Se ha dejado la llave dentro, de modo que tiene que llamar a la puerta. Abre Anna Sergeyevna y lo mira sorprendida.
– ¿Ha perdido el tren? -pregunta. Se percata de su aspecto desaliñado y de que está alterado, las manos temblorosas, el hilo de saliva que le cae por la barba. ¿Le ocurre algo? ¿Está usted enfermo?
– No, enfermo no. Solo he aplazado mi viaje. Se lo explicaré todo más tarde.
Hay alguien más en la vivienda, junto a la cama de Matryona: evidentemente un médico, joven y bien rasurado, al estilo de los alemanes. En la mano sostiene el frasco de cristal marrón que él trajo de la farmacia, que primero olisquea y luego cierra con el corcho, con gesto de reprobación. Cierra su bolsa de cuero y corre la cortina de la alcoba.
– Estaba diciendo que su hija tiene una inflamación bronquial -dice dirigiéndose a él-. Los pulmones no están afectados. Además…
Le interrumpe.
– No es hija mía. Yo no soy más que un inquilino.
El médico se encoge de hombros con impaciencia y vuelve a hablar con Anna Sergeyevna.
– Además, no puedo dejar de comentarlo, hay cierto elemento de histeria.
– Eso… ¿qué quiere decir?
– Quiere decir que mientras persista su actual estado de excitación, no podemos confiar en que se recupere como es debido. La excitación forma parte de su enfermedad. Es preciso que se calme. Cuando haya conseguido calmarse, podrá volver a la escuela en pocos días. Físicamente está sana, no hay nada problemático. Por eso, el tratamiento que le recomiendo es sobre todo de reposo, de calma y tranquilidad. Debería guardar cama y tomar alimentos ligeros. No le dé leche en ninguna de sus formas. Le dejo una embrocación para que se la aplique en el pecho y una pócima para dormir; utilícela como crea conveniente, aunque sea para calmarla. Pero adminístrele solamente una dosis infantil, ojo: solo media cucharadita de té.
En cuanto el médico se marcha, él intenta explicarse, pero Anna Sergeyevna no está de humor para escuchar.
– ¡Matryosha dice que usted le ha gritado! -le interrumpe con un tenso susurro. Eso no pienso consentirlo.
– ¡No es verdad! ¡Yo no le he gritado!
A pesar de que hablan en cuchicheos, él está seguro de que Matryona, detrás de la cortina, los oye y se regodea. Toma a Anna Sergeyevna por el brazo, la lleva a su propio cuarto, cierra la puerta.
– Ya ha oído lo que dijo el médico… Está sobreexcitada. A mi entender, no puede usted creer ni una palabra, teniendo en cuenta su estado. ¿Le ha contado todo lo que ocurrió hoy?
– Dice que vino un amigo de Pavel y que usted estuvo desconsiderado con él. ¿Se refiere usted a eso?
– Sí…
– Pues permítame terminar. Lo que pase entre usted y los amigos de Pavel no es asunto mío. Pero si también ha perdido usted los estribos con Matryosha y ha sido desconsiderado con ella, eso no lo pienso tolerar.
– El amigo del que ella le ha hablado es Nechaev, Nechaev en persona, nada menos. ¿Se lo ha dicho ella? Nechaev, un fugitivo de la justicia, estuvo hoy aquí, en su vivienda. ¿Me va a echar la culpa por haber estado enojado con ella, teniendo en cuenta que ella lo dejó entrar y se puso además de parte de… ese farsante, ese hipócrita, y en contra de mí?
– Sin embargo, ¡usted no tiene ningún derecho a perder los estribos con ella! ¿Cómo iba a saber ella que Nechaev es una mala persona? ¿Cómo iba a saberlo yo? Usted dice que es un farsante. ¿Y usted? ¿Qué me dice de su propia conducta? ¿Actúa en todo momento de todo corazón? Yo no lo creo.
– No puede decirlo en serio. Yo actúo de todo corazón, se lo aseguro. Es posible que hace tiempo no lo hiciera, pero ahora sí, se lo aseguro. Esa es la verdad.
– ¿Ahora? ¿Y por qué le ha dado por ahí, así tan de repente? ¿Por qué iba yo a creerle? ¿Por qué iba usted mismo a creer lo que dice?
– Porque no deseo que Pavel sienta vergüenza de mí.
– ¿Pavel? Pavel no tiene nada que ver con todo esto.
– No quiero que Pavel se avergüence de su padre, ahora que puede verlo todo. Eso es lo que ha cambiado: ahora sí existe una medida de todas las cosas, incluida la verdad, y esa medida no es otra que Pavel. En cuanto a que haya perdido los estribos con Matryona, de veras que lo siento, lo lamento, y le pediré disculpas. De todos modos, como usted bien sabrá -extiende los brazos en cruz-, yo a Matryona no le caigo nada bien.
– Ella no entiende qué está haciendo usted aquí, eso es todo. Sí entendió por qué vivía Pavel con nosotras; hemos tenido otros estudiantes antes que él, pero un inquilino ya mayor como usted no es lo mismo. Y a mí también me lo está poniendo difícil, si quiere que le diga la verdad. No pretendo echarlo de cualquier manera, Fiodor Mijailovich, pero debo reconocer que sentí un gran alivio cuando usted anunció que hoy se marchaba. Durante cuatro años, Matryona y yo hemos llevado una vida muy apacible. Ninguno de nuestros inquilinos ha tenido permiso para alterar nuestra vida. Ahora, desde que murió Pavel, la vida no ha sido más que un continuo tumulto, y eso no es bueno para una niña. Matryona no estaría hoy enferma si el ambiente que reina en la casa no fuera tan imprevisible. Lo que dice el médico es la pura verdad: está excitada, y esa excitación la convierte en una niña vulnerable.
