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Ocupa una de las sillas; ella se sienta frente a él. La mesa es estrecha; sus pies se tocan un instante, y él cambia de postura.

Aunque ella está de espaldas a la ventana, ahora comprende por qué lleva tantísimo maquillaje. Tiene la piel totalmente picada de viruela. Qué pena, se dice, no es una belleza, pero pese a todo sigue siendo bien parecida.

El pie de ella de nuevo toca el suyo y descansa en el suelo rozándole el interior del suyo.

Una turbadora excitación le recorre el cuerpo. Igual que el ajedrez, piensa: dos jugadores frente a frente, en una pequeña mesa, ejecutan sus movimientos con toda deliberación. ¿Es esa intencionalidad lo que le excita, el pie contrario levantado como si fuera un peón y colocado frente al suyo? Y la tercera persona, el vigilante que no ve, la inocente que mira a donde no debe: ¿también desempeña su papel? Intencionalidad y relumbrón, un relumbrón que tiene visos de resultar a su manera apasionante. ¿Dónde habrán aprendido tanto de él, de sus deseos?

Una cantante, una contralto: una reina contralto.

– Usted conocía a mi hijo -dice.

– Era un mero seguidor, una mascota.

Está familiarizado con este término y le duele. Una mascota: un advenedizo en los círculos estudiantiles, útil para hacer los recados y poco más.

– Pero ¿era amigo suyo?

Ella se encoge de hombros.

– La amistad es algo afeminado. No nos hace ninguna falta la amistad.

Afeminado: ¡extraña palabra en labios de una mujer! Ya empieza a tener la sensación de que sabe más de lo que desea saber. El pie sigue apoyado contra el suyo, pero ahora hay algo inerte en su presión, inerte y pesado, amenazador incluso. Deja de ser un pie para ser una bota. Pavel no se prestaría a estos juegos. La visión de Pavel vuelve en toda su intensidad: Pavel caminando hacia él, con la joven al lado, su novia, que queda sin embargo ocluida. Pavel sonríe, y su sonrisa dimana una especie de gloria. ¡Mi amigo!, piensa. Un feroz amor le retuerce el corazón. Y esto, piensa, ¿es esto lo que he de aceptar en vez de ti, y encima conformarme?

– Si no les hace ninguna falta la amistad, Dios les asista -murmura.

Se levanta de la mesa y da la espalda a las dos mujeres. ¿Qué aspecto tendré?, se pregunta. No hay espejos a su alcance. Cuando vuelve a sentarse, las lágrimas que lo amenazaban han desaparecido.

– ¿Qué hicieron con mi hijo? -pregunta con voz apagada.

La mujer se apoya con los codos sobre la mesa y lo traspasa con su mirada azul. A través de la capa de maquillaje, en los cráteres del mentón, descubre cañones que la cuchilla no ha llegado a afeitar. Y la espesura de las cejas unidas sobre el puente de la nariz es excesiva. Cualquier mujer habría optado por depilárselas, cualquier mujer le habría dicho que lo hiciera. ¿Será la finesa también un muchacho, un chaval regordete? De golpe se siente asqueado por los dos.

Ella, o él, le habla. Es Nechaev en persona, de eso no le cabe la menor duda. El disfraz se le hace de improviso transparente. El recuerdo le llega con súbita claridad: en el vestíbulo del salón en que se celebraba el Congreso por la Paz, durante un intermedio entre dos sesiones, Nechaev a solas en una esquina, comiéndose como un lobo los bocadillos, fulminando a todos con la mirada, retador en aquella sala llena de adultos: Si, reíros si os atrevéis, reíros del pequeño colegial. Su cara tenía el aire de un colegial sorprendido en el retrete con los pantalones bajados, vulnerable, pero desafiante. Reíros, que un buen día me devolveréis lo que me pertenece.

