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10 La chimenea de la fundición

Al llegar a casa, le sale al paso Matryona, presa de una gran agitación.

– ¡Ha venido aquí la policía, Fiodor Mijailovich! ¡Están buscando a un asesino!

Se detiene el tiempo: él se queda helado.

– ¿Por qué iban a venir aquí?

Las palabras han brotado de su boca, pero él las oye como si vinieran de lejos, como si fueran las palabras de otro.

– ¡Están buscando por todas partes, por todo el edificio!

De Anna Sergeyevna consigue una versión más ajustada de los hechos.

– Están interrogando a todos acerca de un mendigo que rondaba por la vecindad. Yo supongo que lo habré visto, pero la verdad es que no me acuerdo. Dicen que se cobijaba en este edificio.

En ese preciso instante podría revelar que Ivanov ha pasado la noche en su vivienda, pero calla.

– ¿De qué se le acusa? -prefiere preguntar.

– La policía no suelta prenda. Matryona dice que mató a alguien, pero eso es puro rumor.

– No es posible. Yo conozco a ese hombre, he hablado con él largo y tendido, y no es un asesino.

Pero luego resulta que no es un rumor. Es cierto que se ha producido un crimen: el cuerpo de la víctima, que no es otra que el mendigo, ha sido encontrado en un callejón que da a la calle. Eso lo sabe gracias al portero, y se conmueve.

Ivanov: uno de esos individuos que son como la falsa moneda, de los que se encuentran hasta en la sopa, en el lecho de muerte, en la tumba, pero no de los que suelen morir primero.

– ¿Están seguros de que no se ha muerto de frío, sin más ni más? -pregunta-. ¿Por qué tiene que haber sido un asesinato?

– Ah, está clarísimo que ha sido un asesinato -contesta el viejo con cara de sabérselo todo-. Lo que me sorprende es que se tomen tantas molestias por un don nadie.

A la hora de la cena, Matryona no habla más que del asesinato. Está exaltada: le brillan los ojos, las palabras le salen a borbotones. Por lo que a él respecta, también tiene que contar su propia historia, pero habrá de esperar hasta que su madre la apacigüe y se la lleve a dormir.

Cuando cree que la niña está dormida, comienza a contarle a Anna Sergeyevna su encuentro con Nechaev. Habla con dulzura, consciente de que el susurro de los adultos -traicionero, fascinante- puede desgarrar el sueño más profundo de los niños.

Anna Sergeyevna reconoce el nombre de Nechaev, pero parece que solo tiene una vaguísima idea de quién es. No obstante, está dispuesta a darle un consejo, y su consejo no puede ser más firme.

– Tiene que asistir a la cita. No podrá descansar tranquilo hasta que no sepa qué ocurrió realmente.

– Pero es que ya sé qué ocurrió. No necesito saber nada más.

Ella hace un gesto de impaciencia. Esa falta de nervio tan propia de él, para ella no tiene ni pies ni cabeza: ella no ve más que apatía. ¿Cómo va a conseguir él que lo entienda? Para hacerla entender, tendría que hablar con una voz que surgiera desde el fondo del agua, una voz clara y campanuda, de muchacho, que le suplicara algo desde la más profunda oscuridad «¡Cántame algo, querido padre!», tendría que decir esa voz, y ella tendría que prestar toda su atención. En algún rincón, dentro de sí, tendría que encontrar no ya la voz, sino también las palabras, las palabras verdaderas. Aquí y ahora carece de las palabras. Quizá -tiene un presentimiento- le están esperando en alguna de las antiguas baladas. Pero la balada no está en ningún libro: está en algún lugar, en el corazón del pueblo ruso, que él no alcanza. O quizá se encuentre en el corazón de un niño.

– Pavel no es vengativo -dice por fin para zanjar la disputa-. Sea quien sea el que lo mató, eso ya es agua pasada. Se ha cortado la cuerda, está libre de esa persona. Quiero que él me lo enseñe. No quiero que me emponzoñe el deseo de venganza.

Hay mucho más que decir, pero ahora no puede. Como, por ejemplo, que Pavel no tiene ganas de relatar cómo cayó al vacío. Que Pavel por encima de todo está solo, y que en su soledad necesita arrullos y consuelo, que necesita garantías de que no será abandonado al fondo de las aguas.

Se hace el silencio entre la mujer y él. Desde el domingo, es la primera vez en que están solos los dos. Ella parece fatigada. Tiene alicaídos los hombros, las manos fláccidas, arrugas en el cuello. Es más vieja que su esposa, vuelve a recapacitar: no es de una generación anterior, pero por poco. Ojalá no hubiese tenido que verlo. Es demasiado reciente su regreso tras el encuentro con Nechaev, joven y demoníaco, pictórico de energía, tal como son todos los demonios inferiores. Impulsivamente, le toma de la mano. Ella levanta la mirada sorprendida.

– Yo no le apremio a la venganza -dice ella con lentitud-. Tiene toda la razón, Pavel no era de natural vengativo, pero sí tenía muy claro qué es lo correcto, qué es justo. No falte a su cita. Descubra todo lo que pueda. Si no, nunca quedará en paz consigo mismo.

Él aún le sostiene la mano. En ella nota una leve presión que responde a la suya, y que solo puede ser amabilidad.

Justicia reflexiona. Una gran palabra, tal vez demasiado grande. ¿Puede trazar alguien una línea precisa entre la justicia y el ánimo de venganza? -como ella parece atónita, añade-: ¿No es esa la originalidad de Nechaev, hacerse llamar la Venganza del Pueblo, y no la Justicia del Pueblo? Al menos es sincero.

