Al día siguiente va por los alrededores del mercado, cuando delante de sí atisba la figura rechoncha, casi esférica, de la muchacha finesa. No va sola. A su lado se encuentra una mujer alta y flaca, que camina tan deprisa que la finesa tiene que ir a saltos para no quedarse atrás.
Acelera el paso. Aunque por momentos las pierde de vista entre el gentío, no le han tomado demasiada ventaja cuando entran en una tienda. Al entrar, la mujer más alta echa un vistazo a la calle en derredor. A él le llama la atención el azul de sus ojos, la palidez de su piel. Su mirada pasa por encima de él sin detenerse.
Cruza la calle y se entretiene a la espera de que salgan de la tienda. Pasan cinco, diez minutos. Tiene frío.
La placa de latón anuncia el Taller La Fay, o La Fée, sombrerería de señoras. Abre la puerta; tintinea una campanilla. En una sala estrecha y bien iluminada, unas jóvenes de vestido gris, todas iguales, están sentadas ante dos largas mesas de costura. Una mujer de mediana edad se adelanta a recibirle.
– ¿Monsieur?
– Una conocida mía ha entrado aquí hace unos minutos; es una joven damisela. Pensé que… mira a su alrededor, recorre el establecimiento con los ojos, no hay ni rastro de la finesa ni de la otra mujer-. Lo lamento, creo que me he equivocado.
Las dos costureras más cercanas se ríen por lo bajo de su azoramiento. En cuanto a Madame La Fay, ha perdido su interés por él.
– Deben de ser las estudiantes dice con cierto desdén-. Nosotras no tenemos nada que ver con las estudiantes.
Vuelve a pedir disculpas y se dispone a marcharse.
– ¡Por ahí! -dice una voz a sus espaldas.
Se da la vuelta. Una de las muchachas señala una portezuela situada a su izquierda.
– ¡Por ahí!
Pasa a un callejón tapiado, al que no se podría acceder desde la calle. Una escalera de hierro sube a la planta superior. Titubea, pero por fin asciende.
Se encuentra en un oscuro corredor que huele a cocina. De una planta superior llega el sonido de un violín carrasposo, una melodía gitana. Sigue la música, sube dos plantas más y llega a la puerta entreabierta de una buhardilla. Llama con los nudillos. La finesa sale a recibirle. Su cara impasible no da muestras de sorpresa.
– ¿Puedo hablar con usted? dice.
Ella se hace a un lado.
El violín lo toca un joven vestido de negro. Al ver al desconocido, se detiene a mitad de una frase, mira rápidamente a la mujer más alta, recoge su gorra y, sin mediar palabra, se marcha.
Él se dirige a la finesa.
– La vi por la calle y la he seguido. ¿Podemos hablar en privado?
Ella se sienta en un sofá, pero no le invita a sentarse. Los pies apenas le llegan al suelo.
– Hable -dice.
– Ayer hizo usted un comentario sobre la muerte de mi hijo. Me gustaría saber algo más, aunque no por espíritu de venganza. Si lo pregunto, es solo por mi propio consuelo. Es decir, para mayor alivio mío.
Ella lo mira con gesto burlón.
– ¿Para mayor alivio suyo?
– Quiero decir que no he venido a Petersburgo para implicarme en ninguna clase de investigación -continúa empecinadamente-, pero una vez dicho lo que dijo usted sobre el modo en que aconteció su muerte, ya no puedo ignorarlo. No puedo quitármelo de la cabeza.
Hace una pausa. La cabeza le da vueltas, de repente se encuentra exhausto. Cierra los ojos y ve a Pavel caminando hacia él. Hay una joven a su lado, la joven con la que ha decidido casarse. Pavel está a punto de decir algo, a punto de presentarle a la joven, él está a punto de pensar: ¡bien, por fin tocan a su fin todos estos años de paternidad, por fin tiene otras manos en las que caer! A punto está de sonreír a Pavel, y en su sonrisa hay alegría, pero también alivio. Ahora bien: ¿quién puede ser la novia? ¿Puede ser esa mujer tan alta (casi tan alta como el propio Pavel), la de los ojos azules y penetrantes?
Se desembaraza de la ensoñación. La siguiente frase que va a pronunciar ya aflora en lo que le parece un monótono zumbido.
– Tengo con él un deber que no puedo ni quiero rehuir -dice.
Eso es todo. Las palabras llegan a su fin, se secan. Se hace un silencio que se alarga y se alarga más. Hace un esfuerzo por revivir la visión de Pavel con su novia, pero es nada menos que Ivanov quien acude a su mente, o al menos las manos de Ivanov, esas manos pálidas, fofas, de dedos amorcillados, que emergen como lombrices de los mitones de lana verde. En cuanto a la cara, flota empañada por una neblina azufrada, sin llegar a estabilizarse lo suficiente para que su mirada se pose en ella. La impresión que tiene, no obstante, es de una sonrisa taimada e insistente, como si el hombre supiese algo perjudicial para él, como si sobre todo quisiera hacerle saber que lo sabe.
Menea la cabeza e intenta recuperar la compostura. Pero diríase que las palabras le rehuyen. Se encuentra de pie delante de la finesa, igual que un actor que ha olvidado su papel. El silencio pende con todo su peso sobre la habitación. Es un peso o es una paz, piensa: qué paz, desde luego, si todo quedase inmóvil, si las aves del aire quedaran suspensas en su vuelo, si este gran planeta se suspendiera en un punto de su órbita. No le cabe duda: un nuevo acceso viene de camino; nada puede hacer para contenerlo. Saborea los últimos instantes de esa calma. ¡Qué pena que la calma no pueda durar para siempre! Desde muy lejos le llega un chillido que debe de ser suyo: habrá llanto y crujir de dientes, las palabras centellean delante de él, y después es el fin.