Recuerda un comentario hecho por la princesa Obolenskaya, la amante de Mrockowski: «Puede que sea el enfant terrible del anarquismo, pero la verdad es que más le valdría hacer algo para arreglarse la viruela».

– Teniendo en cuenta lo que la policía hizo a su hijo-dice ahora Nechaev, me sorprende que no esté usted encolerizado. Ya lo dice el Evangelio: ojo por ojo, diente por diente.

– Maldito embustero, ¡eso no está en el Evangelio! ¿Qué me está diciendo de Pavel? ¿Por qué va vestido con ese ridículo atuendo?

– Espero que no haya creído usted la historia del suicido. Isaev no se quitó la vida, eso no es más que una patraña que la policía ha puesto en circulación. No pueden aplicar la ley en contra de nosotros, y por eso perpetran esta clase de repugnante asesinato. Claro está que usted debe de tener sus dudas. Si no, ¿por qué está aquí?

Toda la afectada suavidad del hombre ha desaparecido: la voz es la suya. Mientras va de un lado a otro de la habitación, el vestido azul susurra. ¿Lleva pantalones debajo, o va con las piernas desnudas? ¿Qué se sentirá al caminar con las piernas desnudas y sin embargo ocultas, rozándose una con otra?

– ¿Cree usted que no estamos todos nosotros en peligro? ¿Cree usted que lo que más me apetece es tener que esconderme por ahí, circular disfrazado por mi propia ciudad, la que me vio nacer? ¿Sabe qué se siente al ser mujer y estar sola por las calles de Petersburgo? -Levanta la voz, la cólera se adueña de él-. ¿Sabe qué cosas hay que oír? Los hombres no te dejan a sol ni a sombra, te susurran porquerías como no se podría imaginar, y nada puede hacer uno para defenderse. -Se domina. ¡Quién sabe, tal vez lo imagine usted perfectamente! Tal vez lo que le describo le resulte perfectamente familiar.

La finesa ha tomado un cuenco de patatas que apoya en el regazo a la vez que las monda. Tiene la cara en paz; más que nunca parece una abuelita.

– Empieza a hacer frío-dice.

¡Locos, están locos los dos! ¿Qué estoy haciendo aquí?, se dice. ¡He de encontrar el camino que me lleve de vuelta a Pavel!

– Por favor, repita… Repita, si es tan amable, lo que estaba diciendo sobre mi hijo -dice.

– Como quiera; permítame que le hable de su hijo. El veredicto oficial es que se suicidó. Si usted se lo cree, es verdaderamente un alma cándida, por no decir que es un alma criminalmente cándida. ¿No fue usted un revolucionario en los viejos tiempos, o me equivoco? No me cabe duda de que sabe usted perfectamente que la lucha nunca ha terminado. ¿O es que ha firmado usted la paz por su cuenta y riesgo? Los que estamos en el frente somos acosados, apresados, torturados y asesinados. Siempre hubiese dicho que usted lo sabría, y que habría escrito algo al respecto, especialmente si se piensa que la gente nunca sabrá la verdad sobre su hijo y sobre tantos otros que han sido asesinados como él, menos aún por nuestros vergonzosos periódicos rusos.

La voz de Nechaev se torna más baja, más intensa.

– Lo que le ocurrió a su hijo puede ocurrirnos cualquier día a mí o a cualquiera de nuestros camaradas. Usted dice no saber nada de esto. Pero le bastará con ir a las calles, ir a los mercados y tabernas en donde se reúne el pueblo, para descubrir que el pueblo sí lo sabe. ¡No sé cómo, pero lo sabe! Y cuando llegue el día del juicio, aquí nadie olvidará quién sufrió y quién murió por ellos, y quién no movió ni un dedo.

Cristo encolerizado, piensa: ése es el modelo en que quiere verse. El Cristo del Antiguo Testamento, el Cristo que expulsó a correazos a los usureros del templo. Hasta el disfraz resulta adecuado: no es un vestido, sino una túnica. Es un imitador, un impostor, un blasfemo.

