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13 El disfraz

El caso de Pavel se ha cerrado. Nada más le retiene en Petersburgo. El tren sale a las ocho en punto; el martes podrá estar con su mujer y con su hija en Dresde. A medida que se acerca la hora, sin embargo, empieza a parecerle cada vez más inconcebible que llegue el instante en que retire las imágenes de la hornacina, apague la luz de un soplido y deje la habitación de Pavel en manos de un desconocido.

Pero si no se marcha esta misma noche, ¿cuándo se marchará? ¿«El huésped eterno»? ¿De dónde habrá sacado la frase Anna Sergeyevna? ¿Cuánto tiempo puede seguir esperando a un fantasma? Es imposible, a menos que establezca otra relación con la mujer, a menos que tengan un trato totalmente distinto. Pero, en tal caso, ¿y su mujer?

Su mente es un torbellino, no sabe qué quiere; todo lo que sabe es que las ocho en punto es una hora que pende sobre él como si fuera su sentencia de muerte. Busca al portero y tras un largo tira y afloja consigue que un recadero lleve su billete a la estación para cambiar la reserva para el tren del día siguiente.

Al volver, se asombra cuando descubre que la puerta de su cuarto está abierta y que hay alguien dentro: es una mujer que está de espaldas a él, al parecer inspeccionando la hornacina. Durante un instante de culpabilidad piensa que es su esposa, que ha venido a Petersburgo decidida a localizarle. Luego reconoce quién es, y ahoga un grito de protesta en el último momento: Sergei Nechaev, con el mismo vestido y cofia azul que la otra vez.

En ese instante entra Matryona por la puerta que da a la vivienda. Sin darle tiempo a hablar, ella toma la iniciativa.

– ¡No debería usted espiar a los demás de esa forma! -exclama.

– Pero… ¿qué están haciendo los dos en mi habitación?

– Tenemos tanto derecho… dice con vehemencia Matryona, pero Nechaev la interrumpe.

– Alguien nos ha echado encima a la policía -dice, y se acerca un paso-. Espero que no haya sido usted.

Bajo el aroma de lavanda percibe el fétido sudor de hombre. El maquillaje que lleva en el cuello está resquebrajado; los cañones de la barba empiezan a brotar.

– Esa es una acusación que solo merece mi desprecio, mi más absoluto desprecio. ¿Qué está haciendo en mi cuarto, le digo? Se vuelve a Matryona. Y tú… ¡Estás enferma, tendrías que guardar cama!

Sin hacer caso de sus palabras, Matryona saca de un tirón la maleta de Pavel.

– Le he dicho que se puede quedar con el traje de Pavel Alexandrovich -dice, y sin darle tiempo a poner objeciones, añade-: ¡Sí, sí que puede! Pavel lo compró con su dinero, y Pavel era amigo suyo.

Desata la correa de la maleta y saca el traje blanco.

– ¡Ahí lo tiene! -dice con gesto desafiante.

Nechaev echa una rápida mirada al traje, lo extiende sobre la cama y comienza a desabrocharse el vestido.

– Por favor, le repito que me explique…

– No hay tiempo para eso. También necesito una camisa.

Saca los brazos de las mangas con cierta dificultad, y el vestido cae hasta sus tobillos; permanece en pie, cubierto con una mugrienta ropa interior de algodón y con sus botas de cuero negro. No lleva calcetines; tiene las piernas entecas y peludas.

Lejos de sentirse azorada, Matryona comienza a ayudarle a ponerse la ropa de Pavel. Él quiere protestar, aunque ¿qué podría decir a los jóvenes cuando hacen caso omiso y cierran prietas las filas frente a los viejos?

– ¿Qué ha sido de su amiga finesa? ¿No está con usted?

Nechaev se pone la chaqueta. Le queda demasiado larga, demasiado holgada de hombros. No tiene una complexión tan espléndida como la de Pavel. Siente un desolado orgullo por su hijo. ¡La muerte se ha llevado al que no debía, en vez de llevarse al otro!

