Ha nevado copiosamente durante la noche. Al salir a la intemperie, le aturde esa súbita blancura. Se para en seco y se agacha, abrumado por la sensación de rotar no de izquierda a derecha, sino de arriba a abajo. Si intenta moverse, lo nota, se caerá de bruces al suelo.
No puede ser más que el preludio de un ataque. A rachas de aturdimiento y de palpitaciones cardiacas, al estar exhausto e irascible, ese ataque ha venido anunciándose durante varios días, sin llegar a producirse nunca. A no ser que el estado en que vive a cada paso pueda considerarse un ataque.
De pie a la entrada del número 63, preocupado por lo que está pasando dentro de sí, no oye nada hasta notar que el brazo le es sujetado con fuerza. Sobresaltado, abre los ojos. Está cara a cara con Nechaev.
Nechaev sonríe enseñándole las encías. Tiene los forúnculos lívidos por el frío. Él intenta soltarse, pero su captor no cede: lo sujeta más estrechamente.
– Esto es una soberana idiotez -dice-. Debería haberse marchado de Petersburgo mientras pudo. Ahora es seguro que lo detendrán.
Con una mano le sujeta por el brazo cerca de la axila, y con la otra por la muñeca. Nechaev le obliga a volverse. Hombro con hombro, como un perro reacio con su dueño, caminan por la calle Svechnoi.
– A lo mejor, en secreto, lo que desea es que lo detengan.
Nechaev llega una gorra negra, cuyas orejeras se agitan cuando sacude la cabeza. Habla con un sonsonete, pero con paciencia.
– Fiodor Mijailovich, a todas horas atribuye usted motivos perversos a las personas. Y nadie es realmente así. Piénselo bien: ¿por qué iba a querer yo que me detuviesen y que me encerrasen? Por otra parte, ¿quién va a reparar en una pareja como nosotros dos, padre e hijo, que han salido a pasear?
Se vuelve hacia él con una sonrisa de inequívoco buen humor.
Han llegado al final de Svechnoi. Con una leve presión, Nechaev lo guía hacia la derecha.
– ¿Tiene usted idea de lo que está pasando su amiga?
– ¿Mi amiga? ¿Se refiere usted a la finesa? No se preocupe, que no se vendrá abajo. Yo tengo plena confianza en ella.
– No diría lo mismo si la hubiera visto.
– ¿Usted la ha visto?
– Dos policías la trajeron a mi cuarto, para que me identificase.
– No se preocupe, no hay que temer por ella. Es valiente, cumplirá con su deber. ¿Tuvo oportunidad de hablar con la pequeña de su casera?
– ¿Con Matryona…? ¿Por qué iba a hablar con Matryona?
– Por nada, por nada. Es que le gustan los niños. Dése cuenta: ella misma es una niña, muy sencilla, muy candorosa.
– Los policías me interrogaron, y me volverán a interrogar. No les oculté nada; tampoco ocultaré nada la próxima vez. Le advierto que no puede utilizar a Pavel contra mí.
– No me hace falta utilizar a Pavel contra usted. Pero sí puedo utilizarle a usted contra sí mismo.
Están en la calle Sadovaya, en el corazón del mercado. Hinca los tacones y se detiene.
– Usted dio a Pavel una lista en la que figuraban las personas que usted quería matar -dice.
– De la lista ya hemos hablado, ¿o no se acuerda? No era más que una lista de tantas. Y hay muchísimas copias de todas esas listas.
– No ha contestado a mi pregunta. Lo que quiero saber…
Nechaev alza bruscamente la mirada y se echa a reír. Le sale una bocanada de vapor.
– ¡No me lo diga! ¡Quiere saber si estaba usted incluido en ella!
– Quiero saber si esa es la razón por la cual Pavel riñó con usted, quiero saber si vio que yo estaba señalado en su lista, si se negó.
