Es conducido al mismo despacho que la otra vez, pero el oficial que lo recibe sentado ante su mesa no es Maximov. Sin presentarse siquiera, este hombre le indica una silla.
– ¿Se llama? -dice.
Da su nombre.
– Pensé que me iba a recibir el consejero Maximov.
– Ya llegaremos a eso. ¿Ocupación?
– Escritor.
– ¿Escritor? ¿Qué clase de escritor?
– Escribo libros.
– ¿Qué clase de libros?
– Relatos. Cuentos.
– ¿Para niños?
– No, no particularmente para niños. Pero aspiro a que los niños puedan leerlos.
– ¿Nada indecente?
– ¿Nada indecente? -sopesa la pregunta-. No, nada que pudiera ofender la sensibilidad de un niño- contesta al fin.
– Bien.
– Claro que el corazón tiene sus lugares oscuros añade con reluctancia-. Uno no siempre lo sabe.
Por vez primera, el hombre levanta la mirada de sus papeles.
– ¿Qué quiere decir?
Es más joven que Maximov. El ayudante de Maximov, tal vez.
– Nada. Nada.
El hombre deja la pluma sobre la mesa.
– Vayamos al asunto que nos ocupa, el fallecimiento de Ivanov. ¿Conocía usted a Ivanov?
– No lo entiendo. Pensé que me habían citado por algo relacionado con los papeles de mi hijo…
– Cada cuestión a su debido tiempo. Primero, Ivanov. ¿Cuándo tuvo su primer encuentro con él?
– Hablé con él por primera vez hará… una semana. Estaba perdiendo el tiempo, como si no tuviera nada mejor que hacer, ante la puerta de la casa en la que actualmente estoy alojado.
– Calle Svechnoi, sesenta y tres.
– Calle Svechnoi, sesenta y tres, sí. Hacía bastante frío y le ofrecí que se resguardara. Pasó la noche en mi habitación. Al día siguiente me enteré de que hubo un asesinato y de que él era sospechoso. Fue solo más tarde cuando…
– ¿Ivanov era sospechoso? ¿Sospechoso de asesinato? ¿Entiendo bien lo que me está diciendo? ¿Dice usted que Ivanov era un asesino? ¿Por qué lo cree?
– ¡Por favor, permítame terminar! Por todo el edificio corrió un rumor en ese sentido. A menos que la niña que me repitió el rumor no lo hubiese entendido del todo, claro. No lo sé. ¿Qué más da, si está muerto? Me sorprendió y me abrumó que una persona como él fuese asesinada. Era absolutamente inofensivo.
– Pero no era lo que parecía ser, ¿verdad?
– ¿Quiere decir un mendigo?
– No era un mendigo, ¿o sí?
– En cierto modo, no, no lo era. Pero si se piensa bien, o si se piensa de otro modo, sí que lo era, desde luego.
– No me habla usted con claridad. ¿Quiere decir acaso que usted no estaba al corriente de las responsabilidades de Ivanov? ¿Por eso le sorprendió lo ocurrido?
– Me sorprendió que alguien pudiera poner en grave peligro su alma inmortal al asesinar a un don nadie inofensivo.
El funcionario lo mira sardónicamente.
– Un don nadie, ya… ¿Es así como lo llaman en cristiano?
En este momento, Maximov en persona entra en la sala, al parecer con mucha prisa. Lleva bajo el brazo un montón de cartapacios sujetos con badulaques de un rosa desvaído. Los deja sobre la mesa, saca un pañuelo y se seca la frente.
– ¡Qué calor hace aquí! -murmura-. Gracias -añade, dirigiéndose a su colega. ¿Ha terminado?
Sin decir palabra, el hombre recoge sus papeles y se marcha. Suspirando, secándose aún la cara, Maximov ocupa su sillón.
