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Reconoce la imprenta de inmediato; es el mismo modelo anticuado, una Albion fabricada en Birmingham, igual que la que utilizaba su hermano para imprimir pasquines, octavillas, programas de mano. Nada de miles de ejemplares; si acaso, doscientos por hora.

– La fuente del poder que tiene todo escritor -dice Nechaev dando una palmada sobre la máquina-. Su comunicado será distribuido entre las células esta misma noche, y mañana estará en la calle. Si lo prefiere, podemos esperar hasta que usted haya cruzado la frontera. E incluso si le acusan, siempre podría decir que es una falsificación. Para entonces ya no tendrá ninguna importancia, porque habrá surtido su efecto.

Hay otro hombre en la estancia, mayor que Nechaev: un hombre enjuto, de pelo negro, tez cetrina y ojos negros, sin brillo, encorvado sobre la mesa de composición, con el mentón entre las manos. No les presta ninguna atención, y Nechaev tampoco lo presenta.

– ¿Mi comunicado? -pregunta.

– Sí, su comunicado. Cualquier comunicado que quiera hacer. Puede ponerse a escribir aquí mismo, ahora, para ganar tiempo.

– ¿Y si decido contar la verdad?

– Le prometo que lo que usted escriba, sea lo que sea, nosotros lo distribuiremos.

– La verdad tal vez sea más de lo que puede aguantar una imprenta manual.

– Déjalo en paz. -La voz es la del otro, que sigue repasando el texto que tiene delante. Es un escritor, él no trabaja así.

– Entonces, ¿cómo trabaja?

– Los escritores tienen sus propias reglas. No pueden trabajar si alguien los mira por encima del hombro.

– Deberían aprender nuevas reglas. La privacidad es un lujo sin el cual todos podemos pasar. El pueblo no necesita la privacidad.

Ahora que tiene público, Nechaev ha retomado su talante de siempre. En cuanto a él, está harto, asqueado de sus torpes provocaciones.

– He de irme- dice otra vez.

– Si no escribe usted, lo tendremos que hacer nosotros.

– ¿Qué quiere decir? ¿Escribir por mi?

– Sí.

– ¿Firmando con mi nombre?

– Con su nombre, claro. No tenemos otra alternativa.

– Eso no lo aceptará nadie. No le creerá nadie.

– Los estudiantes sí lo creerán. Tiene usted una gran acogida entre los estudiantes, ya se lo dije. Sobre todo si no tienen que leer un grueso volumen para recibir el mensaje. Los estudiantes están dispuestos a creer cualquier cosa.

– ¡Vamos, Sergei Gennadevich! -dice el otro con una voz que nada tiene de sorna. Se le marcan las ojeras; ha encendido un cigarro que fuma con nerviosismo. ¿Qué es lo que tienes contra los libros? ¿Qué tienes contra los estudiantes?

– Lo que no pueda decirse en una sola página es que no vale la pena decirse. Por otra parte, ¿por qué van a sentarse cómoda y lujosamente unos pocos a leer libros, si hay muchos que no saben leer, que no pueden leer aunque sepan? ¿Tú te crees que Sonya, la de ahí al lado, tiene tiempo para leer? Los estudiantes, por cierto, hablan demasiado. No hacen otra cosa que sentarse a discutir, a desperdiciar sus energías. La universidad es un sitio en donde te enseñan a discutir, de modo que nunca tengas que hacer realmente ninguna otra cosa. Es igual que los judíos cuando le cortan los cabellos a Sansón. Las discusiones son una trampa. Solo sirven para pensar que hablando podrán hacer un mundo mejor; no entienden que las cosas tienen que empeorar antes de que puedan ser mejores.

Su camarada bosteza; su indiferencia parece incitar a Nechaev.

– ¡Es verdad! ¡Por eso hay que provocarles! Si los dejas a su antojo, siempre recaerán en las charlas y los debates, y todo terminará por irse al garete. Así era su hijastro, Fiodor Mijailovich: no hacía más que hablar. La gente que sufre no necesita hablar, sino pasar a la acción. Nuestro objetivo es conseguir que actúen. Si logramos provocarles para que actúen, habremos ganado la mitad de la batalla. Puede que los aplasten, puede que se recrudezca la represión, pero eso creará más sufrimiento, más indignación, más deseos de pasar a la acción. Así son las cosas. Además, si algunos sufren, ¿qué justicia habrá hasta que no sufran todos? Así se acelerarán las cosas; le sorprenderá con qué rapidez puede avanzar la historia, siempre y cuando consigamos ponerla en marcha. Los ciclos serán cada vez más cortos. Si actuamos hoy, el futuro lo tendremos encima antes de que nos demos cuenta.

– A lo que veo, está permitida la falsificación. Todo está permitido.

– ¿Por qué no? ¿Qué novedad hay en eso? Todo está permitido si es en aras del futuro. Lo dicen incluso los creyentes; no me extrañaría que estuviera en la Biblia.

– Le aseguro que no lo está. Eso es algo que solo dicen los jesuitas, y no tendrán perdón. Usted tampoco.

– ¿Que no tendré perdón? ¿Quién sabe? Estamos hablando de un panfleto, Fiodor Mijailovich. ¿A quién importa quién escriba realmente un panfleto? Las palabras se las lleva el viento, hoy están aquí, mañana en otra parte. Nadie es dueño de las palabras. Y estamos hablando de las masas. Imagino que habrá estado usted en medio de una muchedumbre: a las masas no les interesan nada las cuestiones de la autoría. Una muchedumbre no tiene intelecto, solo tiene pasiones. ¿O acaso pretende decir otra cosa?

– Quiero decir que si, en nombre del futuro, impone adrede el sufrimiento sobre esas desdichadas criaturas de ahí al lado, usted tampoco tendrá perdón.

