– Yo no me escondo; simplemente, me he mezclado con la gente invisible de esta ciudad, con las condiciones que me han hecho posible. Claro que usted de ninguna forma alcanza a ver cuáles son esas condiciones.
– ¿Me permite que le sea sincero? Está usted diciendo tonterías. Puede que no vea las líneas y los números en el cielo, pero no estoy ciego.
– ¡No hay más ciego que el que no quiere ver! Ve a esos niños muriéndose de hambre en un sótano, pero se niega en redondo a entender qué es lo que determina las condiciones en que viven esos niños. ¿Cómo puede decir que ve? Claro está que usted y también quienes le pagan tienen un interés en cualquier niño famélico, cualquier niño de mirada hueca. A fin de cuentas, esas son las cosas sobre las que les gusta leer: niños enternecedores y de mirada hueca, niños de vocecillas inaudibles. Pues deje que le diga cuál es la verdad sobre el hambre. Cuando lo miran, ¿sabe usted qué ven esas criaturas de mirada hueca? ¡Pregúnteselo! Se lo voy a decir yo. No ven más que mejillas gruesas y una lengua bien jugosa. Esos inocentes podrían lanzarse sobre usted igual que las ratas, y podrían masticar sus carnes si no supieran que es usted más fuerte y que los destrozaría a palos. Pero usted prefiere no reconocerlo. Usted prefiere ver ahí a tres angelitos que han hecho una breve visita a la tierra.
»Cuanto más hablo con usted, Fiodor Mijailovich, menos entiendo cómo es posible que haya escrito usted sobre Raskolnikov. Raskolnikov al menos estuvo vivo hasta que contrajo aquella fiebre, o lo que fuese. ¿Sabe qué impresión me causa usted en este momento? La misma que un caballo viejo, con orejeras, que da vueltas y vueltas sin fin, que rueda y amasa a diario el mismo cuento de siempre, un día y otro sin cesar. ¿Qué derecho tiene de hablarme de disfraces? No sabría usted endomingarse siquiera para salvar la vida. No es usted más que un viejo reseco, un viejo caballo de tiro al que poco le falta para que se le acabe la vida. ¿No va siendo hora de que intente compartir la existencia con los oprimidos, en vez de sentarse en su casa a escribir sobre ellos para ponerse luego a contar el dinero que ha ganado? En fin, ya veo que empieza usted a ponerse nervioso. Imagino que lo que quiere es irse cuanto antes a su casa para anotar en su libreta cualquier cosa sobre este sótano y esos niños, antes de que el recuerdo se diluya. ¡Me da asco!
Hace una pausa, se acerca, lo mira.
– ¿Voy acaso demasiado lejos, Fiodor Mijailovich? -sigue diciendo, quizá con más delicadeza-. ¿Estoy quizá traspasando los límites de la decencia, desvelando algo que no debería desvelar? ¿Será que lo hemos calado todos nosotros, su hijastro también? ¿Por qué calla ahora? ¿Se acerca demasiado el cuchillo al hueso? Saca la bufanda del bolsillo- ¿Querrá que le pongamos la venda de nuevo en los ojos?
¿Que se ha acercado al hueso? Sí, puede ser que haya dado en el clavo. Y no es la acusación misma, sino la voz que oye detrás: la de Pavel, la queja de Pavel ante su amigo, el amigo que reserva esas palabras como si fueran veneno.
Con gesto de desánimo aparta la bufanda.
– ¿Por qué intenta provocarme? -dice. Usted no me ha traído aquí para mostrarme su imprenta, ni para mostrarme a esos niños famélicos. Eso no son más que pretextos. ¿Qué es lo que quiere realmente de mí? ¿Quiere que me invada la rabia y que me largue de estampida, que le traicione y lo delate a la policía? ¿Por qué no se ha ido de Petersburgo? En vez de huir, como cualquier persona sensata, se está comportando como Jesús en las afueras de Jerusalén, a la espera de un asno que lo lleve a presencia de sus enemigos, de quienes quieren buscarle la ruina. ¿Confía acaso que sea yo ese asno? Se imagina usted que es el príncipe escondido, el príncipe y el mártir, a la espera de que lo llamen. Quiere usted robarle la Pascua a Jesús. Esta es la segunda vez que me tienta, pero yo no estoy tentado.