– Tuve que dejarla- contesta Nechaev. Era crucial marcharse cuanto antes.

– Dicho de otro modo, la ha abandonado.

Y no da tiempo a que Nechaev responda.

– Lávese la cara, que parece un payaso.

Matryona se marcha y vuelve con un paño húmedo. Nechaev se frota la cara.

– En la frente también -dice la niña-.

– Déjame -le quita el paño y le limpia el maquillaje que se le ha empastado en las cejas.

Qué hermanita pequeña. ¿También era así con Pavel? Algo le corroe el corazón: pura envidia.

– ¿De veras aspira a escapar de la policía como si fuese un veraneante en pleno invierno?

Nechaev no muerde el anzuelo.

– Necesito dinero dice.

– De mí no obtendrá nada.

Nechaev se vuelve a la niña.

– ¿Tienes dinero?

Ella sale corriendo del cuarto. La oyen arrastrar una silla de un lado a otro de la vivienda; regresa con un tarro lleno de monedas. Lo vuelca sobre la cama y se pone a contarlas.

– No es suficiente -musita Nechaev, pero sigue esperando.

– Cinco rublos y quince kopeks- anuncia la niña.

– Necesito más.

– Pues váyase a la calle a mendigar. De mí no obtendrá nada. Váyase a pedir limosna en nombre del pueblo.

Los dos se fulminan con la mirada.

– ¿Por qué no le da dinero? – dice Matryona. ¡Si es amigo de Pavel!

– No tengo dinero que darle.

– ¡Eso es mentira! A mamá le ha dicho que tiene usted muchísimo dinero. ¿Por qué no le da la mitad? Pavel Alexandrovich le hubiese dado la mitad.

¡Pavel y Jesús!

– Yo no he dicho eso. No tengo muchísimo dinero.

– ¡Vamos, démelo! -Nechaev lo sujeta por el brazo; los ojos le centellean.

De nuevo percibe el olor del miedo en el joven. Muy fiero, sí, pero asustado: ¡pobre desgraciado! Es entonces, con toda decisión, cuando cierra la puerta a la compasión.

– De ninguna manera.

– ¿Por qué es usted tan mezquino? -estalla Matryona, pronunciando la palabra con todo el desdén de que es capaz.

– Yo no soy mezquino.

– ¡Pues claro que es mezquino! ¡Fue mezquino con Pavel y es mezquino ahora con sus amigos! Tiene usted muchísimo dinero, pero se lo guarda todo para usted. -Se vuelve a Nechaev-. Le pagan miles de rublos por escribir libros, y todo se lo guarda para él solo. ¡Es verdad! ¡Me lo dijo Pavel!

¡Qué ridiculez! Pavel no sabía nada de asuntos de dinero.

– ¡Es verdad! ¡Pavel lo descubrió en su escritorio! ¡Miró sus libros de cuentas!

– ¡Maldito Pavel! Pavel no sabe ni leer un libro de contabilidad. ¡Ve solamente lo que quiere ver! ¡Desde hace años arrastro deudas que ni siquiera cabe imaginar! -Se vuelve a Nechaev-. Esta conversación es ridícula. No tengo dinero que darle; creo que debería marcharse cuanto antes.

Sin embargo, Nechaev ya no tiene prisa: incluso está sonriendo.

– No, de ridícula no tiene nada esta conversación dice. Al contrario, es muy instructiva. Siempre he tenido una sospecha al pensar en los padres, y es que su auténtico pecado, el que nunca llegan a confesar, es la codicia. Lo quieren todo para ellos. Nunca se desprenden de la bolsa del dinero, ni siquiera cuando llega el momento, porque la bolsa del dinero es lo único que realmente les importa. Les trae totalmente al fresco lo que pueda ocurrir como consecuencia. Yo no quise creer lo que me contó su hijastro, porque tenía entendido que era usted un jugador, y siempre pensé que a los jugadores no les preocupa el dinero. Pero ya veo que en el juego hay algo más, ¿no es cierto? Tendría que haberlo supuesto. Debe de ser usted de los que juegan porque nunca están satisfechos con lo que tienen, porque siempre les gana la codicia, el ansia de tener más.