Cuando vuelve en sí es como si hubiese estado en un país lejano, como si allá lejos hubiera envejecido y encanecido. Pero lo cierto es que se encuentra en la misma habitación de antes, con una mano a medio levantar. Y las dos mujeres siguen estando con él, en las posturas que recuerda de antes, aunque la finesa tiene ahora un aire precavido.
– ¿Puedo sentarme? – murmura como si la lengua no le cupiera en la boca.
La finesa le hace sitio y se sienta junto a ella en el sofá, mareado, con la cabeza gacha.
– ¿Sucede algo? -pregunta la finesa.
Él no contesta. ¿Qué quiere decir? ¿Por qué está tan cansado en todo momento? Es como si una espesa bruma se le hubiera asentado en el cerebro. Si fuera un personaje de un libro, ¿qué diría en un momento como este, cuando está claro que es el corazón el que habla, si es que la página no queda en blanco?
– No puedo decirle -habla con lentitud, que triste y qué ajeno a todo me siento a su lado. El juego a que usted se dedica es un juego en el que yo no puedo participar. Lo que a usted la atrae, lo que tuvo que haber atraído también a Pavel, a mí no me atrae. Si he de ser sincero, me repugna.
Sin mediar palabra, la joven más alta sale de la habitación. El crujido de su vestido y el rastro de un olor a lavanda cuando pasa despiertan en él un inesperado vuelco del deseo. ¿Deseo de qué? ¿De esa muchacha? Seguro que no. Al menos no solo de ella. Si acaso, de la juventud, de lo que ha perdido para siempre, de la libertad de las ropas sueltas, de los cuerpos desnudos. Aun así, su propia reacción le turba. ¿Por qué aquí, por qué ahora? Será algo debido en parte al agotamiento, pero quizá también debido a Pavel, debido a que se encuentra en el mundo de Pavel, en el entorno erótico de Pavel.
– Me han mostrado las listas de las personas señaladas para ser ejecutadas -dice.
La finesa lo observa con los ojos entornados.
– Esas listas están en poder de la policía… Espero que se dé cuenta. Se las llevaron del cuarto de Pavel. Lo que deseo preguntar es si cada uno de ustedes tiene simplemente un determinado número de personas que asesinar, o si hay en esas listas personas en concreto que están asignadas a cada uno de ustedes, solamente a cada uno. Y, de ser este el caso, quiero saber si se cuenta con que estudien a esas personas antes de proceder, y que se familiaricen con ellas, con su vida cotidiana. ¿Las espían ustedes en sus casas?
La finesa intenta decir algo, pero él empieza a recobrar la vida, y su voz se alza sobre la de la joven.
– De ser así, ¿no se familiarizan forzosamente con su víctima más incluso de lo que sería deseable? ¿No pasan a ser como alguien que ha sido llamado de la calle, un mendigo, por ejemplo, al que se le ofrecen cincuenta kopeks a cambio de que liquide a un pobre viejo y ciego, un mendigo que toma la soga y hace el nudo corredizo y acaricia al perro para que se calme, que murmura dos o tres palabras, y que al hacerlo nota cómo fluye una corriente de sentimientos, de modo que desde ese instante y en lo sucesivo el perro y él ya no son desconocidos, y lo que tendría que haber sido un simple trabajo rápido se ha vuelto la más negra de las traiciones, una traición tal, de hecho, que el ruido que hace el perro cuando es ahorcado, cuando él lo ahorca, lo obsesiona después durante días enteros, sin que pueda olvidar ese gañido de sorpresa, que se traduce por un ¿Por qué tú? ¿No les disuadiría semejante idea?
Mientras ha estado hablando, la mujer alta ha regresado. Se ha arrodillado en la esquina más alejada de la habitación, doblando sábanas, enrollando un colchón. La finesa, por otra parte, ha recobrado plenamente la vida. Sus ojos despiden chispas, se muere de ganas de hablar. Pero él prosigue.
– Y si un simple perro es capaz de eso, ¿qué poder de obsesionarles no tendrán los hombres y las mujeres que ustedes se propongan liquidar? Me da la impresión de que por muy científicamente que se seleccionen esos enemigos del pueblo, carecen ustedes de un medio de matarlos que sea realmente eficaz, un medio que no ponga en peligro sus propias almas. Por ejemplo: ¿quién era el propuesto para ser la primera víctima de Pavel? ¿A quién tenía el deber de matar?
– ¿Por qué lo pregunta? ¿Por qué lo quiere saber?
– Porque me propongo ir a casa de esa persona y arrodillarme ante la puerta, para dar gracias de que Pavel nunca llegara hasta allí.
– Entonces, ¿se alegra de que Pavel fuera asesinado?
– Pavel no está muerto. Habría muerto, pero gracias a una inmensa fortuna huyó con vida.
Por vez primera habla la otra mujer.
– ¿No quiere venir a sentarse aquí, Fiodor Mijailovich? -le dice a la vez que señala la mesa situada junto a la ventana, en la cual hay dos sillas.
– Es mi hermana -explica la finesa.
– Hermanas, sí, pero no de los mismos padres- dice la otra. Sus risas son cómodas, naturales.
Tiene acento de Petersburgo, tiene la voz grave. Una voz adiestrada. Le invade la sensación de que la ha conocido antes. ¿Será una cantante? ¿No la conocería entonces de los tiempos en que iba a la Ópera? No, no cabe duda de que es demasiado joven para eso.