– ¡Ya basta, no cambie de conversación! Estamos hablando de Rusia, no de Jesús. Y ya basta de echarme a mí la culpa. Si me traiciona, lo hará solamente porque me odia.
– Yo no le odio. No tengo por qué.
– ¡Sí, sí tiene por qué! Quiere devolverme el golpe porque yo abro los ojos de la gente, que así ve cómo es usted en verdad, usted y los de su generación.
– ¿Y cómo soy yo en verdad, yo y los de mi generación?
– Se lo voy a decir. Sus días están contados. Lo que ocurre es que en vez de hacer mutis y abandonar el escenario sin hacer ruido, quieren arrastrar al mundo entero con ustedes. Les irrita que las riendas pasen a manos de hombres más jóvenes y más fuertes, hombres que van a construir un mundo mejor. Así es como son ustedes. Y no me venga con el cuento de que usted fue un revolucionario, que fue condenado a diez años en Siberia por sus creencias. Sé al dedillo que a usted lo trataron en Siberia como si fuese parte de la nobleza. Usted no compartió los sufrimientos del pueblo, en modo alguno: todo eso es mera falsedad. ¡Los viejos como usted me dan asco! El día en que cumpla treinta y cinco años, me vuelo la tapa de los sesos, se lo juro.
Esas últimas palabras le salen con tal petulancia que él no puede disimular una sonrisa. El propio Nechaev se sonroja, presa de la confusión.
– Ojalá tenga ocasión de ser padre antes de llegar a esa edad, para que sepa a qué sabe este cáliz.
– Yo nunca seré padre-musita Nechaev.
– ¿Cómo lo sabe? No puede estar tan seguro. Todo lo que puede hacer el hombre es derramar la simiente; después, esta tiene vida propia.
Nechaev sacude la cabeza con vehemencia. ¿Qué pretende decir? ¿Que él no derrama su simiente? ¿Que ha jurado voto de castidad, como Jesucristo?
– No puede estar tan seguro -repite con más cautela-. La simiente se convierte en hijo, el príncipe se convierte en rey. Cuando un día esté usted sentado en el trono (si es que para entonces no se ha volado la tapa de los sesos, claro está), cuando la tierra esté llena de principitos escondidos en sótanos y en buhardillas, tramando todos su caída, ¿qué es lo que hará? ¿Ordenar a sus soldados que los degüellen a todos?
Nechaev está que se sube por las paredes.
– Pretende usted enojarme con sus tontas parábolas. Lo sé todo sobre su propio padre; Pavel Isaev me habló de él, me dijo que era un tiranuelo, que todo el mundo le odiaba, hasta que sus propios aparceros lo mataron. Cree usted que, como su padre y usted se odiaban el uno al otro, la historia del mundo ha de ser simplemente la historia de las guerras que se libran entre padres e hijos. No entiende usted el sentido de la revolución. La revolución es el fin de todo lo antiguo, incluidos padres e hijos. Es el fin de la sucesión y las dinastías. Y se renueva incesantemente, si es revolución de verdad. Con cada nueva generación, la vieja revolución queda invalidada y la historia empieza de nuevo. He ahí la nueva idea, la idea verdaderamente nueva. Año uno. Carta blanca. Todo se reinventa, todo se borra y renace: la ley, la moralidad, la familia, todo. Todos los prisioneros son puestos en libertad, todos los delitos son perdonados. La idea es tan tremenda que usted no alcanza a entenderla, como tampoco la entienden los de su generación. Mejor dicho, usted la entiende demasiado bien, y pretende asfixiarla en su cuna.
