Se encuentran en el transbordador. Cuando ve las flores que lleva Matryona, nota que le entra cierto fastidio. Son pequeñas, blancas, modestas. Desconoce si Pavel tendrá una flor favorita entre todas las demás, pero serán rosas, da igual cuánto cuesten las rosas en pleno mes de octubre, rosas rojas como la sangre, son lo menos que él merece.
– Pensé que podríamos plantarlas -dice la mujer, leyéndole el pensamiento. He traído una azadilla. Se llaman serradellas. Florecen bastante tarde.
Y es entonces cuando ve en efecto que las raíces van envueltas en un paño húmedo.
Toman el pequeño transbordador de la isla de Yelagin, que él no visita desde hace años. Si no fuese por dos viejas vestidas de negro, serían los únicos pasajeros. Hace un día frío, neblinoso. A medida que el transbordador se acerca a la costa, un perro gris y escuálido comienza a corretear por el muelle de punta a punta, aullando con ansiedad. El piloto del transbordador lo ahuyenta con el bichero; el perro se retira a cierta distancia, hasta sentirse a salvo. La isla de los perros, piensa él. ¿Habrá jaurías enteras que merodean entre los árboles, esperando a que se vayan los dolientes antes de ponerse a escarbar la tierra?
En la caseta del guarda está Anna Sergeyevna, a la cual aún sigue considerando la casera, que pregunta por dónde ir mientras él la espera fuera. Luego caminan por las avenidas entre los muertos. Él ha empezado a llorar. ¿Por qué ahora?, se dice, irritado consigo mismo. Sin embargo, las lágrimas le sientan bien a su manera, como un suave velo de ceguera que se interpone entre el mundo y él.
¡Mamá, por aquí! llama Matryona.
Se encuentran ante un montón de tierra entre otros muchos montones, con estacas en forma de cruz clavadas sin más complicaciones; todas llevan una placa con números pintados. Intenta que ese número, el número de su hijo, no se aloje en su mente, pero no antes de haber visto los sietes y los cuatros, ni antes de haber pensado que nunca volverá a apostar al siete. Nunca más.
Es el momento en el que debería postrarse sobre la tumba. Pero todo es demasiado repentino, ese lecho de tierra en concreto es demasiado extraño, no encuentra en su corazón ni una migaja de sentimiento por ese montón de tierra. También desconfía de la cadena de manos indiferentes por las cuales ha debido de pasar el cuerpo de su hijo mientras él aún estaba en Dresde, ignorante como los borregos. Del muchacho que aún pervive en su memoria al nombre que figura en el certificado de defunción y al número de la estaca, todavía no está preparado para aceptar la secuela que ha impuesto la fatalidad. Es provisional, piensa: no hay números definitivos, todos son provisionales; en caso contrario, el juego tendría que terminar tarde o temprano. Al cabo de poco dará vueltas la rueda, empezarán a moverse los números, todo irá bien otra vez.
El montón de tierra tiene el volumen e incluso la forma de un cuerpo yacente. De hecho, no es nada más que el volumen de tierra fresca que ha desplazado un ataúd de madera tosca en cuyo interior hay un joven bastante alto. Hay en todo esto algo que no tolera pensar, algo que quiere alejar de su lado. Ocupan el lugar del pensamiento los recuerdos amargos como la hiel de lo que estuvo haciendo en Dresde durante todo el tiempo en que aquí en Petersburgo se llevaba a cabo con total indiferencia el proceso del depósito, la numeración, el embalaje, el transporte, el entierro ¿Por qué no hubo ni un soplo de presagio en el aire de Dresde? ¿Es que han de perecer multitudes antes de que tiemblen los cielos?
Entre las imágenes que regresan agolpadas hay una en la que él mismo se encuentra en el cuarto de baño del piso de Larchenstrasse, recortándose la barba frente al espejo. Reluce la grifería de cobre en el lavabo; el rostro del espejo, absorto en su tarea, es el de un desconocido del pasado. Yo ya era viejo entonces, piensa. Se había dictado sentencia, y la carta de la sentencia, a mí destinada, iba de camino y pasaba de mano en mano, solo que yo no lo sabía. La alegría de tu vida ha terminado. Eso dictaba la sentencia.