Es una acusación absurda. Piensa en Anya, allá en Dresde, pasando privaciones para que la niña esté bien alimentada, bien vestida. Piensa en sus propias camisas, con los cuellos y los puños vueltos; piensa en los agujeros de sus calcetines. Piensa en las cartas que ha escrito año tras año, todas ellas ejercicios de humillación, de rebajamiento, tanto a Strajov como a Kraesvski, tanto a Lyubimov como sobre todo a Stellovski, suplicándoles algún adelanto. Dostoievski, l'avare… ¡Qué desatino! Se lleva la mano al bolsillo y saca sus últimos rublos.

– ¡Esto exclama- pasándole el puñado de billetes arrugados y monedas sueltas por debajo de las narices, esto es todo lo que tengo!

Nechaev observa con frialdad esa mano cerrada, y en un único movimiento le arrebata el dinero, todo, salvo una moneda que cae y rueda por debajo de la cama. Matryona se lanza a por ella.

Él intenta recuperar su dinero, e incluso forcejea con el joven. Pero Nechaev se lo quita de encima con facilidad, con el mismo movimiento con el que hace desaparecer el dinero en su bolsillo.

– Espere… espere… espere… -murmura Nechaev. En lo más profundo de su corazón, Fiodor Mijailovich, en lo más profundo de su corazón, en nombre de su hijo, sé que desea dármelo.

Da un paso atrás y se alisa bien el traje, como si quisiera hacer ostentación de su esplendor.

¡Qué falsario! ¡Qué hipócrita! ¡ La Venganza del Pueblo, faltaría más! Y no puede negar en cambio que una especie de alegría se le cuela en el corazón, una alegría insensata que reconoce al punto, la alegría del marido manirroto. Por supuesto que es preciso avergonzarse de esos arranques de imprudencia. Por supuesto: cuando regrese a casa sin blanca, cuando lo confiese a su mujer y agache la cabeza, cuando aguante sus reproches y le jure que nunca más volverá a caer en esa trampa, por supuesto que será sincero. Pero en el fondo de su corazón, en el fondo, muy por debajo de la sinceridad allá donde solamente Dios alcanza a ver, sabe que él tiene razón y que ella se equivoca. El dinero está ahí para gastarlo, ¿y qué forma de gasto es más pura que el juego?

Matryona alza la mano con la palma hacia arriba: en ella hay una moneda de cincuenta kopeks. Parece no saber del todo bien a quién debe dársela. Se la ofrece a Nechaev, pero este la rechaza.

– Dásela a él, que la va a necesitar.

Nechaev se la mete en el bolsillo.

Bien. Lo hecho, hecho está. Ahora le toca el turno de adoptar la postura del virtuoso que no tiene blanca; a Nechaev le toca el turno de inclinar la cabeza y de aguantar la reprimenda. Ahora bien, ¿qué tiene que decirle? Nada, nada en absoluto.

Tampoco se preocupa Nechaev de esperar. Hace un fardo con el vestido azul.

– Encuentra un buen sitio donde esconder esto -ordena a Matryona-, y no en la casa, sino en otro lugar.

También le da la cofia y la peluca; se mete el dobladillo de los pantalones dentro de las botas relucientes, se echa por encima el abrigo y le da una distraída palmadita en la cabeza.

– He perdido demasiado tiempo -musita-. ¿Tiene usted…? -se lleva el gorro de piel que estaba colgado sobre la silla y se dirige a la puerta, dispuesto a marcharse. Parece que se acuerda de algo y se da la vuelta. Es usted un hombre interesante, Fiodor Mijailovich. Si tuviese una hija en edad de merecer, no me importaría nada casarme con ella. Sería una muchacha excepcional, estoy seguro. En cuanto a su hijastro, estaba hecho de otra pasta, no tenía nada que ver con usted. No estoy seguro de haber sabido qué hacer con él. No tenía… Ya sabe usted, no tenía lo que hay que tener. Esa es mi opinión, valga lo que valga.

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