– Lo lamento mucho, Fiodor Mijailovich. Muy bien: el asunto de los papeles de su hijastro. Mucho me temo que vamos a vernos obligados a conservar uno de ellos, a saber, el listado de las personas que han de ser, como dicen nuestros amigos, liquidadas. Estoy seguro de que estará usted de acuerdo si le digo que de ninguna manera conviene que circule ese papel, ya que solo causaría alarma. Además, a su debido tiempo formará parte de las pruebas que se aduzcan en el juicio contra Nechaev. En cuanto al resto de los papeles, son suyos. Hemos terminado con ellos y, por así decir, ya les hemos sacado todo el jugo.
»De todos modos, antes de entregárselos definitivamente, hay una cosa más que me gustaría decirle, siempre y cuando me haga usted el honor de prestar atención.
»Si yo meramente me tuviera por un funcionario en cuyo deber y en cuyo camino se hubiera cruzado usted por azar, le devolvería estos papeles sin más historias. Soy también, si me permite usted decirlo así, alguien que tiene buena voluntad, alguien que tiene su propio interés muy en consideración. Y por ello tengo serias reservas a la hora de entregárselos. Permítame expresarle esas reservas. Se trata de que aún le aguardan a usted nuevos descubrimientos sin duda dolorosos, descubrimientos además innecesarios. Si fuera posible que aceptase usted mi humilde consejo, yo podría indicarle una serie de páginas en concreto en las que más le valdría no detener su mirada. Claro está que, conociéndolo como yo lo conozco, es decir, tal como se conoce a un escritor por el hecho de haber leído sus libros, es decir, de una manera íntima y sin embargo ilimitada, doy por supuesto que mis esfuerzos tendrán solamente el efecto contrario, y mucho me temo que aviven su curiosidad. Por consiguiente, permítame decirle tan solo lo siguiente: no me culpe por haber leído esos papeles, que esa es, al fin y al cabo, la responsabilidad que me encomienda la Corona, y no se irrite conmigo por haber predicho con toda corrección (si es que así fuera) cuál iba a ser su manera de reaccionar antes estos papeles. A menos que se produzca un giro imprevisto en el curso de los acontecimientos, usted y yo no tendremos más que tratar. No hay razón por la cual no deba usted pensar que yo he dejado de existir, así como puede decirse que deja de existir el personaje de un libro tan pronto lo cerramos y lo devolvemos a su anaquel. Por mi parte, le puedo asegurar que mis labios están sellados. Nadie me oirá decir una sola palabra sobre este triste episodio.
Dicho esto, solo con el dedo corazón de la mano derecha, Maximov empuja el cartapacio por encima de la mesa, el cartapacio sorprendentemente grueso que contiene los papeles de Pavel.
Él se pone en pie, toma su cartapacio, hace una leve inclinación y ya se dispone a marchar cuando Maximov habla de nuevo.
– Si me permite que lo retenga un minuto más, aunque por una cuestión algo distinta: ¿no habrá tenido por casualidad algún contacto con la banda de Nechaev durante el tiempo que ha pasado aquí en Petersburgo, verdad?
¡Ivanov! ¡Nechaev! Así pues, esa es la razón de que le hayan convocado. Pavel, los papeles, los reparos y la puntillosidad de Maximov… ¡no eran más que una cuestión colateral, una añagaza!
– No entiendo qué relación pueda tener conmigo su pregunta -responde con rigidez. No entiendo con qué derecho me hace esa pregunta, ni qué derecho le asiste a esperar que yo conteste.
– ¡Ningún derecho! Puede usted descansar tranquilo, que no se le acusa de nada. Solamente era una pregunta. En cuanto a la relación que tenga con usted, nunca hubiese dicho que fuera algo tan difícil de adivinar. Habiendo hablado de su hijastro como ha hablado conmigo, deduje, quizá ahora sí que le sería más llevadero hablar de Nechaev. Y es que en nuestra conversación del otro día me dio la impresión de que lo que usted opta por decir muchas veces tiene un doble sentido. Era como si cada palabra llevase otra palabra oculta bajo ella, para entendernos. ¿Qué piensa al respecto? ¿Estaba yo equivocado?
