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– ¿Y qué es lo que hay que tener?

– Él era demasiado santurrón. Hace usted bien en ponerle velas.

Mientras lo dice, ha agitado suavemente la mano sobre la vela, haciendo bailar la llama. Ahora pone un dedo directamente encima de la llama y lo deja ahí quieto. Pasan los segundos: uno, dos, tres, cuatro, cinco. No se le mueve ni un músculo de la cara. Es como si estuviera en trance.

Aparta la mano al fin.

– Esto es lo que él no tenía. Era un poco mariquita, la verdad.

Rodea a Matryona con un brazo y le da un achuchón. Ella responde sin reservas y aprieta su rubia cabecita contra el pecho de Nechaev, devolviéndole así el abrazo.

– Wachsam, wachsam! -susurra Nechaev con toda intención, y por encima de la niña agita el dedo quemado mirándole a él. Acto seguido se va.

Le cuesta unos instantes sacar algo en claro de esas extrañas sílabas. E incluso después de reconocer la palabra sigue sin entenderlo. Vigilante: ¿vigilante de qué?

Matryona está en la ventana, asomada a la calle. Le han brotado unas lagrimitas, pero está tan excitada que no puede sentirse triste.

– ¿Estará a salvo? ¿Usted qué cree? -pregunta, pero no espera respuesta-. ¿Me voy con él? Podría fingir que es ciego y que yo le guío.

Solo es una idea pasajera.

Él está detrás de ella, muy cerca. Casi ha oscurecido; empieza a nevar. Su madre volverá pronto a la casa.

– ¿Te cae bien? le pregunta él.

– Humm.

– Tiene una vida agitada, ¿verdad?

– Humm.

Ella apenas lo escucha. ¡Qué desigual competición! ¿Cómo va a rivalizar con esos jóvenes que vienen quién sabe de dónde, que se van como por ensalmo, que huelen a aventura y a misterio? Vidas agitadas, desde luego: es ella la que debería estar wachsam.

– ¿Por qué te gusta tanto, Matryosha?

– Porque es el mejor amigo de Pavel Alexandrovich.

– ¿De veras lo crees así? -rebate él sin demasiada convicción-. Yo creo que soy yo el mejor amigo de Pavel Alexandrovich. Yo seguiré siendo su amigo cuando todos los demás lo hayan olvidado. Yo soy su amigo de por vida.

Ella se da la vuelta, se aleja de la ventana y lo mira con extrañeza, a punto de decir algo. ¿Qué? Tal vez, «Usted no es más que el padrastro de Pavel Alexandrovich». O puede que diga algo muy diferente, algo como, por ejemplo, «No me hable en ese tono de voz».

La niña se aparta el cabello de la cara en un gesto que él ha terminado por reconocer como indicio de su azoramiento, e intenta arrimársele y meterse bajo su brazo. Él la detiene físicamente, impidiéndole el paso.

– Tengo… -susurra-. Tengo que ir a esconder la ropa.

Le concede un momento más para que sienta su indefensión. Luego, se hace a un lado.

– Tírala por el excusado -dice-. Nadie mirará ahí.

Ella arruga la nariz.

– ¿Ahí…? -dice. ¿En…?

– Sí, haz lo que te digo. Si no, dámela y vuelve a la cama. Yo lo haré por ti.

– Por Nechaev no, pero por ti sí.

Envuelve la ropa en una toalla y baja las escaleras sigilosamente, hacia el excusado. Pero entonces se lo piensa dos veces: ropa entre los excrementos. ¿Y si estuviera subestimando a los barrenderos que vienen de noche a llevarse los desechos?

Se percata de que el portero lo está observando desde su cubil, así que sale decididamente a la calle. Se da cuenta de que ha salido sin abrigo. Al subir las escaleras, se encuentra de manos a boca con Amalia Karlovna, la vieja que vive en el primero. Sostiene un plato de pasteles de canela, como si quisiera darle la bienvenida.

– Buenas tardes, señor -dice ceremoniosamente. El murmura un saludo y pasa deprisa a su lado.