– ¡A mí no me venga con amenazas! -le replica-. ¿Con qué derecho habla usted en nombre del pueblo? El pueblo no es vengativo. El pueblo no pasa su tiempo tramando conjuras.

– El pueblo sabe quiénes son sus enemigos, el pueblo no gasta las lágrimas en llorar a sus enemigos cada vez que estos terminan como se merecen. En cuanto a nosotros, ¡al menos sabemos qué hay que hacer! ¡Al menos lo estamos haciendo! Es posible que usted también lo supiera, pero de eso hace ya tiempo, y ahora no puede más que balbucear, menear la cabeza, llorar. Eso es una blandura. Nosotros no somos blandos, no lloramos, no perdemos el tiempo en conversaciones inteligentes. Hay cosas de las que se puede hablar y cosas de las que no se puede hablar, cosas que solo pueden hacerse cuanto antes. Nosotros no hablamos, no lloramos, no pensamos sin cesar en que por una parte tal, por otra parte cual. ¡Nosotros lo hacemos, y punto!

– ¡Excelente! Ustedes lo hacen, y punto. ¿Y de dónde obtienen sus instrucciones, me pregunto yo? ¿Obedecen acaso a la voz del pueblo, u obedecen a su propia voz, tenuemente disfrazada, eso sí, para que no sea obligatorio reconocerla?

– ¡Otra pregunta inteligente! ¡Otra pérdida de tiempo! Estamos hartos, asqueados de la inteligencia. Están contados los días que le restan a la inteligencia. La inteligencia es una de las cosas de las que hay que deshacerse. Llega el día de la gente de a pie, y la gente de a pie no se distingue por ser inteligente. La gente de a pie lo que quiere es que se hagan las cosas. Y en cuanto estén hechas las cosas, será la gente de a pie la que decida qué será cada cosa, y también decidirá si va a estar permitida esa inteligencia.

– ¡Y decidiremos si los libros inteligentes y todas esas cosas van a estar permitidas! -La finesa se suma a la conversación bastante enardecida, excitada incluso.

¿Será posible, piensa con profundo disgusto, que Pavel haya sido amigo de personas como estas, capaces de darse esas ínfulas, siempre ansiosas de azotarse hasta alcanzar ese frenesí de superioridad moral? Ese lugar es como un convento en España en tiempos de Loyola: muchachas de buena familia que se autoflagelan, que se echan a rodar por el suelo presas del éxtasis, que babean sin contenerse, o que ayunan, que rezan durante un sinfín de horas, que aspiran a ser llevadas a los brazos del Salvador. Extremistas todos ellos, sensualistas hambrientos del éxtasis de la muerte, matar o morir, lo mismo da una cosa que otra. ¡Y Pavel entre ellos!

Le estalla de pronto en las manos la idea del último momento de Pavel, del cuerpo de un joven de sangre caliente, de un ser en lo mejor de la vida, al chocar contra la tierra; la idea del aliento contenido en los pulmones, del quebrarse de los huesos, la sorpresa, sobre todo la sorpresa ante el hecho de que el final fuese real, de que no hubiese una segunda oportunidad. Por debajo de la mesa se retuerce las manos presa de esa agonía. Un cuerpo que golpea la tierra: ¡la muerte, la medida de todas las cosas!

– Demuéstreme… -dice-. Demuéstreme lo que dice sobre Pavel.

Nechaev se acerca más a él.

– Lo llevaré si quiere al lugar de los hechos. Le ofrece, y separa cada palabra con nitidez-. Le llevaré al lugar de los hechos y allí le abriré los ojos.

En silencio, se pone en pie y se tambalea camino de la puerta. Encuentra la escalera y desciende, pero se pierde al llegar al callejón. Llama al azar a la primera puerta que ve. No hay respuesta. Llama a otra puerta. Le abre una mujer de aspecto cansino, en zapatillas, y se hace a un lado para dejarlo entrar.

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