Él espera a que ella llegue al meollo del asunto: que Matryona es consciente de lo que está ocurriendo entre su madre y él, y que se ha vuelto más posesiva, por ser víctima de un frenesí de celos. Pero le da la impresión de que ella aún no está dispuesta a sacar esta cuestión a relucir.
– Siento mucho la confusión, siento mucho todas las perturbaciones que pueda haber causado. Me ha sido imposible marcharme hoy, tal como había previsto. No le comentaré las razones, porque no tienen ninguna importancia. Aún me quedaré otro día más, dos a lo sumo, hasta que reciba algún dinero de mis amigos. Entonces le pagaré lo que le debo y me iré.
– ¿A Dresde?
– A Dresde o a otra pensión. Todavía no lo sé.
– Muy bien, Fiodor Mijailovich. En cuanto al dinero, pongamos las cuentas claras, y cuanto antes mejor. No tengo ningunas ganas de estar en la larga lista de personas a las que usted debe dinero.
Hay en su enojo algo que él no entiende. Nunca le había hablado de forma tan hiriente.
Se sienta de inmediato a escribir a Maykov. «Le sorprenderá saber, querido Apollon Grigorevich, que todavía me encuentro en Petersburgo. Espero que sea esta la última vez en que por causas de fuerza mayor necesito apelar a su inmensa amabilidad. Lo cierto es que me encuentro en tal aprieto que, a menos que empeñe el abrigo, no dispongo de medios para pagar lo que debo por alojamiento, y no digo ya nada del regreso junto a mi familia. Con doscientos rublos me sacaría usted de esta.»
A su esposa también le escribe: «Cometí la imperdonable estupidez de consentir que un amigo de Pavel me convenciera de que le prestara dinero. Maykov tendrá que acudir una vez más a rescatarme. En cuanto cumpla con mis obligaciones, enviaré un telegrama».
Así pues, una vez más recae el peso de la culpa sobre el generoso corazón de Fedya. Pero la verdad es que Fedya no tiene generoso el corazón. El corazón de Fedya…
Alguien llama con vehemencia a la puerta de la vivienda. Antes de que Anna Sergeyevna tenga tiempo de abrir, él se pone a su lado de un salto.
– Debe de ser la policía -susurra. Solo la policía vendría con la hora que es. Déjeme, yo me ocupo de ellos. Quédese con Matryona. Lo mejor es que no interroguen a la niña.
Abre la puerta: se encuentra con la finesa, flanqueada por dos policías de uniforme azul. Uno es un oficial.
– ¿Es este? pregunta el oficial.
La finesa asiente.
Él se aparta y los deja entrar; antes entra la finesa, a empellones. A él le pasma el cambio que ha dado su apariencia. Tiene la cara blanca como el papel, se mueve como una marioneta cuyas extremidades estuvieran sujetas por sendos hilos.
– ¿Podemos pasar a mi cuarto? -dice él-. Ahí al lado hay una niña enferma a la que no conviene molestar.
El oficial cruza la vivienda a grandes zancadas y corre la cortina de un tirón. Anna Sergeyevna está inclinada sobre su hija, con gesto protector. Se da la vuelta bruscamente, con una mirada fulminante.
– ¡Déjenos en paz! -sisea. Despacio, el oficial vuelve a dejar la cortina como estaba.
Los hace pasar a su cuarto. En el modo en que arrastra los pies la finesa, piensa que hay algo conocido. Luego lo ve: lleva grilletes en los tobillos.
El oficial inspecciona la hornacina y la fotografía.
– ¿Quién es ese?
– Mi hijo.
Hay algo raro en la hornacina, algo que ha cambiado sustancialmente. Se le hiela la sangre en las venas cuando reconoce de qué se trata.
Comienza entonces el interrogatorio.
– ¿Ha estado hoy aquí un hombre llamado Sergei Gennadevich Nechaev?
– Sí, aquí ha estado una persona de la que sospecho que es Nechaev, aunque no se presenta con ese nombre.
– ¿Qué nombre es el que usa?
– Un nombre de mujer; de hecho, iba disfrazado de mujer. Llevaba un abrigo oscuro sobre un vestido azul oscuro.
– ¿Y a qué se debe que esa persona viniera a verlo a usted?
– Vino a pedirme dinero.
– ¿Solo por eso?
– Solamente por eso, al menos que yo sepa. No soy amigo suyo.
– ¿Le dio usted el dinero?
– Me negué. No obstante, se llevó el dinero que tenía sin que yo se lo pudiera impedir.
– ¿Está usted diciendo que le ha robado?
– Se llevó el dinero en contra de mis deseos. No me pareció prudente intentar recuperarlo. Si le parece conveniente, puede afirmar que fue un robo.
– ¿Cuánto dinero se llevó?
– Unos treinta rublos.
– ¿Y qué más ocurrió?
Decide arriesgarse y mirar a la finesa. Le tiemblan los labios sin que emita ningún sonido. Lo que le hayan hecho durante el tiempo que ha pasado en sus manos ha transformado su porte por completo. Ahí de pie, parece un animal en el matadero, esperando a que le caiga el hacha sobre la cerviz.
– Hablamos de mi hijo. Nechaev era en cierto modo amigo de mi hijo, por eso conocía esta casa. Mi hijo se hospedaba aquí. De no ser por eso, no hubiese venido nunca.
– ¿Qué quiere decir con eso de que «no hubiese venido nunca»? ¿Está insinuando que él contaba con ver a su hijo, y no a usted?
– No. De los amigos de mi hijo, ninguno cuenta con verlo nunca más. Lo que quiero decir es que Nechaev vino no porque contase con que yo lo recibiera con los brazos abiertos, sino en aras de esa amistad ya pasada.