– ¿De veras? ¿Es eso lo que el pueblo quiere oír, que es la venganza lo que persigue con tanto ahínco, y no la justicia? Yo no lo creo. ¿Por qué iba a tomarse en serio el pueblo a Nechaev? ¿Por qué iba a tomárselo nadie en serio, si no es más que un estudiante, un joven excitable? Después de todo, ¿qué poderes tiene?

– No es el poder de la vida, desde luego, sino el poder de la muerte. Si lleva dentro el ánimo necesario para hacerlo, el niño puede matar igual que mata el hombre. Es posible que esa sea la originalidad de Nechaev: que dice con todas las letras lo que nosotros ni siquiera osamos imaginar acerca de nuestros hijos, aparte de ser portavoz de algo insensato y brutal que ahora arrasa en la joven Rusia. Nosotros no queremos saberlo, y hacemos oídos sordos. Luego viene él con el hacha y verá si lo oímos, ya verá.

La mano de ella, que ha tenido vida propia, de pronto se vuelve inerte. Es una mujer de sentimiento, piensa él cuando la suelta. Como su hija. Y puede que se sienta herida con la misma facilidad.

Desea abrazarla, estrecharla, reparar lo que se haya fracturado. Tendría que poner fin a esta conversación, que a ella solo le repele, la lleva a perder afecto. Pero no lo hace.

– Al fin y al cabo, nunca será posible reclutar a nadie para la causa si se invoca un espíritu que a la gente le resulte ajeno, que nada signifique. Nechaev tiene discípulos y seguidores entre los jóvenes porque hay en ellos un espíritu que responde al espíritu que él encarna. Él no lo explica de esta manera, por supuesto. Él dice ser un materialista. Pero eso no es más que la jerga que se lleva ahora. La verdad, para mí, es que tienen lo que los griegos llamaban daimon. Ese daimon le habla directamente, y es la fuente de su energía.

Vuelve a decirse: ahora he de callar, solo que esas palabras secas y mortales siguen viniéndole a los labios. Sabe que ha perdido el contacto que le unía a ella.

Ese mismo daimon tuvo que estar en Pavel. Si no, ¿por qué habría respondido Pavel a su llamamiento? Es grato pensar que Pavel no era de talante vengativo. Es grato pensar bien de los muertos. Pero eso a él solo le adula. No nos pongamos sentimentales; en la vida de cada día fue tan vengativo como cualquier otro joven.

Ella se ha puesto en pie. Él cree saber qué palabra va a decir ella; aunque solo sea por las formas, está listo para defenderse. Se hace pasar por el padre de Pavel, pero yo no creo que le quisiera… Es lo que se está esperando. Pero se equivoca.

– Yo no sé nada de ese anarquista, de ese Nechaev dice ella-, pero a medida que le escucho hablar, se me hace difícil saber cuál de los dos, Nechaev o usted, desea más que Pavel perteneciese a ese partido de la venganza. Yo no soy nada de Pavel, no soy su madre, ni mucho menos, pero a él y a su memoria les debo mi protesta. Nechaev y usted deberían librar sus pugnas sin arrastrarlo a él a la pelea.

– Nechaev no es un anarquista. Ese es el error que comete todo el mundo. Es otra cosa muy distinta.

– Anarquista, nihilista o lo que sea, ¡no quiero oír ni una palabra más! ¡No quiero que las luchas intestinas y el odio se adentren en mi casa! ¡Bastante alterada está ya Matryona; no quiero que se contagie más de todo esto!

– No es anarquista ni tampoco nihilista -prosigue él con terquedad. Al ponerle etiquetas, se le escapa lo que tiene de único. Él no actúa en nombre de las ideas; actúa cuando siente que la acción se le agita en el cuerpo. Es un sensualista, un extremista de los sentidos. Aspira a vivir en un cuerpo al límite de la sensación, al límite del conocimiento corporal. Por eso puede decir que todo está permitido. ¿Por qué iba a decir tal cosa si no fuera tan indiferente a la hora de explicarse a sí mismo?

Hace una pausa; de nuevo cree saber qué quiere decirle ella. Mejor dicho, sabe qué quiere decirle, aunque ella no lo sepa: ¿ Y usted? ¿ Tan distinto se cree?

– ¿Por qué cree que escoge el hacha? -sigue diciendo-. Si se para a pensar en el hacha, en lo que significa…

Alza las manos en un gesto de desesperación. No acierta a encontrar con decencia las palabras adecuadas. El hacha, el instrumento de la venganza del pueblo, el arma del pueblo, tosca, pesada, incontestable… oscila gracias al peso del cuerpo que la empuña, un cuerpo y un peso vital de odio y de resentimiento, almacenados en ese cuerpo, balanceados con siniestro placer.

Se hace el silencio entre ellos.

– Hay personas a quienes las sensaciones no les llegan por medios naturales -dice por fin, más ponderado-. Así se me presenta Sergei Nechaev desde el principio un hombre que, por ejemplo, no podría mantener una relación natural con su mujer. Me pregunté incluso si no sería eso lo que está detrás de sus múltiples resentimientos. Pero tal vez así haya de ser en el futuro: ya no se tendrán sensaciones por los medios de antaño. Esos medios se habrán agotado del todo. Me refiero al amor. Habrá quedado gastado, agotado. Y habrá que encontrar nuevos medios.

– Ya basta -dice ella-. No quiero hablar más. Son más de las nueve. Si tiene la amabilidad de irse… Él se pone en pie, inclina la cabeza, se marcha.

A las diez en punto acude a la cita en la Fontanka. Sopla un viento huracanado, llueve a ráfagas y se erizan las negras aguas del canal. Las farolas del muelle desierto crujen en un nervioso concierto de aldabeos discordantes. De los tejados y de las alcantarillas llega el gorgoteo del agua.

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