Se sienta en el cuarto de su hijo con el traje blanco sobre el regazo, respira muy quedo, intenta perderse de alguna forma, intenta evocar un ánimo que ciertamente no puede haber abandonado aún los alrededores.
Pasa el tiempo. De la habitación contigua, a través del tabique, le llegan las voces amortiguadas de la mujer y la niña, los sonidos de la mesa que una de las dos estará poniendo. Deja el traje a un lado, llama a la puerta. Las voces callan bruscamente. Entra.
– Me marcho -dice.
– Como verá, estamos a punto de cenar. Si quiere cenar con nosotras, es usted bienvenido.
Los alimentos que le ofrece son bien sencillos: sopa, patatas con sal, mantequilla.
– ¿Cómo vino mi hijo a alojarse con usted? -le pregunta en un momento dado. Aún pone todo su cuidado en llamarle mi hijo: si pronuncia su nombre, se echará a temblar.
Ella vacila, él entiende por qué. Podría decirle: era un joven agradable, enseguida nos cayó muy bien. Pero el obstáculo es ese cayó: es el canto rodado que bloquea el paso. Hasta que no haya una manera de eludir la palabra en lo que tiene de esencia escueta del pasado, ella no podrá decirla delante de él.
– Nos lo recomendó un inquilino anterior -dice al fin. Y eso es todo.
Le sorprende por lo delicada que es, delicada como el ala de una mariposa. Es como si entre la piel y las enaguas, entre la piel y el dorso de las medias negras que sin duda lleva calzadas, se interpusiera una fina capa de ceniza, de modo que, al soltársele a la altura de los hombros, las prendas que viste se le deslizarían al suelo sin que mediase ningún gesto de persuasión.
Le gustaría verla desnuda, ver desnuda a esa mujer en el último florecer de su juventud.
No es lo que podría entenderse por una mujer educada, aunque ¿cabe oír alguna vez un ruso más bellamente hablado que el suyo? Su lengua es como un ave que aletea en su boca: suaves plumas, suave batir de alas.
En la hija no percibe ni un atisbo de esa suave sequedad de la madre. Muy al contrario, hay en ella algo líquido, algo propio de una cervatilla, confiada y, sin embargo, nerviosa cuando estira el cuello para olisquear la mano del desconocido, tensa y preparada para alejarse de un brinco. ¿Cómo puede esa mujer morena haber engendrado a una niña tan rubia? A pesar de todo, los signos están ahí y son reveladores: los dedos pequeños, casi sin formar, lustrosos, como los de los santos bizantinos; la finura esculpida de la frente, inclusive ese aire de melancolía caprichosa.
¡Qué raro es que en una niña un rasgo pueda adquirir su forma perfecta, mientras que en su madre o en su padre bien parece mera copia!
La niña alza la mirada un instante, se encuentra con la suya, que la sondea, y aparta los ojos sumida en la confusión. En él surge un impulso iracundo. Quiere tomarla por el brazo y zarandearla. ¡Mírame bien, niña! Eso es lo que quisiera decirle: ¡mírame bien, aprende!
A él se le cae el cuchillo al suelo. Con gesto agradecido, lo busca a tientas, agachándose. Es como si la piel se le hubiese caído a tiras de la cara, como si muy a su pesar las encarase a las dos cubierto por una máscara espantosa y ensangrentada.
La mujer vuelve a hablar.
– Matryona y Pavel Alexandrovich eran buenos amigos -dice con firmeza y con cuidado. Y a la niña le pregunta-: Él te dio clases, ¿verdad que sí?
– Me enseñó francés y alemán. Sobre todo francés.
Matryona: no es el nombre más adecuado para ella. Es nombre de vieja, de viejecita con cara de ciruela pasa.
– Me gustaría que tuvieras algo de él dice. Algo que te sirva para recordarlo.
Una vez más, la niña levanta los ojos con su mirada de aturdimiento, y lo inspecciona como inspecciona un perro a un desconocido, sin oír apenas lo que le dice. ¿Qué está ocurriendo? Llega la respuesta: no puede imaginar que yo sea el padre de Pavel. Está procurando ver a Pavel en mí, pero no puede. Y piensa más aún: para ella, Pavel todavía no ha muerto. En algún recóndito lugar de su interior él sigue con vida, respira su cálido y dulce aliento de juventud. En cambio, esta negrura mía, esta barba, este ser huesudo debe de ser para ella tan repugnante como la muerte en persona: la muerte, con las caderas huesudas y los dientes largos, de un palmo al menos, con el soniquete de los tobillos que chocan entre sí al caminar.
No siente deseos de hablar de su hijo. De oírle hablar de él sí, desde luego, pero no de hablar él. Aritméticamente, hace diez días que Pavel ha muerto. Con cada día que pasa, los recuerdos que aún puedan flotar en el aire como las hojas de otoño van cayendo al barro, y allí son pisoteados, o se los lleva el viento por los cielos cegadores. Solamente él aspira a recoger y a conservar esos recuerdos. Todos los demás suscriben el orden que impone la muerte primero, el duelo y el llanto después, y luego el olvido. Si no olvidamos, dicen, pronto el mundo no será más que una inmensa biblioteca. Pero solo de pensar que Pavel pueda ser pasto del olvido monta en cólera, se convierte en un toro viejo e irritable, de mirada fulminante, peligroso.
Quiere oír anécdotas. Y la niña está milagrosamente a punto de contar una.
– Pavel Alexandrovich -mira de reojo a su madre, como si quisiera confirmar que tiene permiso para pronunciar el nombre muerto -dijo que solamente se iba a quedar un poco más en Petersburgo, y que después se marcharía a Francia.
