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11 El Paseo

Durante la semana transcurrida desde la última vez que tuvieron relaciones íntimas, se ha levantado entre Anna Sergeyevna y él una barrera de incómoda formalidad. Los modales con que ella le trata han terminado por ser tan constreñidos que él está seguro de que la niña, que observa y escucha a todas horas, habrá llegado a la conclusión de que ella desea que se marche cuanto antes de la casa.

¿En beneficio de quién mantienen los dos esa apariencia de distanciamiento? No por ellos, eso está bien claro. Solamente la mantienen a ojos de los niños, los dos: la presente y el ausente.

Sin embargo, él anhela tenerla en sus brazos otra vez. Tampoco cree que ella sea del todo indiferente. A solas, se siente como un perro que da vueltas persiguiéndose el rabo, en círculos más cerrados cada vez. Con ella, a salvo en la oscuridad, tiene el palpito de que sus extremidades se distenderán y su espíritu quedará liberado, el espíritu que en estos momentos parece anudado a su cuerpo por los hombros, las caderas y las rodillas.

En la médula de su anhelo radica un deseo que en la primera noche aún no había reconocido plenamente, pero que ahora parece haberse centrado en el olor de ella. Como si los dos fuesen animales, a él le atrae algo que husmea en el aire alrededor de ella, el olor del otoño, el olor de las avellanas en particular. Ha comenzado a comprender cómo viven los animales y también los niños pequeños, atraídos o repelidos por las neblinas, las auras, los ambientes. Se ve a sí mismo encima de ella como un león, acariciándole con el hocico el cabello del cuello, enterrando el morro en su axila, frotándose la cara contra su entrepierna.

La puerta no tiene cerrojo. No es concebible que la niña se adentre en el cuarto a una hora como esta, y que llegue a verlo en ese estado de… Se aproxima a la palabra con disgusto, pero es la única palabra acertada: ese estado de lujuria. Y son muchos los niños que padecen sonambulismo: también podría ella levantarse en mitad de la noche y entrar en su cuarto sin haberse despertado siquiera. ¿Se transmiten de madres a hijas estos olores tan íntimos? ¡Pensamientos descarriados, deseos escarriados! Todos tendrán que ser enterrados en su interior, escondidos para siempre, de todos, salvo de uno. Y es que Pavel ahora está en su interior, y Pavel nunca duerme. A lo sumo puede rezar para que una debilidad que en tiempos habría repugnado al muchacho ahora le lleve una sonrisa a los labios, una sonrisa divertida y tolerante.

Tal vez también Nechaev, cuando haya cruzado el río oscuro camino de la muerte, cese de ser un lobo y aprenda a sonreír de nuevo.

Y así aguarda frente a la tienda de Yakovlev a la noche siguiente, cuando por fin sale Anna Sergeyevna. Cruza la calle y saborea la sorpresa que le produce verlo.

– ¿Damos un paseo? -le propone.

Ella se abriga, ciñéndose el chal sobre los hombros.

– No sé. Matryosha estará esperándome.

No obstante, dan un paseo. El viento ha dejado de soplar, el aire es frío y tonificante. Por las calles, a su alrededor, se nota un placentero bullicio. Ninguno de los dos presta atención a lo que sucede. Podrían ser cualquier pareja casada.

Ella lleva una cesta que él le quita de las manos. Le gusta cómo camina ella, con largas zancadas, los brazos cruzados bajo los pechos.

– Tendré que marcharme muy pronto -le dice.

Ella no contesta.

La cuestión de su esposa se interpone ahora delicadamente entre los dos. Al aludir a su partida, se siente como el jugador de ajedrez que ofrece un peón, y que tanto si es aceptado como rechazado, complicará posteriormente la partida ¿Son los asuntos entre hombres y mujeres siempre como este, en el cual uno trama y el otro urde una trama opuesta? ¿Es la trama un elemento del placer, ser el objeto de las intrigas del otro, dejarse llevar a una esquina y verse dulcemente presionado hasta capitular? Mientras ella camina a su lado, ¿no estará también a su manera tramando algo contra él?

– Tan solo espero que la investigación siga su curso. Ni siquiera he de quedarme hasta su resolución. Lo único que quiero son los papeles, para mí, el resto carece de importancia.

– ¿Y entonces se vuelve a Alemania?

– Sí.

Han llegado al paseo fluvial. Al cruzar la calle, él la toma del brazo. Al lado el uno del otro, se apoyan en la barandilla, mirando el agua.

– No sé si detestar esta ciudad por lo que hizo a Pavel -dice- o si sentirme más estrechamente unido a ella por eso mismo, porque ahora es el hogar de Pavel. Ya nunca lo abandonará, nunca viajará tal como deseaba.

– Qué ridiculez, Fiodor Mijailovich -replica ella con una sonrisa de soslayo. Pavel va con usted; usted es su auténtico hogar. Él va en su corazón, y viaja con usted por donde quiera que vaya. Salta a la vista.

Le toca el pecho levemente con la mano enguantada.

Él siente que se le desboca el corazón, como si las yemas de sus dedos hubiesen tocado de hecho el órgano. Pura coquetería. ¿De eso se trata, o es que el gesto brota con naturalidad del corazón de Anna Sergeyevna? Lo más natural del mundo sería tomarla ahora en sus brazos. Él nota sin lugar a dudas que su mirada está devorando su boca bien delineada, en la que aún luce una sonrisa. Y ella no se defiende de esa mirada. No es una mujer joven; no es una niña. Se miran uno a otro por encima del cuerpo de Pavel, y los dos lanzan sus desafíos. El parpadeo de una idea: ¡si al menos él no estuviera aquí…! Luego, la idea se desvanece a la vuelta de una esquina.