– ¡Qué idea tan disparatada, Fiodor Mijailovich! ¡Usted no figura en ninguna lista, por descontado! Es usted una persona demasiado valiosa. De todos modos, y entre nosotros dos, le diré que no supone ningún cambio qué nombres vayan en las listas. Lo que sí importa es que esas personas sepan que les aguarda una seria represalia, lo que importa es que se meen encima. Eso es algo que el pueblo entiende y aprueba. Al pueblo no le interesan los casos individuales. El pueblo ha vivido padecimientos de toda clase desde tiempo inmemorial; ahora, el pueblo exige que sean ellos los que sufran. No se preocupe. Aún no le ha llegado la hora. De hecho, nos haría muy felices disponer de la colaboración desinteresada de personas como usted.
– ¿De personas como yo? ¿Qué personas son como yo? ¿Es que espera que escriba panfletos para ustedes?
– No, claro que no. Su talento no sirve para los panfletos; es usted demasiado sincero para eso. Venga, caminemos. Quiero llevarle a un sitio. Quiero plantar una semilla en su alma.
Nechaev lo toma del brazo y reanudan la caminata por la calle Sadovaya. Se les acercan dos oficiales que llevan los capotes verde oliva del regimiento de dragones. Nechaev les cede el paso, saludándoles con la mano en alto. Los oficiales contestan a su saludo con un gesto.
– He leído Crimen y castigo, su libro -prosigue-. Y de ahí saqué la idea. Es un libro excelente; nunca he leído cosa igual. A veces me aterraba. La enfermedad de Raskolnikov y todo eso. Tiene que haber oído alabanzas de mucha gente. Pero da igual, se lo digo sinceramente. -Se golpea con la palma abierta sobre el pecho y, como si se arrancase el corazón, le acerca a la cara la mano abierta. Diríase que la rareza de su gesto a él mismo le sorprende, pues se sonroja.
Es el primer acto no calculado que ha visto en Nechaev, y le sorprende. Un corazón virginal, se dice, que enloquece con su propia agitación. Es como esa criatura del doctor Frankenstein cuando cobra vida propia. Siente un primer amago de compasión por ese joven rígido y repulsivo.
Están en pleno mercado. Nechaev lo conduce por callejuelas estrechas, repletas de tenderetes y carromatos de mercachifles, atravesando una masa de maloliente humanidad.
En un portal hacen un alto. Nechaev saca del bolsillo una bufanda de lana azul.
– Tengo que pedirle que me permita vendarle los ojos -dice.
– ¿Adonde me lleva?
– Hay algo que quiero enseñarle.
– Ya, pero ¿adonde me lleva?
– Al sitio en donde vivo ahora, un sitio del pueblo. A los dos nos será más fácil. Así podrá decir con toda honestidad que no sabe dónde localizarme.
Con la bufanda bien prieta sobre los ojos, se permite el lujo de volver al acogedor ámbito de las tinieblas. Nechaev lo guía; tropieza con la gente que circula por la calle, se lleva un par de empujones, pierde pie una vez, a punto está de caer, pero recibe ayuda a tiempo.
Dejan atrás la calle y se internan por lo que parece un patio. De una taberna llegan canciones, el rasgueo de una guitarra, gritos de jaleo. Huele a alcantarilla y a despojos de pescado.
Siente que Nechaev le lleva la mano hasta apoyarla en una barandilla.
– Vaya con cuidado -dice Nechaev-. Esto está tan oscuro que de nada serviría quitarle la bufanda de los ojos.
Se arrastra por las escaleras como si fuera un anciano. El aire está húmedo, rancio, quieto. Por algún sitio oye el goteo del agua. Es como entrar en una cueva.
– Atención dice Nechaev, cuidado con la cabeza.
Se paran y le quita la bufanda. Están al pie de una escalera de tablones, a oscuras, ante una puerta cerrada. Nechaev llama con los nudillos: primero cuatro golpes, después tres. Esperan. No se oye más que el gotear del agua. Nechaev repite la clave. No hay respuesta.
