Apostar a todos los números… ¿sigue siendo ese el juego? Sin el riesgo, sin someterse a la voz que habla desde otra parte con cada golpe de los dados, ¿qué queda que sea realmente divino? Sin duda que Dios lo sabe, sin duda tendrá misericordia del jugador de corazón. Sin duda que la esposa cuyo marido se arrodilla ante ella y confiesa que se ha gastado en el juego hasta el último rublo, cuyo marido se golpea en el pecho y besa el dobladillo de su vestido, la esposa que lo ayuda a ponerse en pie y que le seca las lágrimas, la que sin decir palabra sale a la casa del prestamista a empeñar su alianza de boda y vuelve con el dinero («¡Toma!»), para que él pueda regresar a la sala de juegos y hacer una última apuesta que lo redima de todo, sin duda que esa mujer está tocada por la divinidad, esa mujer que se la juega apostando al hombre al que no le queda nada, una mujer que, cuando la alianza es empeñada primero y perdida después, sale por segunda vez en una misma noche y vuelve con más dinero para una nueva apuesta.
¿Está ungida por esa divinidad la mujer de ahí arriba, esa mujer cuyo nombre parece haber olvidado por ahora, a la cual llega a confundir con aquella Gnadige Prau, con su casera de Dresde? De ella ni siquiera sabe lo más elemental, lo primero, de ella solamente sabe lo último, lo más secreto: solo sabe cómo se entrega. Por cómo se entrega una mujer ¿puede adivinar un hombre cómo se entregará al dios del azar? Una mujer así… ¿está marcada por el abandono, por un abandono tal que ya no importa adonde la lleve, si al placer o al dolor, y que usa el cuerpo y lo sensual como mero vehículo, que lo usa únicamente por no poder disfrutar de una vida incorpórea? ¿Existe acaso una manera de hacer el amor, una manera que ella representa, y en la cual los cuerpos se aprietan uno contra otro, dentro y a través del otro, hasta ingresar en una oscuridad donde nada se oye, salvo el batir de las sábanas como si fuesen alas?
Los recuerdos de las noches que ha pasado con ella vuelven de golpe y lo alcanzan de lleno, y todo lo que en él estaba enmarañado se endereza y apunta como una flecha hacia ella. El deseo, con todos sus lujos, con toda su sensualidad, lo abruma Ella, piensa: es ella, ella es quien yo quiero. Por tanto…
Por tanto, sonríe para sus adentros, vuelve a bajar presuroso la escalera y a tientas llega al rincón donde ha anidado el hombre, el mercenario, el espía.
– Venga -dice en la oscuridad. Tengo una cama para usted.
– Este es mi puesto, y debo permanecer en mi puesto -replica el hombre con descaro.
Pero ahora nada va a estropear su buena disposición.
– El que usted espera terminará por llegar al tercer piso, se lo aseguro. Llamará a la puerta, aguardará con paciencia a que le abran, rehusará marcharse con las manos vacías.
Se oye un prolongado forcejeo y un crujir de papeles.
– No tendrá más lumbre, ¿verdad? -dice el hombre.
Enciende un fósforo; el hombre embute atropelladamente sus cosas en un bolso y se pone en pie.
Tambaleándose a oscuras, igual que dos borrachos, suben las escaleras. Ante la puerta de su cuarto le susurra al hombre que no haga ruido y lo toma de la mano para guiarlo. Es una mano desagradable, fofa.
Una vez dentro, enciende la lámpara. Le cuesta trabajo calcular qué edad tendrá el desconocido. Tiene la mirada juvenil, pero el cabello ralo y algo anaranjado, la calva pecosa y con manchas en la piel, así como su modo de conducirse, le hacen pensar en alguien agostado por los años y las desgracias.
– Me llamo Ivanov, Piotr Alexandrovich dice el hombre a la vez que amaga un taconazo, haciendo una desmañada reverencia- Funcionario, jubilado.
Hace un gesto hacia la cama.
– Acomódese -le dice.
– Seguramente se estará preguntando- dice el hombre a la vez que prueba el lecho- cómo es posible que una persona de mi posición termine por ser vigilante. Así es como lo llamamos en mi medio vigilar. -Se tiende en la cama y se estira.
Tiene el incómodo presentimiento de haberse enredado con uno de esos mendigos que, incapaces de hacer juegos malabares o de tocar el violín, se sienten en la obligación de corresponder a las limosnas relatando la historia de su vida.
– Por favor, no levante la voz dice-. Y quítese los zapatos.
– Usted es el hombre cuyo hijo fue asesinado, ¿verdad? Mi más profunda condolencia. Algo sé de lo que siente. Ojo, no todo, pero sí una parte. Yo he perdido dos hijos. Me fueron arrancados de los brazos, ¿sabe? Fiebre meníngea, así lo llaman los médicos. Mi esposa nunca se ha recuperado de un golpe tan terrible. Y es que podrían haberse salvado los dos, con que solo hubiésemos tenido dinero para pagar a un buen médico. Una tragedia, desde luego, aunque ¿a quién le importa? Hoy en día hay tragedias por todas partes. La tragedia se ha convertido en moneda corriente. Se incorpora. Si siguieras mi consejo, Fiodor Mijailovich, y confío en que no te importe que apeemos el tratamiento, si quieres saber cuál es el consejo de uno que ha pasado, por así decir, por la piedra de amolar, cede a tu pena, no la resistas, llora como una mujer. Ese es el gran secreto de las mujeres, eso es lo que les da ventaja sobre los hombres como nosotros. Saben cuándo ceder, cuándo echarse a llorar. Nosotros, tú y yo, no lo sabemos. Aguantamos, embotellamos la pena dentro de nosotros, la encerramos a cal y canto, hasta que se convierte en el mismísimo demonio. Y entonces nos da por cometer alguna estupidez, solo con tal de librarnos de la pena, aunque no sea más que un par de horas. Sí, cometemos alguna estupidez que luego habremos de lamentar durante toda la vida. Las mujeres no son así, porque conocen el secreto de las lágrimas. Tenemos que aprender del sexo débil. Fiodor Mijailovich; tenemos que aprender a llorar. Fíjate: a mí no me avergüenza llorar. El mes que viene se cumplirán tres años desde que sobrevino la tragedia ¡Y no me avergüenza llorar!