– ¿Adrede? Y eso ¿qué quiere decir? No hace usted más que hablar de los entresijos de las personas, de la mente. La historia nada tiene que ver con los pensamientos, la historia no es una creación mental. La historia se hace en las calles, y no me diga que ahora hablo de pensamientos. Eso no es más que otro truco de debate, tal vez muy inteligente, sí, como tantos otros con los que se confunden los estudiantes. Yo no hablo de pensamientos, y aun cuando así fuera, poco importaría. Puedo pensar una cosa ahora y otra dentro de un minuto, y eso no importa un comino mientras pase a la acción. La gente actúa. Además, ¡se confunde usted! ¡No tiene ni idea de teología! ¿No ha oído hablar de la peregrinación de la Madre de Dios? Al día siguiente del último día, después de que todo se haya decidido, después de que se hayan cerrado a cal y canto las puertas del infierno, la Madre de Dios dejará su trono en el cielo y peregrinará al infierno para suplicar por los condenados, se hincará de rodillas y se negará a ponerse en pie hasta que Dios ceda y los perdone a todos, incluso a los ateos y a los blasfemos. Así pues, ya ve usted que se equivoca, que le contradicen los libros que usted mismo maneja.

Y Nechaev le lanza una fulminante mirada de triunfo.

El perdón de todos. Le basta con pensar en eso y la cabeza le da vueltas. Y serán reunidos el padre y el hijo. Por el hecho de venir de la indigna boca de un blasfemo, ¿no ha de ser verdad? ¿Quién ha de promulgar en dónde residirá la Madre de Dios? Si Cristo está oculto, ¿por qué no iba a ocultarse aquí, en estos sótanos? ¿Por qué no iba a estar aquí en este preciso instante, en el niño que se alimenta a los pechos de la mujer de al lado, en la niña de los ojos apagados, sagaces, o en el propio Sergei Nechaev?

– Está usted tentando a Dios. Si lo juega todo a la carta de la misericordia de Dios, tenga por seguro que lleva las de perder. Mejor que no se le ocurra ese pensamiento, hágame caso, o caerá irremisiblemente.

Lo dice con voz tan espesa que a duras penas logra dar forma a las palabras. Por vez primera el camarada de Nechaev levanta la vista de su mesa, observándole con interés.

Como si percibiese su debilidad, Nechaev se le echa encima y lo acosa como a un perro.

– Han pasado dieciocho siglos desde la época de Dios, casi diecinueve. Estamos a punto de entrar en una nueva época en la que seremos libres de pensar lo que queramos. ¡No habrá nada que escape a nuestro pensamiento! Seguramente ya lo sabe. A la fuerza lo sabe usted: ¡es lo que dijo Raskolnikov en su libro, poco antes de caer enfermo!

– Es usted un demente, ni siquiera sabe leer -murmura. Pero ha perdido, y lo sabe. Ha perdido, porque en todo este debate no cree en sí mismo. Y no cree en sí mismo porque ha perdido. Todo se derrumba: la lógica, la razón. Mira fijamente a Nechaev y ve tan solo un cristal que titila a la luz del desierto, un cristal encerrado en sí mismo, inexpugnable.

– Ande con cuidado -dice Nechaev meneando un dedo con gesto significativo-. Tenga cuidado con las palabras que emplea conmigo. Yo soy de Rusia; cuando dice que soy un demente, está diciendo que Rusia es demente.

– ¡Bravo! -dice su camarada, y da un aplauso tenue y burlón.

Intenta por última vez darse ánimo.

– No, eso no es verdad. Es puro sofisma. Usted no es más que parte de Rusia, solamente una parte de la demencia de Rusia. Yo soy el que… -se lleva la mano al pecho, y perplejo por lo afectado de su gesto, la deja caer. Yo soy el que lleva a cuestas la demencia. Es mi sino, mi carga, no la suya. Usted aún es un niño, todavía no puede ni empezar a soportar siquiera ese peso.

– ¡Bravísimo! -dice el hombre, y aplaude-. ¡Ahí te tiene pillado, Sergei!

– Así pues, quiero hacer un trato con usted -prosigue-. Al fin y al cabo, escribiré algo para su imprenta. Contaré la verdad, toda la verdad, en una sola página, tal como usted me exige. Mi única condición es que lo imprima tal cual, sin cambiar una coma, y que lo haga circular.

– ¡Hecho! Nechaev se enardece claramente, convencido de su triunfo. ¡Me gustan los tratos! ¡Dale papel y pluma!

El otro coloca un tablón sobre la mesa de componer y saca un papel.

Escribe lo siguiente:

«La noche del 12 de octubre del año de Nuestro Señor de 1869, mi hijastro Pavel Alexandrovich Isaev halló la muerte al caer al vacío desde la chimenea de la fundición que hay en el Muelle Stolyarny. Ha corrido el rumor de que su muerte fue obra de la Tercera Sección de la Policía Imperial. Este rumor es una artera patraña. Estoy convencido de que mi hijastro fue asesinado por su falso amigo, Sergei Gennadevich Nechaev.

»Que Dios se apiade de su alma.

»F. M. Dostoievski.

»18 de noviembre de 1869.»

Con un leve temblor, entrega el papel a Nechaev.

– ¡Excelente! -dice Nechaev, y pasa el papel al otro-. La verdad, tal como la ve un ciego.

– Imprímalo.

– Prepara la composición- ordena Nechaev al otro.

Este le mira con gesto dubitativo.

– ¿Es verdad?

– ¿Verdad? ¿Qué es la verdad? -exclama Nechaev con una voz que resuena por todo el techo del sótano-. ¡Prepáralo! ¡Bastante tiempo hemos perdido!

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