Como si fuese a tocar un plato muy caliente, recién sacado del horno, alerta y listo para retroceder, da lectura a esa primera entrada. Es una narración, un tanto elaborada por cierto, de lo que hizo Pavel a lo largo de ese día. Es obra de un diarista aún novato. No hay acusaciones, no hay denuncias. Aliviado, cierra el libro. Cuando llegue a Dresde, se promete, cuando tenga tiempo, lo leeré entero.
En cuanto a las cartas, son todas suyas. Abre la más reciente, la última que remitió antes de la muerte de Pavel. «Envío cincuenta rublos a Apollon Grigorevich -lee-. Es todo lo que por el momento podemos permitirnos. Te ruego que no presiones a A. G. para que te dé más dinero. Has de aprender a vivir con los medios de que dispones.»
Son las últimas palabras que dijo a Pavel, ¡y qué mezquinas palabras! ¡Es eso lo que leyó Maximov! No es de extrañar que le advirtiese que no leyera. ¡Qué ignominia! Le gustaría quemar la carta, borrarla de la historia.
Busca entre los papeles el cuento que Maximov le leyó en voz alta. Maximov tenía razón: como personaje, el joven héroe, Sergei, deportado a Siberia por haber encabezado una revuelta estudiantil, es un fiasco. Pero el cuento es más largo de lo que Maximov le había hecho creer. Durante varios días, después del asesinato del pérfido terrateniente, Sergei y su María huyen de los soldados, se refugian en graneros, en establos, con la ayuda de los campesinos que les dan cobijo y alimento, y que reciben los interrogatorios de sus perseguidores fingiendo desconocimiento, estupidez absoluta. Al principio duermen el uno al lado del otro en casta camaradería, pero el amor crece con fuerza entre los dos, un amor que se expresa no sin sentimiento, no sin convicción. Pavel claramente prepara una escena pasional. Hay una página en la que abundan las tachaduras, en la cual Sergei confiesa a Marfa, con genuino ardor juvenil, que ella es para él mucho más que una simple compañera de lucha, que le ha robado el corazón; en vez de ese pasaje, Pavel parece haberse inclinado por una secuencia mucho más interesante, en la cual Sergei confiesa a Marfa la historia de su infancia solitaria, sin hermanos ni hermanas, y le habla de su juvenil torpeza con las mujeres. La secuencia termina con el balbuceo de Marfa al iniciar su propia confesión. Le dice: «Puedes… puedes.».
Pasa las hojas. «No tengo padre ni madre -dice Sergei a María-. Mi padre, mi auténtico padre, fue un noble exiliado a Siberia por haber simpatizado con los revolucionarios. Murió cuando yo tenía siete años. Mi madre se casó por segunda vez. Su marido no me tenía ningún aprecio. En cuanto tuve edad suficiente, me envió a la escuela de cadetes. Fui el chico más pequeño de la clase, y allí fue donde aprendí a luchar por mis derechos. Después regresaron a Petersburgo, se instalaron allí y me mandaron llamar. Entonces murió mi madre y me quedé solo con mi padrastro, un lúgubre individuo que prácticamente no me dirigía la palabra durante días enteros. Me sentía solo; mis únicos amigos eran en parte los criados. Gracias a ellos tuve conocimiento de cómo sufre el pueblo.»
No dista de la verdad, no es totalmente falso, y sin embargo, ¡qué sutilmente retorcido! ¡«No me tenía ningún aprecio»! Era bien fácil sentir lástima del pequeño que no tenía amigos a sus siete años de edad, y en cambio ¿cómo iba a quererlo, si era tan suspicaz, tan poco dado a las sonrisas, si se aferraba casi con uñas y dientes a su madre, como una lapa, y se quejaba a cada instante que no pasaba con ella, si en una sola noche se oía más de media docena de veces, desde la habitación contigua, esa vocecilla aguda e insistente que llamaba a su madre, que le pedía que matase a los mosquitos que le estaban picando?
Deja a un lado el manuscrito. ¡Un noble que fue su auténtico padre! ¡Pobre criatura! ¡Cuánto más penosa era la verdad! La auténtica verdad era lo más penoso de todo. Claro que ¿quién, salvo el ángel de las crónicas, iba a preocuparse por escribir toda la verdad, la penosa verdad? ¿Había escrito él con parecida dedicación a los veintidós años?
Hay algo de abrumadora importancia, y es algo que desea decirle al muchacho, aunque el muchacho ya no podrá oírlo nunca. Si estás tocado por el don de la escritura, quiere decirle, ten en cuenta cuál es la fuente del don. Escribes precisamente porque estuviste solo en tu infancia, porque no tuviste amor. (Aunque esa tampoco es toda la historia, quiere añadir; sí que tuviste amor, y lo habrías tenido siempre, solo que tú elegiste que no te quisieran. ¡Qué confusión! ¡Un simio lo haría mejor tocando las teclas de un armónium!) No escribimos gracias a la plenitud, quiere decirle; escribimos gracias a la angustia, a la carencia. ¡No cabe duda: en el fondo de tu corazón tienes que saberlo! En cuanto al que tú llamas tu auténtico padre, en cuanto a sus simpatías revolucionarias, eso son tonterías. Isaev era un chupatintas. Si hubiera seguido vivo, si tú hubieras seguido su ejemplo, simplemente te habrías convertido en un amanuense, y nunca habrías dejado esta historia a tu muerte. (Sí, sí oye la voz aguda del niño-, sí, ¡pero estaría vivo!)
¡Unos jovencitos vestidos de blanco, jugando a ese juego francés, el croquet, o croixquette, el juego de la crucecita, y tú en el prado, entre ellos! ¡Vivo! ¡Pobre chiquillo! En las calles de Petersburgo, en esa cabeza que allí se vuelve para mirar atrás, en el gesto de esa mano, te veo a ti, y cada vez que me pasa mi corazón se eleva como se eleva una ola. En ningún lugar y en todas partes, desgarrado y esparcido cual Orfeo. Joven en sus días, chryseos, dorado, bendito.
La tarea que a mí me queda: acaparar todo cuanto queda, ensamblar los pedazos esparcidos. Poeta, tañidor de lira, mago, señor de la resurrección, eso es lo que a mí me queda por ser. ¿Y la verdad? La espalda bien recta ante el escritorio, el dolor de un corazón que se mueve con lentitud. Corazón de tortuga.
Llegué demasiado tarde a levantar la tapa del ataúd, a besarte en la frente fría. Si mis labios, tiernos como las yemas de los dedos de un ciego, hubieran podido rozarte solo una vez, no habría dejado esta existencia con tanta amargura contra mí. Pero así te has ido con el nombre de Isaev, y yo, viejo y peregrino, aquí me quedo hasta que haya de seguirte, perseguidor de una sombra violenta sobre gris, un eco.
Con eso y con todo, aquí estoy yo, no el padre Isaev. Si al ahogarte echaras mano de Isaev, tan solo te sujetarías a una mano fantasma. En el concejo de Semipalatinsk, en los polvorientos archivos, en una caja que hay en las escaleras de atrás, su firma aún está por leerse; por lo demás, no hay rastro de él aparte de este recordatorio, el recordatorio de un hombre que quiso a su viuda y a su hijo.