A un vendedor callejero le compran unos pastelillos de pescado para la cena. Matryona abre la puerta, pero cuando ve quién viene con su madre se da la vuelta y se va. En la mesa está de un humor irritante, e insiste en que su madre preste atención a un largo y confuso relato de una pelea habida en la escuela entre una compañera y ella. Cuando él interviene para defender tímidamente a la otra niña, Matryona suelta un bufido y no se digna contestar.

Ella ha tenido que notar algo, él lo sabe, e intenta reclamar a su madre, afirma que le pertenece a ella ¿Por qué no? Tiene todo el derecho. Sin embargo, ¡si al menos ella no estuviera aquí! Esta vez no reprime la idea. Si no estuviese la niña, él no malgastaría ni una palabra más. Apagaría la luz de un soplido y, a oscuras, los dos se encontrarían de nuevo. Disfrutarían de la cama grande para ellos solos, la cama de viuda, la cama viuda del cuerpo de un hombre desde hace… ¿Cuánto dijo? ¿Cuatro años?

Tiene una visión de Anna Sergeyevna que resulta cruda por su sensualidad manifiesta. Tiene las enaguas levantadas, de modo que por debajo quedan los pechos desnudos. Él se encuentra entre sus piernas: los largos y pálidos muslos de ella lo estrechan. Tiene la cara ladeada, los ojos cerrados, respira jadeando. Aunque el hombre que copula con ella no es otro que él mismo, de algún modo él lo ve todo como si estuviera junto a la cama. Son los muslos de ella los que dominan la visión: sus manos se curvan en torno a ellos, él se los aprieta contra los flancos.

– Venga, acábate lo que tienes en el plato -apremia la madre a su hija.

– No tengo hambre, me duele la garganta -se queja Matryona. Juguetea con la comida un momento más, luego la aparta a un lado.

Él se pone en pie.

– Buenas noches, Matryosha. Espero que mañana te encuentres mejor.

La niña no se toma la molestia de contestar. Él se retira, la deja en posesión del campo.

Reconoce la fuente de la visión: una postal que hace años compró en París y que destruyó junto al resto de su colección de postales eróticas cuando se casó con Anya. Una jovencita de largo cabello negro que yacía bajo un hombre bigotudo. amor gitano, decía la leyenda con mayúsculas alambicadas. Sin embargo, las piernas de la muchacha eran gruesas en la postal, y sus carnes fláccidas; vuelta hacia el hombre (que se sostenía erguido con rigidez sobre los brazos), su cara parecía desprovista de toda expresión. Los muslos de Anna Sergeyevna, de la Anna Sergeyevna que él recuerda, son más esbeltos, más fuertes; hay algo que parece decidido en su forma de aferrarlo, algo que él relaciona con el hecho de que no sea una jovencita, sino una mujer madura, ávida. Madura plenamente, y por tanto abierta (esa es la palabra que se insinúa con insistencia) a la muerte. Un cuerpo en sazón, listo para la experiencia, pues sabe que no por siempre ha de vivir. Es un pensamiento excitante, pero también perturbador. A esos muslos les da igual quién se encuentre apresado entre ellos; visto desde arriba, desde un lado de la cama, el hombre de la imagen es y no es él.

Hay una carta sobre su cama, apoyada contra la almohada. Por un instante piensa despavorido que es de Pavel, que se ha materializado en el cuarto. Pero la letra es de la niña. «He intentado dibujar a Pavel Aleskandrovich», dice (con la falta al escribir el nombre), «pero no me sale bien. Si quieres, colócalo en la hornacina. Matryona.» En el reverso hay un dibujo a lápiz, algo desvaído, de un joven con la frente despejada y los labios carnosos. El dibujo es tosco, la niña no sabe aplicar sombras; no obstante, en la boca, y particularmente en la mirada osada, ha logrado captar a Pavel.

– Sí -susurra-, sí, lo pondré en la hornacina.

Se lleva la imagen a los labios, la apoya contra la palmatoria y enciende una nueva vela.

Sigue mirando la llama cuando una hora más tarde llama a la puerta Anna Sergeyevna.

– Le traigo su ropa limpia -dice.

– Pase, siéntese.

– No, no puedo. Matryosha está inquieta; creo que no está nada bien.

No obstante, toma asiento al borde de la cama.

– Nos tienen firmes los dos, estos hijos nuestros -comenta él.

– ¿Que nos tienen firmes?

– Velan por nuestra moral. Nos tienen separados.

Es un alivio que no esté la mesa del comedor entre ambos. También la vela aporta una reconfortante placidez.

– Lamento que tenga que marcharse-dice ella, pero tal vez sea mejor que se marche de esta triste ciudad. Tal vez sea lo mejor para usted y también para su familia.

– Estarán echándole de menos. Y usted también les echará de menos.

– Cuando regrese, seré una persona distinta. Mi mujer no me reconocerá. O sí, pensará que me conoce, pero estará equivocada. Preveo que serán tiempos difíciles para todos. Yo estaré pensando en usted. ¿Cómo la llamaré en mis pensamientos? Mi mujer también se llama Anna, ya ve.

– Ese es mi nombre antes de que fuera el suyo -responde ella de modo cortante, sin ánimo de jugar. De nuevo lo ve con claridad meridiana: si ama a esta mujer, es en parte por no ser joven. Ya ha cruzado una línea a la que aún ha de llegar su esposa. Puede o no puede serle más querida, pero definitivamente está más cerca de él.

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