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8 Ivanov

Ingresa en el sueño tal como ingresa en el sueño cada noche, con la intención de hallar un camino que le lleve a Pavel. Solo que esta noche se despierta casi de inmediato, a lo que parece cuando oye una voz, una voz escueta hasta el punto de resultarle descarnada, que llama desde la calle ¡Isaev!, llama la voz una y otra vez, con paciencia.

El viento en los juncos, eso debe de ser, se dice, y vuelve a rodar agradecido por la pendiente del sueño. Es verano, sopla el viento en los juncos, el cielo está azul, moteado solamente por algunas nubes altas, y él va de paseo por la orilla del riachuelo, silbando, lleva un bastón en la mano con el que a veces acaricia perezosamente los juncos. El canto de unos pájaros tejedores. Se detiene, se queda quieto, a la escucha. También cesa el canto de las chicharras, solo se oye su respiración pausada y los juncos mecidos por el viento ¡Isaev!, llama el viento.

Se sobresalta y se despierta del todo. Es la hora más honda de la noche, la casa entera está en silencio. Se acerca a la ventana, mira la luz de la luna y las sombras, espera a que se oiga de nuevo la llamada. Y por fin la oye. Tiene el mismo tono, la misma extensión, la misma inflexión que la palabra que aún le resuena en los oídos, pero no es una voz humana. Es el desdichado gemir de un perro.

No es Pavel, pues, que llama para ser recogido; no es más que algo que no le incumbe, un perro que aúlla llamando a su padre. Bien, pues que sea el padre del perro, quien quiera que sea, el que salga a desafiar el frío y las tinieblas para tomar en brazos a ese niño grosero y maloliente. Que sea él quien lo apacigüe, quien le cante nanas para arrullarle y adormecerlo.

El perro vuelve a aullar. Nada remite a las llanuras desiertas, a la luz plateada, es un perro, no un lobo. Es un perro, no su hijo ¿Por lo tanto? Por lo tanto, tiene que sobreponerse a este letargo! Como no es su hijo, no debe volver a la cama, sino vestirse y responder a esa llamada. Si acaso espera que su hijo llegue a él como un ladrón envuelto por la noche, y si solamente atiende la llamada del ladrón, no lo verá nunca. Si cuenta con que su hijo hable con la voz de lo inesperado, nunca lo oirá. Mientras espere lo que no se espera, lo que no se espera no llegará. Por lo tanto una paradoja dentro de otra, la oscuridad envuelta por las tinieblas, debe responder a lo que no se espera.

Desde el tercer piso le había parecido que sería fácil encontrar al perro, pero cuando llega a la calle se siente confuso ¿Venían los aullidos de la izquierda o de la derecha? ¿No vendrían quizá del patio de uno de los edificios próximos? ¿De qué edificio? ¿Y qué de los aullidos, que ahora parecen no solo más cortos, más graves, sino también de un timbre diferente, casi como si ni siquiera fuesen los mismos, sino tal vez otros gritos?

Busca por aquí y por allá, hasta que encuentra el callejón que utilizan los barrenderos por las noches. En un recoveco del callejón por fin encuentra al perro. Está atado a una cañería por una frágil cadena, la cadena se le ha enredado en una de las patas delanteras, y tira de ella con torpeza cada vez que se tensa. Cuando se aproxima, el perro se retira todo lo que puede, gimiendo sin cesar. Aplana las orejas, se postra, se tumba de espaldas. Es una perra. Se inclina sobre ella y desenrolla la cadena. Los perros olfatean el miedo, pero incluso con el frío que hace nota él ese terror fétido del perro. Le acaricia detrás de la oreja. Aún de espaldas, tímidamente le lame la mano.

¿Será esto lo que tendré que hacer durante el resto de mis días?, se pregunta. ¿Mirar a los ojos a los perros y a los mendigos?

El perro se pone en pie de un brinco. Aunque no le caen bien los perros, de este no se aparta, sino que se agacha y deja que con su lengua húmeda y cálida le lama la cara, las orejas, la sal acumulada en su barba.

Le hace una última caricia y se pone en pie. A la luz de la luna ya no distingue su cara vigilante. El perro da tirones de la cadena, gime ansioso por verse suelto. ¿Quién habrá sido capaz de encadenar a un perro en la calle, en una noche como esta? No obstante, él no lo suelta. Por el contrario, bruscamente se da la vuelta y se marcha, perseguido por los aullidos desamparados.

¿Por qué a mí?, piensa al marcharse apresurado. ¿Por qué tengo que soportar yo las pesadas cargas de este mundo? Por lo que atañe a Pavel, si no va a poder tener nada más, que al menos se quede con su muerte para él solo, que su muerte no le sea arrebatada y convertida en una ocasión para la reforma de su padre.

De nada sirve. Su razonamiento -especioso, despreciable- no le convence ni por un momento. La muerte de Pavel no pertenece a Pavel: eso no es más que una mala pasada que le juega el lenguaje. Mientras siga aquí, la muerte de Pavel es su muerte. Allí adonde vaya lleva a Pavel consigo, como un niño azulado por el frío. («¿Quién ha de salvar al niño azulado?», le parece oír en su interior, y son palabras quejumbrosas que vienen no sabe de dónde, en una voz cantarina, de campo).

