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– Gracias, mi querida Anna. Escucho sus palabras, me llegan al corazón. Pero cuando le hablo de ahorrarme el daño, cuando le hablo del porqué estoy aquí, no me refiero a esta vivienda, ni tampoco a Petersburgo. Lo que quiero decir es que no estoy aquí en Rusia, en estos tiempos que corren, para llevar una vida libre de daño. Se me exige vivir… ¿Cómo llamarlo? ¿Una vida rusa? Una vida dentro de Rusia, o con Rusia bien dentro de mí, sea lo que sea Rusia. No es un destino del que me pueda evadir.

»Lo cual no significa que pregone a los cuatro vientos la importancia que tiene. No es la mía una vida que soporte un examen detenido. De hecho, no es del todo una vida, sino más bien un precio, una moneda. Es algo que pago por escribir. Eso es lo que Pavel no entendió nunca: que yo también pago.

Ella frunce el ceño. El entiende ahora de dónde saca Matryona el amaneramiento. Qué poca paciencia cuando se trata de desgarrarse las entrañas. Bien, ¡pues merece todos los honores por eso mismo! En Rusia hay demasiada afición a desgarrarse las entrañas.

No obstante, yo también pago: lo diría otra vez si ella sufriese al oírlo. Lo diría otra vez, y diría más. Pago y vendo: esa es mi vida. Vendo mi vida, vendo la vida de los que me rodean, los vendo a todos. Soy un Yakovlev que comercia con las vidas de todos. La finesa, a fin de cuentas, tenía razón: un Judas, no un Jesús. La vendo a usted, vendo a su hija, vendo a todos los seres que amo. Vendo vivo a Pavel y ahora venderé al Pavel que llevo dentro, si encuentro la manera de hacerlo. Espero encontrar también la manera de vender a Sergei Nechaev.

Una vida sin honor: traición sin límites, confesiones sin fin.

Ella interrumpe sus pensamientos.

¿Todavía tiene previsto marcharse?

– Sí, por supuesto.

– Se lo pregunto porque hay una persona interesada por el cuarto. ¿Adonde piensa ir?

– Primero, a ver a Maykov.

– Pensé que había dicho que no podía ir a verlo.

– Él me prestará dinero, eso es seguro. Le diré que lo necesito para volver a Dresde. Luego encontraré algún otro sitio donde quedarme.

– ¿Por qué no regresa a Dresde? ¿No resolvería así todos sus problemas?

– La policía aún tiene confiscado mi pasaporte. Y existen otras consideraciones.

– Se lo digo porque seguramente usted ha hecho todo lo posible. Seguramente, en Petersburgo ya solo puede perder el tiempo.

¿Es que no ha oído lo que él acaba de decir? ¿O es que intenta provocarle? Se pone en pie, recoge los papeles, se vuelve hacia ella.

– No, mi querida Anna, no estoy perdiendo el tiempo, ni mucho menos. Tengo toda clase de razones para seguir aquí. No hay en el mundo nadie que tenga más razones. Y seguro que en el fondo de su corazón usted lo sabe.

Ella sacude la cabeza.

– No, no lo sé- murmura, aunque es la voz de una persona lista para que la contradiga el otro.

– Hubo un tiempo en que estuve convencido de que usted podría conducirme hasta Pavel. Me imaginé que iríamos los dos en una barca, usted en la proa, pilotando entre la neblina. Esa imagen era tan clara como la vida misma. Puse en usted toda mi confianza.

Ella vuelve a sacudir la cabeza.

– Tal vez me equivocase en los detalles, pero el sentimiento no era equivocado. Desde el principio tuve ese sentimiento hacia usted.

Si ella quisiera detenerlo, tendría que detenerlo ahora. Pero no lo hace. Parece en cambio: beber sus palabras tal como bebe agua una planta. ¿Y por qué no?

– Nos lo pusimos muy difícil los dos, yendo tan deprisa… a donde llegamos tan deprisa-sigue.

– Yo también tuve la culpa- apostilla ella. Pero ahora no quiero hablar de eso.

– Ni yo. Déjeme decir tan solo que durante esta semana pasada he terminado por comprender cuánto significa para nosotros la fidelidad, para los dos. Hemos tenido que recuperar nuestra fidelidad. ¿Me equivoco?

La examina con gran atención, pero ella solo espera a que él diga más: espera a estar segura de lo que significa la fidelidad.

– Quiero decir, por su parte, la fidelidad hacia su hija. Por la mía, claro está, la fidelidad hacia mi hijo. No podemos amar mientras no contemos con sus bendiciones. ¿Me equivoco?

Aunque sabe que ella está de acuerdo, aún no va a decir palabra. Contra esa suave resistencia sigue presionando.

– Me gustaría tener un hijo suyo.

Ella se sonroja.

– ¡Qué disparate! Ya tiene una esposa y una hija.

– Son de otra familia. Usted es de la familia de Pavel, igual que Matryona. Las dos lo son, y yo también soy de la familia de Pavel.

– No entiendo qué quiere decir.

En el fondo, sí que lo entiende.

– ¡En el fondo, no lo entiendo! ¿Qué es lo que está proponiendo? ¿Que críe a un niño cuyo padre vivirá en el extranjero, y que quizá me envíe un dinero por correo? ¡Es absurdo!

– ¿Por qué? Usted cuidó de Pavel.

– ¡Pavel era un inquilino, no era un niño!

– No tiene que tomar aún ninguna decisión.

– Pero pienso decidirlo ahora mismo. ¡De ninguna manera! Ya sabe cuál es mi decisión.

– ¿Y si estuviese embarazada?

Ella se enoja.

– ¡Eso no es asunto suyo!

