El salto de la intimidad renovada al renovado alejamiento, a la falta de afecto, lo deja perplejo y hundido en la melancolía. Se debate entre el ansia de hacer las paces con esa mujer difícil, susceptible, y la exasperada urgencia de lavarse las manos no solo para desentenderse de una historia que no guarda la menor compensación, sino también de una ciudad de luto, de duelo y de intrigas, con la que ya no percibe ningún lazo vivo que le una.
Trastabilla. ¡Pavel!, susurra al intentar recuperar el equilibrio. Pero Pavel le ha soltado la mano, Pavel ya no lo salvará.
Se pasa la mañana encerrado, sentado con los brazos en torno a las rodillas, la cabeza inclinada. No está solo, aunque la presencia que siente en el cuarto no es la de su hijo. Es la de un millar de inicuos demonios que bullen en el aire como langostas recién sueltas de un tarro.
Cuando por fin se anima a levantarse, es solo para quitar las dos imágenes de Pavel, el daguerrotipo que se trajo de Dresde y el esbozo que dibujó Matryona, envolverlas cara a cara y guardarlas.
Sale a presentarse como cada día en la comisaría. A su vuelta, Anna Sergeyevna ya está en casa, horas antes que de costumbre, y en un cierto estado de agitación.
– Hemos tenido que cerrar la tienda -dice-. Durante todo el día ha habido escaramuzas entre los estudiantes y la policía. Sobre todo el barrio de Petrogradskaya, aunque también a este lado del río. Todos los comercios han cerrado; es demasiado peligroso andar por la calle. El sobrino de Yakovlev volvía del mercado con la carreta y le tiraron un adoquín sin motivo ninguno. Le dio en la muñeca; tiene muchos dolores, no puede mover los dedos, creen que se ha roto un hueso. Dice que los obreros se han sumado a las escaramuzas. Y los estudiantes han vuelto a prender hogueras.
– ¿Podemos ir a verlo? -grita Matryona desde la cama.
– ¡Pues claro que no, hija! Es peligroso. Además, sopla un viento helado.
No da el menor indicio de recordar lo ocurrido la noche anterior.
Él sale de nuevo, se refugia en un salón de té. En los periódicos no se dice nada de las escaramuzas en las calles, pero sí hay un recuadro que anuncia que, debido «a la extendida indisciplina entre el cuerpo estudiantil», la universidad permanecerá cerrada hasta nuevo aviso.
Son más de las cuatro. A pesar del viento cortante, se encamina al este, siguiendo la orilla del río. Todos los puentes están cortados; los gendarmes de uniforme azul cielo y casco con plumas montan guardia con las bayonetas caladas. En la orilla opuesta resplandecen las hogueras a la luz del crepúsculo.
Sigue el curso del río hasta llegar a ver de lejos los primeros almacenes saqueados y humeantes. Ha empezado a nevar; los copos de nieve se quedan en nada al contacto con las maderas calcinadas.
No cuenta con que Anna Sergeyevna vuelva a su lado. Pero lo hace, y con tan pocas explicaciones como antes. Como Matryona se encuentra en la habitación contigua, su furor al hacer el amor le sorprende por su intrepidez.
Sus jadeos y sus gritos solamente los sofoca a medias; no son ni han sido nunca sonidos de placer animal, según empieza a comprender, sino el medio que emplea para entrar en un trance erótico.
Al principio, su intensidad pasa por encima de él como un ciclón. Hay un largo trecho durante el cual pierde de nuevo el sentido y no sabe quién es él, quién es ella. Alrededor de ambos se cierra una incandescente esfera de placer; dentro de la esfera flotan como gemelos, girando lentamente.
Nunca ha conocido a una mujer que se entregue tan sin reservas a lo erótico. No obstante, cuando Anna alcanza el frenesí, él comienza a alejarse. Hay en ella algo que parece ir cambiando. Las sensaciones que en su primera noche juntos tenían lugar en las profundidades de su cuerpo ahora parecen emigrar hacia la superficie. De hecho, se está poniendo «eléctrica», como tantas otras mujeres que él ha conocido.
Ella ha insistido en dejar encendida la vela en la mesilla. A medida que se acerca al clímax, sus ojos oscuros lo miran a la cara con más y más atención, incluso cuando le tiemblan los párpados y comienza a estremecerse.
