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Pavel está boca arriba. Tiene los ojos cerrados. Su cabello, mecido por la corriente, es suave como el de un niño.

De su garganta de tortuga sale un último grito, que a él más le parece un ladrido, y se precipita hacia el muchacho. Quiere besarle la cara, pero cuando lo toca con sus labios duros, no está del todo seguro: quizá le esté mordiendo.

Es entonces cuando despierta.

Según una vieja costumbre, pasa la mañana sentado ante el escueto escritorio de su cuarto. Cuando la doncella viene a limpiar, la despacha con un simple gesto. Pero no escribe ni una palabra. No es que esté paralizado; su corazón bombea la sangre a buen ritmo, tiene la cabeza despejada. En cualquier momento podría empuñar la pluma y formar las letras sobre el papel. Pero se teme que la escritura fuese la de un demente: página tras página de vilezas, obscenidades indomeñables. Piensa en la demencia como si fluyera por la arteria de su brazo derecho hasta llegarle a la yema de los dedos, a la pluma y al papel. Fluye como un arroyo, no tendría siquiera que mojar la pluma una sola vez. Lo que fluye y se posa sobre el papel no es ni sangre ni tinta, sino un ácido negro que se pone de un repugnante color verdoso si le da la luz de refilón. Sobre el papel no se seca: si alguien pasara el dedo por encima, notaría una sensación líquida y eléctrica a la vez. Una escritura que hasta los ciegos podrían leer.

Por la tarde regresa a la calle Svechnoi, al cuarto de Pavel. Cierra la puerta interior que da a la vivienda y apoya una silla contra el pestillo. Luego extiende el traje blanco sobre la cama. A la luz del día ve que los puños están bastante sucios. Olisquea los sobacos y el olor le llega con claridad: no es el de un niño, sino el de otro hombre adulto. Aspira ese olor una y otra vez. ¿Cuántas veces se podrá oler antes de que se desvanezca? Si el traje estuviera guardado en una urna de cristal, ¿se preservaría también ese olor?

Se desviste y se pone el traje blanco. Aunque la chaqueta le queda holgada y los pantalones son demasiado largos, no se siente como un payaso.

Se tiende en la cama y cruza los brazos. Es una postura teatral, pero está dispuesto a ir allí adonde le lleven sus impulsos. Al mismo tiempo, no tiene ninguna fe en el impulso.

Imagina una visión de Petersburgo, la ciudad extendida en toda su vastedad, achatada, bajo las estrellas inmisericordes. Una palabra en caracteres hebreos aparece escrita en un pergamino que ocupa el cielo entero. No sabe leer esa palabra, pero sí sabe que se trata de una condena, de una maldición.

Se ha cerrado una verja detrás de su hijo, una verja ahora asegurada con siete llaves y candados de hierro. La tarea que tiene encomendada es abrir esa puerta.

Pensamientos, sensaciones, visiones. ¿Confía en todo eso? Vienen de lo más profundo de su corazón, pero no tiene mayor razón para confiar en el corazón que en la razón misma.

Voy de retirada de un lugar a otro, piensa; cuando haya concluido la retirada, ¿qué quedará de mí?

Se imagina que volviera a la matriz, o que volviera al menos a algo que fue suave, fresco, gris. Tal vez no sea solo una matriz: tal vez se trate del alma, tal vez así sea como se presenta el alma.

Oye un susurro bajo la cama. ¿Un ratón ocupado en sus quehaceres? Le da igual. Se da la vuelta, se lleva la chaqueta blanca a la cara, aspira.

Desde que tuvo noticia de la muerte de su hijo, en él ha ido menguando algo que considera firmeza. Soy yo el que está muerto, piensa; mejor dicho, yo he muerto, pero mi muerte no terminó de llegar. La idea que tiene de su propio cuerpo es que resulta fuerte, robusto, y que no cederá de por sí. Su pecho es como un barril de recias duelas. Su corazón seguirá latiendo largo tiempo. Sin embargo, algo lo ha sacado del tiempo de los hombres. La corriente que lo lleva no deja de fluir, aún sigue su curso, puede que obedezca incluso a una intención determinada, pero esa intención ha dejado de responder a la vida. Esa corriente que lo lleva es agua muerta, es una corriente inerte.

Se queda dormido. Cuando despierta, ha anochecido y el mundo entero está en silencio. Enciende un fósforo, intenta despejarse, sacudirse el embotamiento. ¿Pasa ya de la medianoche? ¿Dónde ha estado?

Se mete debajo de la ropa de cama, duerme de manera intermitente. Por la mañana, de camino al lavabo, desaliñado y maloliente, tropieza con Anna Sergeyevna. Con el pelo recogido bajo una pañoleta, con las botas grandes, parece cualquier tendera del mercado. Lo mira con asombro.

– Me quedé dormido, estaba muy cansado -le explica. Pero no se trata de eso. Es el traje blanco, que él aún lleva puesto. Si no le importa- prosigue-, me alojaré en el cuarto de Pavel hasta que me marche. No serán más que unos cuantos días.

– Ahora no puedo hablar con usted, voy con prisa -le contesta. Está claro que no le agrada esa idea. Tampoco le ha dado su consentimiento. Pero él ya ha pagado, ella no puede hacer nada al respecto.

Se pasa la mañana entera sentado ante la mesa, en el cuarto de su hijo, con la cabeza entre las manos. Ni siquiera puede fingir que está escribiendo. Mentalmente vuelve cada dos por tres al momento en que murió Pavel. Lo que no soporta es pensar que, en la última fracción del último instante antes de su caída, Pavel supo que ya nada iba a salvarlo, que estaba muerto. Quiere creer que Pavel estuvo protegido contra esa certidumbre más terrible que la aniquilación misma, aunque solo fuera por la precipitada confusión de la caída, por ese modo que tiene la mente de volverse éter ante todo lo que sea demasiado inmenso de sobrellevar. Quiere creerlo de todo corazón. Al mismo tiempo, sabe que desea creer para hacerse éter también él frente a la constancia de que Pavel, al caer, lo sabía todo.

En momentos como este, no distingue a Pavel de sí mismo. Son la misma persona, y esa persona no es ni más ni menos que un pensamiento, ya sea Pavel que piensa en él, o él que piensa en Pavel. Ese pensamiento mantiene vivo a Pavel, suspendido en su caída.

De lo que quiere proteger a su hijo es de saber que está muerto. Mientras yo viva, piensa, ¡déjame a mí ser el que lo sepa! Mediante cualquier acto de voluntad que sea preciso, déjame a mí ser el animal pensante que se arroje al vacío.

Sentado ante la mesa, con los ojos cerrados y apretados los puños, aleja de Pavel el conocimiento de la muerte. Piensa en sí mismo como si fuera el tritón de la Piazza Barberini de Roma, el que se lleva a los labios una concha de la cual mana una fuente constante y cristalina. De día y de noche insufla la vida en el agua. Los tendones del cuello, plasmados en bronce, se tensan en ese esfuerzo.

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