– ¿Qué palabras? ¿Qué hay tras ellas?
– Eso es algo que usted tendrá que decir.
– Se equivoca. Yo no hablo con adivinanzas. Todas y cada una de las palabras que utilizo quieren decir lo que dicen. Pavel es Pavel, no Nechaev.
Con esto, se da la vuelta y se dispone a marchar. Tampoco lo llama de nuevo Maximov.
Por las sinuosas callejas del barrio de Moskovskaya lleva la carpeta hasta el número 63 de la calle Svechnoi, sube al tercer piso, a su habitación, y cierra la puerta.
Desata la cinta. El corazón le martillea de forma desagradable. Que en sus prisas hay algo desabrido es algo que no puede negar. Es como si acabara de ser devuelto a la adolescencia, a las largas y sudorosas tardes que pasaba en el dormitorio de su amigo Albert, ojeando los libros sustraídos de los anaqueles del tío de Albert. El mismo terror de que alguien lo sorprendiera con las manos en la masa (un terror en sí mismo delicioso), ese mismo enfrascarse de manera apasionada.
Recuerda que Albert le enseñó a dos moscas en pleno acto de la copulación, el macho encaramado a la espalda de la hembra. Albert tenía las moscas en la palma de la mano. «Mira», le dijo. Pellizcó con delicadeza una de las alas del macho entre las yemas de sus dedos, y dio un levísimo tirón. El ala se desprendió del cuerpo sin que la mosca prestase la menor atención. Le arrancó luego la otra. La mosca, con su rara espalda desprovista de extremidades, siguió a lo suyo. Con un gesto de desagrado, Albert arrojó la pareja de moscas al suelo y las aplastó.
Imaginó cómo sería mirar los ojos de la mosca frente a frente mientras las alas le eran arrancadas: estuvo seguro de que ni siquiera parpadearía, y puede que ni siquiera lo viese. Era como si, mientras durase el acto, su alma se introdujera en la hembra. La idea le hizo estremecerse; le dieron ganas de aniquilar a todas las moscas de la tierra.
Una respuesta infantil frente a un acto que no entendía, un acto que temía, porque a su alrededor, entre susurros y sonrisas, todos parecían insinuar que un buen día también de él se esperaría que lo realizase. «¡No lo haré, no lo haré!», quiere exclamar el niño entre jadeos. «¿Que no harás el qué?», contestan quienes lo contemplan, de improviso boquiabiertos, desconcertados. «Santo Dios, ¿de qué habla este niño tan raro?»
La carpeta contiene un diario encuadernado en cuero, cinco cuadernos pautados, de escolar, unas veinte o veinticinco hojas sueltas, aunque sujetas entre sí, un fajo de cartas atadas con un cordel y algunos panfletos impresos: folletones con textos de Blanqui y de Ishutin, un ensayo de Pisarev. Le resulta más inesperado el De Officis de Cicerón, extractos del original con una traducción al francés. Lo hojea. En la última página, con una caligrafía que no reconoce, se encuentra dos anotaciones: Salus populi suprema lex esto y, debajo, en una tinta más clara, talis pater qualis filius.
Un mensaje, o mensajes. Pero ¿de quién a quién?
Toma el diario y, sin leerlo, pasa con el pulgar las páginas como si airease una baraja. La segunda mitad está sin escribir. Con eso y con todo, el cuerpo de lo escrito no es despreciable. Echa un vistazo a la fecha de la primera entrada, el 29 de junio de 1866, día de la onomástica de Pavel. El diario tuvo que ser un regalo, sí, pero ¿de quién? No logra recordarlo. 1866 destaca en su memoria por ser exclusivamente el año de Anya, el año en que conoció a la que iba a ser su mujer, el año en que se enamoró de ella. 1866 fue un año en el que Pavel fue ignorado del todo.