En un momento determinado musita una palabra que él solo entiende a medias.
– ¿Qué? -le pregunta. Pero ella se limita a sacudir la cabeza de un lado a otro, con los dientes bien apretados.
A medias, sí, aunque sabe no obstante qué es: demonio. Es una palabra que él mismo emplea, aunque no puede creer que sea en el mismo sentido que le da ella. El demonio: ese instante en que se inicia el clímax y el alma se retuerce al salir del cuerpo para comenzar su espiral descendente hacia el olvido. Cuando agita la cabeza de lado a lado, con las mandíbulas bien prietas, no es difícil verla también a ella como si la poseyera el demonio.
Por segunda vez, e incluso con mayor ferocidad, se arroja a copular con él. Pero el pozo se ha secado, y bien pronto los dos lo saben.
– ¡No puedo! -jadea ella al quedarse inmóvil. Con las manos levantadas y abiertas, yace como si se hubiera rendido. ¡No puedo seguir!
Comienzan a rodarle las lágrimas por las mejillas.
La vela arde intensamente. Él estrecha su cuerpo desmadejado. Las lágrimas le siguen brotando sin que haga nada por impedirlo.
– ¿Qué sucede?
– No tengo fuerzas para seguir. He hecho todo lo posible, estoy agotada. Por favor, ahora déjanos en paz.
– ¿Que os deje en paz?
– Sí, a nosotras, a las dos. Nos estamos ahogando bajo tu peso. No podemos respirar.
– Haberlo dicho antes. Yo había entendido las cosas muy de otro modo.
– No te echo la culpa. He intentado encargarme yo de todo, pero ya no puedo más. Me he pasado el día entero de pie, no dormí anoche, estoy agotada.
– ¿Piensas que te he utilizado?
– Sí, bueno, no de esa manera, pero sí me utilizas como medio para llegar a mi hija.
– ¡A Matryona! ¡Qué estupidez! No lo dirás en serio, ¿verdad?
– Muy en serio. Es verdad, y cualquiera se dará cuenta. Me utilizas como medio para llegar a ella, y no lo puedo soportar. -Se sienta en la cama, cruza los brazos sobre los pechos desnudos y se balancea con tristeza de adelante hacia atrás. Estás poseído por algo que no alcanzo a comprender. Parece como que estás aquí, pero en realidad no lo estás. Yo estaba muy dispuesta a ayudarte, porque… Los hombros se le estremecen sin que pueda remediarlo. Pero ya no puedo más.
– ¿Por Pavel?
– Sí, por Pavel, por lo que tú dijiste. Estaba dispuesta a intentarlo al menos. Pero me cuesta demasiado, me agota. Nunca habría llegado tan lejos, de no ser porque me daba miedo que utilizaras a Matryosha de la misma forma.
Él alza la mano y le cubre los labios.
– Baja la voz. Esa es una acusación terrible. ¿Qué es lo que te ha dicho la niña? Nunca le pondría un dedo encima, lo juro.
– ¿Que lo juras? ¿Y por quién? ¿En qué, en quién crees tú como para ponerlo por testigo? De todos modos, no tiene nada que ver con que le pongas las manos encima, bien lo sabes. Y no me digas que me calle -aparta la ropa de cama y busca su bata. Tengo que estar sola; si no, me volveré loca.
Una hora más tarde, cuando está a punto de quedarse dormido, ella vuelve a su cama; viene con calor en la piel, se aferra a él, le entrelaza con las piernas.
– No tengas en cuenta lo que he dicho le dice. Algunas veces pierdo la razón y no soy la que soy, tienes que acostumbrarte a eso.
Él vuelve a despertar una vez más en plena noche. Aunque las cortinas están cerradas, el cuarto está iluminado como si hubiese luna llena. Se levanta y se asoma a la ventana. Las llamaradas se yerguen en la noche a menos de un kilómetro de distancia. Al otro lado del río, el incendio es tan enorme que podría jurar que nota el calor.
Vuelve a acostarse con Anna. Es así como los encuentra Matryona por la mañana: su madre, con el pelo revuelto, está profundamente dormida y abrazada por él, y ronca ligeramente; él acaba de abrir los ojos y ve a la niña muy seria en la puerta.
Una aparición que muy bien podría ser un sueño. Pero él sabe que no lo es. Ella lo ve todo, todo lo sabe.