– ¿Y si yo no regresara a Dresde? ¿Y si me quedase aquí y enviase en cambio el dinero a Dresde?

– ¿Aquí? ¿En el cuarto que me sobra? ¿En Petersburgo? Pensé que la razón por la cual no puede quedarse en Petersburgo es que sus acreedores terminarán por meterlo en la cárcel.

– Puedo saldar mis deudas. Me bastaría con un solo éxito.

Ella se echa a reír. Es posible que esté enojada, pero no ofendida. A ella le puede decir lo que sea. ¡Qué contraste con Anya! Con Anya correrían las lágrimas, atronarían los portazos, le haría falta una semana de súplicas para gozar otra vez de su favor.

– Fiodor Mijailovich-dice ella, mañana despertará y no recordará ni palabra de todo esto. No fue más que una idea descabellada. No la ha pensado a fondo ni por un instante.

– Tiene toda la razón. Así se me ha ocurrido. Y por eso tengo confianza en esa idea.

No se entrega a sus brazos, pero tampoco lo rechaza bruscamente.

– ¡Eso es bigamia! -dice suavemente, en tono de burla, y de nuevo se estremece al reír. Luego, en un tono más pausado, añade: ¿Le gustaría que viniese esta noche con usted?

– No hay en el mundo nada que desee tanto.

– Pues ya veremos.

A media noche regresa.

– No puedo quedarme dice, pero ya está cerrando la puerta a sus espaldas.

Hacen el amor como si pendiera sobre ellos una sentencia de muerte, absortos, embebidos. Hay momentos en que él no sabe quién es quién, quién el hombre, quién la mujer; momentos en que son como esqueletos, ensambladuras de huesos y ligamentos apretados uno contra el otro, la boca contra la boca, el ojo contra el ojo, entrelazadas las costillas, enredados los huesos de las piernas.

Después, ella yace con él en la cama estrecha, apoyada la cabeza sobre su pecho, con una pierna montada grácilmente sobre las suyas. A él la cabeza le da vueltas dulcemente.

– ¿Así que esto tenía por finalidad lograr el nacimiento del salvador? -murmura ella. Y como él no entiende, añade: Todo un río de simiente. Ya veo que querías estar bien seguro. La cama está empapada.

Esta blasfemia le interesa. Cada vez encuentra en ella algo nuevo y sorprendente. Es inconcebible que, si se va de Petersburgo, no regrese algún día. Es inconcebible que no la vuelva a ver.

– ¿Por qué dices salvador?

– ¿No es eso lo que habrá de hacer, salvarte, salvarnos a los dos?

– ¿Cómo estás tan segura de que será un salvador?

– Ah, porque una mujer entiende estas cosas.

– ¿Qué pensará Matryosha?

– ¿Matryosha? ¿De un hermanito? No hay nada que le pueda complacer más. Podría ser su madrecita hasta saciar su corazón de contento.

Aparentemente, su pregunta es por Matryosha, pero en realidad no es más que la versión desviada de otra pregunta, una pregunta que no llega a formular, porque ya conoce la respuesta. Pavel no dará la bienvenida a un hermano. Pavel lo agarraría del pie y estamparía los sesos contra la pared. Para Pavel nunca sería un salvador, sino un farsante, un usurpador, un taimado diablillo vestido de carne regordeta de bebé. ¿Y quién podría jurar que se equivocaba?

– ¿Siempre lo saben las mujeres?

– ¿Quieres decir si sé con seguridad si estoy preñada? No te preocupes, no pasará -y añade-: Si me quedo un poco más, me quedaré dormida.

Arroja a un lado la ropa de cama y pasa por encima de él. A la luz de la luna encuentra sus ropas y se viste.

Él siente una especie de aguijonazo. Se revuelven los recuerdos de antiguas sensaciones; el joven que hay en él, que todavía no ha muerto, intenta hacerse oír; el cadáver que hay en él aún no está enterrado. Muy poco le falta para caer a plomo y enamorarse de un modo tal que no habría reservas de prudencia suficientes para salvarle. De nuevo el vértigo, la enfermedad o una versión distinta.

Ese impulso es fuerte, pero al final remite. Es fuerte, aunque no lo suficiente. Nunca volverá a ser lo bastante fuerte, a menos que encuentre una muleta en alguna parte.

– Ven un momento -le susurra.

Ella se siente en la cama; él le toma la mano.

– ¿Puedo hacer una sugerencia? No creo que sea buena idea que Matryosha se relacione con Sergei Nechaev y con sus amigos.

Ella retira la mano.

– Pues claro que no. Pero ¿a qué viene eso ahora? -su voz es fría, cortante.

– Es que no creo que sea bueno dejarla sola en casa cuando él puede venir de visita.

– ¿Qué estás proponiendo?

– ¿No puede pasar el día abajo, con Amalia Karlovna, hasta que tú regreses a la casa?

– Es mucho pedirle a una anciana que cuide de una niña enferma, sobre todo si se piensa que Matryosha y ella no se llevan nada bien. ¿Por qué no es suficiente con decirle a Matryosha que no abra la puerta a ningún desconocido?

– Porque no te das cuenta del alcance que tiene aquí el poder de Nechaev sobre ella.

Anna se levanta.

– Esto no me gusta dice. No veo por qué hemos de hablar de mi hija en plena noche.

El ambiente entre ellos dos es de pronto más glacial que nunca.

– ¿Es que no puedo ni decir su nombre sin que te vuelvas tan irritable? -le pregunta ya desesperado-. ¿O es que piensas que sacaría este asunto a colación si su bienestar no me importase muchísimo?

Ella no contesta. La puerta se abre y se cierra.

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