La casera abre un hoyo al pie del montón de tierra.
– Por favor -le dice, y hace un gesto. Ella se hace a un lado.
Se desabrocha el gabán, se desabrocha la chaqueta, se arrodilla y se inclina con torpeza hacia adelante, hasta quedar totalmente tendido sobre el montón de tierra, con los brazos bien extendidos longitudinalmente. Llora con total libertad; le chorrea la nariz. Se frota la cara con la tierra húmeda, entierra en ella la cara.
Cuando se levanta, la tierra le ensucia la barba, el cabello, las cejas. La niña, a la que no ha prestado ninguna atención, lo mira con ojos de asombro. Se sacude la tierra de la cara, se suena la nariz, se abrocha los botones. ¡Qué escenificación tan judía!, se dice. ¡Que lo vea, que lo vea bien! ¡Que se entere de que uno no es de piedra! ¡Que se dé cuenta de que no hay límites!
Algo destella en sus ojos cuando la mira; ella se vuelve confundida y se aprieta contra su madre. ¡Vuelve al nido! Una terrible maldad brota de él con destino a todos los seres vivos, y sobre todo a los niños vivos. Si en esos momentos hubiera allí un recién nacido, lo arrancaría de brazos de su madre y lo arrojaría contra una roca. Herodes, piensa: ¡ahora sí que entiendo a Herodes! ¡Que la perpetuación de la especie termine de una vez!
A las dos les vuelve la espalda y se aleja caminando. Pronto deja atrás la zona más reciente del cementerio y deambula entre piedras antiguas, entre los que llevan mucho tiempo muertos.
Cuando regresa, se encuentra con que la serradella está plantada.
– ¿Quién va a cuidar de la planta? -pregunta con hosquedad.
Ella se encoge de hombros, no es una pregunta que a ella le toque responder. Ahora le toca a él, le toca decir: yo vendré todos los días a cuidar de la planta, a regarla y recortarla, o decir si no: Dios tendrá que cuidar de ella, o incluso: Nadie va a cuidar de ella, así que mejor será dejarla morir.
Las florecillas blancas se mecen alegremente con la brisa.
Sujeta a la mujer por el brazo.
– No está aquí, él no está muerto -le dice, aunque se le quiebra la voz.
– No, claro que no está muerto, Fiodor Mijailovich- le habla con naturalidad, con ánimo de consolarle. Más aún: en esos momentos es también maternal, no solamente con su hija, sino también con Pavel.
Tiene las manos pequeñas, los dedos esbeltos y algo infantiles, aunque tenga un tipo algo entrado en carnes. Es absurdo, pero a él le gustaría apoyar la cabeza sobre su pecho y sentir cómo esos dedos le acarician el cabello.
La inocencia de las manos, renovada siempre. Un recuerdo vuelve a él: el tacto de una mano, un tacto íntimo, en la oscuridad. Pero ¿de quién es esa mano? Las manos emergen a la luz del día como animales desvergonzados, desmemoriados.
– Debo tomar nota del número -dice evitando mirarle a los ojos.
– Ya tengo el número -contesta ella.
¿De dónde viene ese deseo? Es un deseo agudo, feroz: quiere tomar a esa mujer del brazo, arrastrarla detrás de la caseta del guarda, levantarle el vestido, copular con ella.
Piensa en los dolientes en un velatorio, piensa en cómo se abalanzan sobre la comida y la bebida. Hay en eso una especie de exultación, una jactancia que se espeta a la cara de la muerte: ¡a nosotros no nos tienes!
Vuelven al muelle. El perro gris se les acerca a hurtadillas, con cautela. Matryona quiere acariciarlo, pero su madre la disuade. Hay algo raro en ese perro: una llaga abierta, enconada, le recorre el dorso desde la base de la cola. En todo momento gime muy bajo, o bien se deja caer de cuartos traseros, y ataca la llaga con los dientes.
Volveré mañana, promete: volveré solo, hablaremos tú y yo. En la idea de regresar, de cruzar el río, de hallar el camino hasta el lecho de su hijo y de estar a solas con él en la neblina, hay una sofocada promesa de aventura.