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Ya sea porque ella nota que ha cambiado de tono, o porque él le ha tocado la fibra más sensible, la niña se asusta notoriamente.

– Si tú murieses, tu madre te lloraría durante el resto de su vida. Y yo también- añade, sorprendiéndose enseguida por lo dicho.

¿Es verdad? No, aún no lo es, pero quizá esté a punto de serlo.

Entonces, ¿puedo encender una vela por él?

– Sí, claro que puedes.

– ¿Y puedo mantenerla encendida?

– Sí. Dime una cosa. ¿Por qué es tan importante la vela?

Incómoda, la niña se retuerce.

– Pues para que no esté a oscuras -dice por fin.

Es curioso, pero así es como algunas veces también lo ha imaginado él. Un barco en la mar, una noche tormentosa, un muchacho que cae al agua. Manotea entre las olas, se mantiene a flote como sea; el muchacho grita aterrorizado respira y grita, respira y grita después de que el barco que ha sido su hogar deje de serlo del todo.

A popa hay un farol en el que fija la vista, un ápice de luz en una desolación de agua y noche. Mientras alcance a ver esa luz, se dice, no estaré perdido.

– ¿Puedo encender la vela ahora? -pregunta ella-

– Como quieras Pero todavía no pondremos el retrato ahí. Todavía no.

Ella enciende una vela y la coloca bajo el espejo. Luego, con una confianza que a él le pilla totalmente desprevenido, vuelve a la cama y apoya la cabeza contra su brazo. Juntos contemplan la llama de la vela. Desde la calle llegan los ruidos de los niños que juegan abajo. Sus dedos se cierran sobre el hombro de la niña, la estrecha con fuerza hacia sí. Siente cómo se pliegan sus jóvenes huesos, uno sobre otro, tal como se pliega el ala de un ave.

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