cartas a la policía? Escribo a mis hermanas, pero él les roba las cartas, las copia, se las enseña a la policía, y la policía le paga, cómo no. Ya ve cuáles son sus límites. Y así se demuestra qué desesperada está la policía, que llega a pagar por tal cosa: se agarran a un clavo ardiendo, a lo que sea, porque yo no he hecho nada, ¡nada!, que pruebe lo que pretenden demostrar.

Desesperado, sí. Desesperado porque le traicionen; desesperado incluso por encontrar a un padre que le traicione.

– Tal vez no puedan demostrar nada, pero la policía sabe, como lo sabe usted y como lo sé yo mismo, que usted no es lo que se dice inocente. No se ha conformado con redactar esas listas, ¿verdad que no? Tiene las manos manchadas de sangre, ¿no es cierto? No le voy a pedir que confiese. No obstante, y en el más hipotético de los sentidos, ¿por qué lo hace?

– ¿Hipotéticamente? Fácil: porque si uno no mata, nadie le toma en serio. Es la única prueba de seriedad, lo único que cuenta.

– Pero ¿por qué necesita que lo tomen en serio? ¿Por qué no ser joven y no tener preocupaciones al menos mientras pueda? Tiempo de sobra tendrá después para ser todo lo serio que usted quiera. Y tenga a bien pensar aunque solo sea un instante en esos seres más débiles, en los que cometen el error de tomarle a usted muy en serio. Piense en su amiga la finesa, piense en lo que está pasando en estos momentos, a consecuencia de haberle tomado a usted en serio.

– ¡Deje ya de insistir tanto con mi presunta amiga la finesa! ¡Ya nos hemos ocupado de ella, ya no tiene que sufrir más! Y no me diga que espere a ser viejo para que me tomen en serio. Ya he visto qué ocurre cuando uno envejece. Cuando sea viejo, habré dejado de ser el que soy.

Es una acertada idea que fácilmente habría imputado a Pavel, pero nunca a Nechaev. ¡Qué desperdicio!

– Ojalá -dice-, ojalá hubiera podido oírles hablar juntos a Pavel y a usted.

En cambio, no dice esto otro: igual que dos sables, dos sables desenvainados.

Sin embargo, ¡qué inteligente por parte de Nechaev haberle prevenido para que no cayera en la compasión! Y es que eso mismo es lo que está a punto de sentir: compasión por un niño perdido en alta mar, que lucha y que se ahoga. Así pues, se equivoca al detectar algo tal vez demasiado estudiado en el sombrío aspecto de Nechaev (y es que, por sorprendente que sea, acaba de callarse), en su mirada meditabunda: algo no solo estudiado, sino también, puede ser, astuto. ¿Cuándo fue la última vez en que pudo confiar que las palabras viajasen directas de un corazón a otro? Época de falsificaciones, ésta en que vive: época de disfraces y disimulos. Pavel era demasiado niño, estaba demasiado chapado a la antigua para medrar. El héroe y la heroína de Pavel conversaban en aquel divertido, farfullante y anticuado lenguaje del corazón. «Ojalá… ojalá…» «Puedes… puedes…» Sin embargo, Pavel cuando menos intentó proyectarse en un pecho ajeno. Es imposible imaginarse a Sergei Nechaev como escritor. Es un egoísta, o incluso algo peor. También es un mal amante, de seguro. Sin sentimiento, sin piedad. De sentimientos a lo sumo inmaduros, esquivos, estancados, como un enano. Un hombre del futuro, puede que del siglo venidero, un hombre de monstruoso cerebro y monstruosos apetitos, pero nada más. Solitario, apartado de todo. Su lugar adecuado, un trono en una estancia vacía. El trono de las ideas. Un pope de las ideas, de ideas mortecinas. ¡Dios salve entonces a los fieles, Dios salve a los que se sometan a su gobierno!

Sus pensamientos son interrumpidos por un ruido de pasos en las escaleras. Nechaev corre a la puerta, escucha, sale. Se oye un furioso cuchicheo, una llave que entra en un cerrojo, el silencio.

Todavía con su sombrerito blanco, la mujer se ha sentado al borde del lecho para dar de mamar al niño más pequeño. Al mirarle a los ojos, se sonroja y alza el mentón con un gesto desafiante.

– El señor Ishutin dice que a lo mejor usted puede ayudarnos.

– ¿El señor Ishutin?

– El señor Ishutin, su amigo de usted.

– ¿Y por qué iba a decir tal cosa? Bien sabe él en qué situación me encuentro.

– Nos han desahuciado por impago del alquiler. He pagado el de este mes, pero no puedo pagar los atrasos; es demasiado.

El niño deja de mamar y se retuerce. Ella lo suelta; se resbala de su regazo y sale del cuarto. Lo oyen aliviarse debajo de las escaleras, gimiendo suavemente mientras lo hace.

– Lleva algunas semanas enfermo -se queja ella.

– Enséñeme los pechos.

Ella se suelta otro botón y expone ambos pechos. Los pezones se le yerguen por el frío. Alzándolos entre los dedos, los manipula con suavidad. Aparece una gota de leche.

Él lleva encima cinco rublos que pidió prestados a Anna Sergeyevna. Le da dos. Ella toma las monedas sin decir palabra y las envuelve en un pañuelo.

Regresa Nechaev.

– Ya veo que Sonya le ha dicho que está en un grave aprieto -dice-. Pensé que su casera podría hacer algo por ellos. Es una mujer generosa, ¿verdad que sí? Eso es lo que dijo Isaev.

– Ni hablar. ¿Cómo iba a llevar…?

La muchacha -¿se llamará Sonya realmente?- aparta la mirada para esconder su vergüenza. El vestido, que es de una tela estampada de flores, barata e inapropiada para la crudeza del invierno, se abotona de arriba a abajo por delante. Se ha echado a temblar.

– De eso hablaremos más tarde-dice Nechaev. Quiero mostrarle la imprenta.

– No me interesa su imprenta.

Nechaev, sin embargo, lo sujeta por el brazo, y a medias lo conduce, a medias lo arrastra a la puerta. Él vuelve a sorprenderse de su propia pasividad; es como si se hallara en un trance moral. ¿Qué pensaría Pavel si lo viera utilizado de este modo por su asesino? ¿O es de hecho Pavel quien lo conduce?

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