– ¿Y el dinero? Cuando se perdonen los delitos, ¿se redistribuirá el dinero?
– Mucho más que eso. De vez en cuando, en el momento en que menos se lo espere la gente, declararemos que el dinero existente carece de valor y emitiremos una nueva moneda. Ese fue el error de los franceses, permitir que el dinero antiguo siguiera en circulación. Los franceses no hicieron una verdadera revolución, porque no tuvieron el valor de ir hasta el final. Liquidaron a la aristocracia, pero no eliminaron la antigua manera de pensar. En nuestras escuelas se enseñará la manera de pensar propia del pueblo, la que ha estado reprimida durante todo este tiempo. Todo el mundo irá de nuevo a la escuela, incluidos los profesores. Los campesinos serán los maestros, y los maestros pasarán a ser alumnos. En nuestras escuelas haremos hombres y mujeres nuevos del todo. Todos renacerán con un nuevo corazón.
– ¿Y Dios? ¿Qué pensará Dios de todo eso?
El joven se ríe de puro júbilo.
– ¿Dios? Dios estará verde de envidia.
– Así que usted cree en Dios.
– ¡Por supuesto! ¿Qué sentido tendría no creer? Lo mismo daría prenderle fuego a todo, convertir el mundo en ceniza. No; iremos ante Dios, nos presentaremos de pie ante su trono, lo llamaremos. ¡Y vendrá! No le quedará más remedio que escucharnos. ¡Y entonces por fin estaremos todos juntos en un mismo pie de igualdad!
– ¿Y los ángeles?
– Los ángeles formarán círculos a nuestro alrededor entonando el hosanna. Los ángeles estarán embelesados. También ellos serán libres para caminar por la tierra como hombres de a pie.
– ¿Y las almas de los muertos?
– ¡Qué cantidad de preguntas hace usted! También las almas de los muertos, Fiodor Mijailovich, también, si así le parece. Las almas de los muertos volverán a caminar por la tierra, por supuesto. Si así le parece, también Pavel Isaev. Lo que podemos hacer no tiene límite.
¡Qué charlatán! Sin embargo, él ya no sabe quién domina la situación: no sabe si está jugando con Nechaev o si es Nechaev el que juega con él. Es como si todas las barreras se hicieran añicos al tiempo: la barrera que contiene las lágrimas, la barrera que contiene la risa. Si Anna Sergeyevna estuviera aquí, y es una idea que le acude a la memoria sin que él quiera, estaría en condiciones de decirle las palabras que han faltado en todo este tiempo.
Da un paso adelante y, con lo que le parece la fuerza de un gigante, abraza a Nechaev y lo estrecha. En su abrazo, atrapa los brazos del muchacho contra sus costados, y nota el hedor agrio de su carne forunculada; sollozando, riendo, lo besa en ambas mejillas. Cintura contra cintura, pecho contra pecho, permanece entrelazado con él.
Se oyen pasos por las escaleras. Nechaev se libra como puede de su abrazo.
– ¡Por fin vienen! -exclama. Los ojos le brillan triunfales.
Se vuelve. En la entrada hay una mujer vestida de negro con un incongruente sombrerito blanco. En la penumbra, con los ojos borrosos por las lágrimas, no sabe qué edad tendrá.
Nechaev parece decepcionado.
– ¡Ah! -dice-. ¡Perdone! Pase, pase.
Pero la mujer permanece donde está. Lleva bajo el brazo algo envuelto en una tela blanca. Los niños tienen un olfato más agudo que el suyo. Todos juntos, sin mediar palabra, se dejan caer del catre y pasan por entre los dos hombres. La niña tira de la tela y el olor del pan recién hecho inunda el sótano. Sin mediar palabra parte dos trozos y se los da a sus hermanos. Apretados contra las faldas de su madre, con las miradas ausentes e inexpresivas, se ponen a comer. Como los animales, piensa: saben de dónde viene, y no les importa.