¿Qué es lo que está buscando? Un agujero, una oquedad en la que pueda desaparecer ese fardo que de repente y con obstinación es suyo, un escondrijo donde pueda olvidarlo. Sin causa que lo justifique ni razón que lo explique, se ha convertido en una muchacha con un recién nacido muerto en los brazos, o en un asesino con un hacha ensangrentada. La ira que siente contra Nechaev crece de nuevo en él. ¿Por qué arriesgo mi vida por ti, quiere gritar, si tú para mí no eres nada? Pero al parecer es demasiado tarde. En el instante en que aceptó el fardo de manos de Matryona tuvo lugar una transformación: ya es imposible volver a lo que fue antes.

Al final del corredor, en una habitación vacía, sabe que hay un montón de yeso y de escombros. Escarba sin mucho ánimo, solo con la punta de la bota. Un albañil deja la paleta y, por la puerta entreabierta, lo mira con desconfianza.

Al menos no le sigue ningún Ivanov. Quién sabe: puede que Ivanov haya sido sustituido por otro. ¿Quién será el nuevo chivato? ¿No será ese albañil el que recibe un dinero por no perderlo de vista? ¿Será quizá el portero?

Se embute el fardo bajo la chaqueta y de nuevo sale a la calle. El viento es como un paredón de hielo. Dobla por la primera esquina, dobla por la siguiente: llega al mismo callejón sin salida en donde encontró al perro. Hoy no hay ningún perro. ¿Murió el perro durante la noche en que él lo abandonó a su suerte?

Deja el fardo en un rincón. Los rizos, sujetos a la cofia con horquillas, ondean al viento tan cómicos como siniestros. ¿De dónde habría sacado Nechaev los rizos? ¿De una de sus hermanas? ¿Cuántas hermanitas tendrá, todas ellas muriéndose de ganas por cortarse sus rizos de doncella para entregárselos a él?

Quita las horquillas e intenta en vano partir la cofia en dos; la arruga e intenta introducirla por la cañería a la que estaba atado el perro. Luego procura hacer lo propio con el vestido, pero la cañería es demasiado estrecha.

Nota una mirada que le taladra por la espalda; se da la vuelta. Desde una ventana del segundo, dos niños lo miran fijamente. Detrás de ellos se vislumbra la sombra de una tercera persona, más alta que los dos.

Hace lo posible por sacar la cofia de la cañería, pero no lo consigue. Maldice su estupidez. Con la cañería atascada, la alcantarilla se desbordará. Alguien vendrá a investigar, y encontrará la cofia. ¿Quién metería una cofia por un canalón? ¿Quién, salvo un alma atormentada por la culpa?

Se acuerda otra vez de Ivanov: Ivanov, tantas veces ha dicho Ivanov que el nombre se le ha posado como un sombrero. Ivanov fue asesinado, pero Ivanov no llevaba sombrero, y menos aún una cofia de mujer. Así pues, la cofia no será relacionada con Ivanov. Por otra parte, ¿no podría ser la cofia del asesino de Ivanov? Qué fácil para una mujer matar a un hombre: basta con que lo engatuse y lo lleve con arrumacos hasta un callejón, basta con que acepte su abrazo y sus embates de espaldas contra una tapia, y en el momento culminante del coito basta con que le busque las costillas y le hinque el alfiler del sombrero en el corazón. Un alfiler largo y punzante, que no deja rastro de sangre. A lo sumo, una herida minúscula.

Se arrodilla en el rincón en que arrojó las horquillas, pero está tan oscuro que no las encuentra. Le hace falta una vela. ¿Qué vela aguantaría encendida con ese vendaval?

Está tan cansado que le cuesta trabajo ponerse en pie. ¿Estará enfermo? ¿Le habrá contagiado Matryona? ¿O es un nuevo ataque que viene de camino? Esa fatiga tremenda ¿es eso lo que augura?

A cuatro patas, levanta la cabeza y olfatea el aire como un animal salvaje; intenta concentrar toda su atención en su horizonte interior. Si lo que se adueña de él poco a poco es un ataque, también se está adueñando de sus sentidos. Tiene los sentidos tan entumecidos como las manos.

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