Pavel no dirá nada, no le dirá desde luego qué hacer. «Levanta eso que es lo último y al menos acarícialo»: si supiera que esas palabras vienen de Pavel, las obedecería sin pensarlo dos veces. Eso es que es lo último: ¿es lo último ese perro abandonado al frío? ¿Es el perro eso que ha de liberar y llevarse consigo, cuidar y acariciar, o es acaso el asqueroso mendigo borracho del abrigo desastrado que se resguarda bajo el puente? Le inunda una terrible desesperanza que está relacionada, aunque no sepa como, con el hecho de que no tiene ni idea de la hora que es, aunque su meollo sea la creciente certeza de que ya nunca saldrá en plena noche para atender la llamada de auxilio de un perro, de que esa oportunidad de abandonarse tal como es ahora y de convertirse en lo que podría llegar a ser ya ha pasado sin que la aprovechase. Soy el que soy, piensa con desesperación, estoy encadenado a mí hasta el día en que me muera. No sé qué fue lo que aleteó hacia mí, pero fui indigno, y ahora se ha retirado y ha vuelto allá de donde vino.

Sin embargo, incluso en el instante en que cierra la puerta sobre sí mismo se da cuenta de que sigue existiendo una posibilidad de volver al callejón, de soltar al perro, de llevárselo al portal del número 63, de hacerle una especie de lecho al pie de la escalera, aunque también sabe que una vez lo haya llevado tan lejos, el perro insistirá en seguirle adonde vaya, y si lo encadenase de nuevo volvería a gemir y a ladrar hasta que el edificio entero se despertase. No es mi hijo, no es más que un perro, protesta. ¿ Qué representa para mí ? Pese a todo, a la vez que protesta sabe cuál es la respuesta: Pavel no se habrá salvado hasta que él no haya liberado al perro, hasta que no se lo haya llevado a su cama, hasta que no haya llevado lo último, al mendigo y a la mendiga también si hace falta, y muchas más cosas de las que todavía no tiene noción. Y ni siquiera entonces tendrá la certeza.

Emite un gran gemido de desesperación ¿ Qué voy a hacer? Si al menos estuviese en contacto con lo más profundo de mi corazón, ¿no me sería dada la ocasión de saber? Pero no es su corazón lo que ha perdido contacto con la verdad. Tampoco es la verdad -es la otra cara del mismo pensamiento- aquello con lo que ha perdido todo contacto, en absoluto, muy al contrario, la verdad ha estado cayéndole encima como cae un chaparrón, sin moderación ninguna, hasta que ahora se siente empapado, ahogado en ella. Y entonces piensa (invierte el pensamiento e invierte la inversión, con esas artimañas jesuíticas hay que pensar hoy en día) me ahogo bajo lo que está cayendo, ¿qué me hace falta? Más agua más inundación, ahogarme más al fondo.

De pie en medio de la calle cubierta de nieve, se lleva las manos heladas a la cara, huele en ellas el olor del perro, toca las frías lágrimas en sus mejillas, las prueba. Sal para quienes necesitan la sal. Sospecha que no salvará al perro, ni esta noche ni mañana por la noche, en el caso de que haya una noche más. Está esperando una señal, y apuesta (no hay palabra más grandiosa que se atreva a usar aquí) a que el perro no es la señal, no es ninguna señal, no es más que un perro entre los demás perros que aúllan en la noche. Pero también sabe que mientras intente distinguir a fuerza de astucia las cosas que solo son cosas de las cosas que son señales, no se salvará. Esa es la lógica en virtud de la cual saldrá derrotado, nota su férrea dureza, pero está a punto de perder los estribos, igual que un perro encadenado que se rompe los dientes desviviéndose por roer los eslabones. Y cuidado, cuidado, se dice el perro encadenado, el segundo perro, nada es en sí mismo, no es iluminación, solo es semejanza animal.

Con los puños cerrados dentro de los bolsillos, la cabeza gacha, las piernas rígidas como postes, se planta en medio de la calle y siente como se le va congelando en la barba la saliva del perro.

¿Es posible que en este mismo instante, en el sombrío portal del número 63, alguien aceche y lo vigile? Del cuerpo del vigilante no puede estar muy seguro, hasta ese manchurrón de clara oscuridad que interpreta como su rostro bien podría ser eso, una simple mancha en la pared. Pero cuanto mas tiempo pasa mirándolo, más atentamente parece mirarle a él una cara ¿Una cara de verdad? Tiene la imaginación repleta de hombres barbudos con los ojos centelleantes, que se ocultan en lúgubres corredores. No obstante, cuando entra en la negrura del portal, la sensación de que hay otra presencia se hace tan aguda que un escalofrío le recorre la espalda. Se detiene, contiene la respiración, escucha. Y enciende un fósforo.

En un rincón se agazapa un hombre que parpadea para defenderse de la luz. Aunque lleva una bufanda de lana que le envuelve la cabeza, aunque una manta le cubre los hombros, reconoce en él al mendigo al que interpeló en el pórtico de la iglesia.

– ¿Quién es usted? le pregunta con voz quebrada- Es que no puede dejarme en paz?

Se le apaga el fósforo. Enciende otro.

El hombre sacude la cabeza con vehemencia. Sale de la manta una mano que aparta la bufanda a un lado.

– A mí no me puede dar ordenes -dice. El aire se llena de un hedor a pescado putrefacto.

Se apaga el fósforo. Comienza a subir las escaleras pero la paradoja vuelve tediosamente a repetirse. Espera a ese que no te esperas. Muy bien, pero ¿ha de ser tratado como un hijo pródigo todo mendigo con el que se encuentre? ¿Ha de abrazarlo, darle la bienvenida, celebrar su vuelta? Sí, eso es lo que diría Pascal, apuesta a todos, a todos los mendigos, a todos los perros sarnosos, y solo así tendrás la total segundad de que el Único, el hijo verdadero, el ladrón en la noche, no se te escapará entre las redes. Herodes estaría de acuerdo: asegúrate, asesina a todos los niños sin excepción.

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