Se calla. Él espera con impaciencia a que prosiga.
– ¿Por qué quería irse a Francia? -pregunta la niña, dirigiéndose ahora solamente a él-. ¿Qué hay allá en Francia?
– ¿En Francia?
– No quería ir a Francia. Solamente quería irse de Rusia -contesta él-. Cuando uno es joven, se muestra impaciente con todo lo que lo rodea. Uno es impaciente con la madre patria, porque la madre patria le parece vieja, revenida. Quiere ver cosas nuevas, conocer nuevas ideas. Uno piensa que en Francia, en Alemania o en Inglaterra hallará el futuro que su propio país, de puro monótono, nunca le podría proporcionar.
La niña frunce el ceño. Él dice Francia, dice madre patria, pero ella oye otra cosa muy distinta, algo que repta bajo las palabras: el rencor.
– Mi hijo tuvo una educación azarosa -dice dirigiéndose no a la niña, sino a la madre-. Tuve que llevarlo de una escuela a otra, por una razón muy sencilla. No se levantaba nunca por las mañanas. No había forma humana de despertarle. Puede que esté haciendo una montaña de un grano de arena, no lo sé, pero nadie puede contar con matricularse en una escuela si luego no asiste a las clases.
¡Qué cosa tan extraña para decirla en un momento como este! No obstante, mira ahora a la hija, y vuelve a la carga.
– Su francés no era muy fiable, seguramente te habrás dado cuenta de eso. Tal vez por eso quisiera ir a Francia, para mejorar su dominio del francés.
– Solía leer muchísimo -dice la madre-. A veces, la lámpara de su cuarto se quedaba encendida toda la noche -habla con voz baja, neutra-. A nosotras no nos importaba; siempre fue muy considerado con nosotras. Le teníamos cariño a Pavel Alexandrovich, ¿verdad que sí?
Le dedica a la niña una sonrisa que a él le parece una caricia.
Fue. Ya lo ha sacado a relucir.
Frunce el ceño.
– Lo que aún no consigo entender es…
Se hace un silencio embarazoso, que él ni siquiera intenta paliar. Muy al contrario, se eriza como un lobo que guardase a su cachorro. Cuidadito, piensa: ¡corres grave peligro si pronuncias una sola palabra contra él! Yo soy su padre y su madre, yo lo soy todo para él, y más aún. Hay algo contra lo que desea enfrentarse, dar la cara, gritar si es preciso. ¿Qué es? ¿Quién es el enemigo al que desafía de ese modo?
Del fondo de su garganta, de allí donde no alcanza a sofocarlo, emana un sonido, un gemido. Se cubre la cara con las manos; las lágrimas le corren entre los dedos.
Oye que la mujer se levanta de la mesa. Espera a que la niña también se retire, pero no lo hace.
Al cabo de un rato, se seca los ojos y se suena la nariz.
– Lo siento -le susurra a la niña, que sigue sentada ahí, con la cabeza inclinada sobre el plato vacío.
Cierra la puerta del cuarto de Pavel después de entrar. ¿Lo siente? No, la verdad es que no lo siente. Lejos de sentirlo, le puede la rabia contra todo el que está vivo, rabia de que su hijo esté muerto. Siente rabia sobre todo contra esa niña, a la que por su misma mansedumbre desearía descuartizar miembro a miembro.
Se tumba en la cama, con los brazos cruzados en tensión sobre el pecho, intentando expulsar el demonio que se está apoderando de él. Sabe que ahora mismo a nada se parece tanto como a un cadáver tendido, y que lo que él llama demonio bien puede ser poco más que su alma apesadumbrada, que bate las alas. Pero estar vivo es en estos momentos una especie de náusea. Desea estar muerto. Más aún: extinguido, aniquilado.
En cuanto a la vida que haya al otro lado de la muerte, no tiene ninguna fe. Cuenta con pasar la eternidad a la orilla de un río, con ejércitos de otras almas muertas, esperando una barcaza que nunca ha de llegar. El aire será frío y húmedo, las negras aguas del río lamerán la orilla, la ropa que lleve se le pudrirá sobre los hombros y le caerá en andrajos a los pies, nunca volverá a ver a su hijo.
Con los dedos fríos y cruzados sobre el pecho, vuelve a contar los días. Es así como se siente al cabo de diez días.
La poesía podría devolverle a su hijo. Tiene cierta idea del poema que le haría falta, una idea de su música, pero él no es poeta: es más bien un perro que ha perdido el hueso, que escarba aquí y allá.
Espera a que el brillo de la luz que se cuela por debajo de la puerta se haya apagado, y luego sale sin hacer ruido del cuarto para volver a su alojamiento.
Durante la noche tiene un sueño. Primero va nadando, luego bucea. La luz es azul y mortecina. Toma impulso y se desliza con facilidad, con elegancia; parece que ya no lleva sombrero, pero su traje negro le hace sentirse como una tortuga, como una tortuga grande y vieja en su elemento natural. Encima de él hay ondas en movimiento, pero en el fondo, donde él se encuentra, el agua está quieta. Atraviesa campos de algas; los flácidos dedos de las algas le rozan las aletas, si es que de aletas se trata.
Sabe bien qué es lo que busca. Mientras nada, a veces abre la boca y emite lo que cree que debe ser un grito, una llamada. A cada grito o a cada llamada, el agua le llena la boca; cada sílaba es sustituida por una sílaba de agua. Se vuelve más lento y más pesado, hasta sentir que con el esternón roza el légamo del río.