Es cierto que las lágrimas le ruedan por las mejillas. Se las frota con el puño, pero le siguen rodando. Mientras habla, parece que no tenga ninguna dificultad para llorar. A decir verdad, parece incluso bastante animado.
– A veces pienso que lloraré por mis niños durante el resto de mis días -añade.
Mientras Ivanov habla de sus «niños», él se distrae ¿Será que la gente le cuenta sus historias simplemente por ser escritor? ¿Es que se piensan que él no tiene sus propias historias que contar? Está fatigado; no se ha mitigado del todo el dolor de cabeza. Sentado en la única silla, mientras empiezan a piar los pájaros ahí fuera, está desesperado por dormir, o desesperado, a decir verdad, por la cama que ha cedido al otro.
– Ya hablaremos más tarde -le interrumpe con cautela-. Ahora, duerme. Si no, ¿que sentido tiene…?
– ¿Esta obra de caridad? -concluye Ivanov taimadamente-. ¿Es eso lo que ibas a decir?
Él no contesta.
– Permíteme tranquilizarte, porque no tienes que avergonzarte de la caridad continúa con un punto de dulzura. Desde luego que no. Es igual que la pena, y de la pena no tienes por qué avergonzarte. Tanto una como otra son impulsos generosos. Parece como si nos rebajasen estos impulsos generosos que a veces tenemos, pero la verdad es que nos exaltan. Y Él los ve, Él anota cada uno de estos impulsos nuestros, pues no en vano ve hasta lo más recóndito de nuestros corazones.
Con ímprobo esfuerzo logra entreabrir los párpados. Ivanov está sentado en la cama, con las piernas cruzadas como si fuese un ídolo. Qué charlatán, piensa. Cierra los ojos. Cuando despierta, Ivanov sigue ahí mismo, estirado sobre la cama, con las manos unidas bajo una mejilla, durmiendo a pierna suelta. Tiene la boca abierta; entre los labios, pequeños y rosados como los de un niño, le sale un delicado ronquido.
Hasta muy avanzada la mañana permanece con Ivanov. Ivanov, el comienzo de lo inesperado, piensa ¡veamos, pues, adonde nos lleva lo inesperado! Hasta ahora, nunca había transcurrido el tiempo tan lentamente. Nunca había estado el aire tan desprovisto de revelaciones. Por fin, hastiado, despierta al hombre.
– Hora de irte, tu turno ha terminado dice.
Ivanov parece ajeno a la ironía. Está despejado, animado; ha descansado bien.
– ¡Uh! -bosteza-. ¡Antes debo ir al lavabo! Y luego, al volver-: No tendrás nada que compartir para desayunar, ¿verdad?
Conduce a Ivanov a la vivienda. Su desayuno está preparado y la mesa puesta, pero él no tiene apetito. A Ivanov le brillan los ojillos, una gota de saliva le baja por el mentón. Pero come con decoro, y sorbe la taza de té con el meñique extendido y ganchudo. Cuando termina, se arrellana y suspira contento.
– ¡Cuánto me alegro de que nuestros caminos se hayan cruzado! comenta. El mundo puede que sea frío y desabrido, Fiodor Mijailovich, como seguramente sabes por experiencia propia. No me estoy quejando, cuidado. Cada cual tiene lo que se merece, en el sentido más elevado de la palabra. No obstante, a veces me pregunto si no mereceremos también, todos y cada uno, un refugio donde podamos beneficiarnos de la piedad. Lo planteo como simple pregunta, como interrogación filosófica. Aun cuando no figure en las Escrituras, ¿no es propio del espíritu de las Escrituras? ¿No nos merecemos lo que no nos merecemos? Dime, ¿qué te parece?
– Sin duda, pero esta vivienda por desgracia no me pertenece. Ya es hora de que te marches.
– Solo tardo un momento; permíteme una última observación. No fue hablar por no callar, y tú lo sabes bien, lo que te dije anoche, aquello de que Dios ve hasta lo más recóndito de nuestros corazones. Puede que no sea yo un santurrón como Dios manda, pero eso no me impide decir la verdad. La verdad puede llegarnos, bien lo sabes, por caminos tortuosos y llenos de misterios. Se golpea con dos dedos en la frente, con un gesto intencionado. Nunca llegaste a soñar, ¿a que no?, la primera vez que me viste, que un buen día íbamos a estar juntos los dos, tomando un té como dos personas civilizadas. Sin embargo, ¡aquí estamos!
– Lo lamento, pero no te sigo; tengo la cabeza en otras cosas. Ahora de veras tienes que irte.
– Sí, tengo que irme. Yo también tengo obligaciones que cumplir. -Se levanta, se echa la manta sobre los hombros como si fuera un capote, le tiende una mano. Adiós. Ha sido todo un placer conversar con un hombre tan culto.
– Adiós.
Le alivia librarse de él, pero persiste en su cuarto un olor viciado, nauseabundo. A pesar del frío, tiene que abrir la ventana.
Media hora más tarde alguien llama a la puerta de la vivienda. ¡No será ese hombre otra vez!, piensa, y abre la puerta con una mueca de hostilidad.