– Tendremos que esperar -dice-. Venga por aquí.
Llama a otra puerta, del otro lado de la escalera. La abre y se aparta a un lado.
Están en un cuarto de sótano, tan bajo que tiene que agacharse. La única iluminación es un ventanuco cerrado con papel encerado, que queda a la altura de la cabeza. El suelo es de piedra. De pie, nota cómo se le cuela el frío a través de las suelas de las botas. Por la unión de la pared con el suelo pasan varias tuberías. Huele a yeso húmedo, a ladrillo húmedo. Aunque sea imposible, parece como si bajasen por las paredes láminas de agua sin cesar.
Al otro extremo del sótano hay una cuerda tendida de lado a lado; de ella penden algunas ropas tan grises como el sótano mismo. Bajo el tendedero hay un catre en el cual están sentados tres niños en idéntica postura: de espaldas a la pared, con las rodillas pegadas a los mentones, abrazados a las pantorrillas. Están descalzos; llevan camisas de hilo. La mayor es una niña. Tiene el pelo alborotado y grasiento; los mocos resecos le llegan al labio superior, que se lame lánguidamente. De los otros, uno aún no sabe andar. Ninguno hace el menor movimiento, ni emite ningún ruido. Con sus ojillos acuosos, observan indiferentes a los intrusos que los miran.
Nechaev prende una vela y la coloca en una hornacina que hay en la pared.
– ¿Es aquí donde vive?
– No, pero eso no tiene importancia.
Comienza a caminar de un lado a otro. De nuevo tiene una impresión de energía confinada. Se imagina a Pavel a su lado. No, Pavel no fue conducido como él. Ya no es tan difícil comprender por qué lo aceptó Pavel como cabecilla.
– Permítame decirle por qué lo he traído aquí, Fiodor Mijailovich -dice Nechaev-. En el cuarto de al lado tenemos una imprenta manual. Es ilegal, por supuesto. El idiota que guarda la llave por desgracia ha salido, aunque me aseguró que iba a estar aquí. Lo que quiero es ofrecerle el uso de esta imprenta antes de que se marche de Petersburgo. Cualquier cosa que quiera decir la podemos poner en circulación en cuestión de horas. Miles de ejemplares. En un momento como este, cuando estamos al borde de grandes acontecimientos, cualquier aportación suya podría tener un efecto inmenso. Su nombre es ampliamente respetado, sobre todo entre los estudiantes. Si está usted dispuesto a escribir y a firmar con su nombre el relato de cómo perdió la vida su hijastro, no cabe duda de que los estudiantes se echarán a la calle para expresar su justa protesta. Deja de caminar de un lado a otro y lo mira de frente. Lamento que Pavel Isaev haya muerto. Era un buen camarada, pero no podemos limitarnos a contemplar el pasado. Debemos hacer uso de su muerte para encender una llama. Él estaría muy de acuerdo conmigo. Le apremiaría a que diera usted una buena finalidad a la ira que le embarga.
Mientras dice estas palabras, parece como si se diera cuenta de que ha ido demasiado lejos. Se corrige de forma poco convincente.
– Su ira y su tristeza, quiero decir. De ese modo, su muerte no habrá sido en vano.
Encender una llama: ¡es demasiado! Se da la vuelta, se dispone a marchar. Pero Nechaev lo sujeta, lo retiene.
– ¡No puede irse todavía! -dice con los dientes apretados. ¿Cómo puede usted abandonar Rusia y regresar a su despreciable existencia de burgués? ¿Cómo es posible que ignore usted un espectáculo como este? -Señala con un gesto lo que hay al fondo del sótano-. Es un espectáculo que puede multiplicarse por mil, por un millón, a lo largo y a lo ancho de todo el país. ¿Qué ha sido de usted? ¿Es que no le queda nada de chispa? ¿Es que no ve lo que tiene delante de los ojos?