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– No tienes que subir a verle. Envíale un mensaje por escrito y él lo arreglará.

– ¿No podrías hacerlo tú, sin que él lo supiera?

– Imposible. Lo sabrá.Y yo no haré lo que me pides a sus espaldas. Si lo de esta noche ha sido con ese cálculo, has calculado bastante mal, maestro. Envíale un mensaje. Me ocuparé de que tu petición se tramite enseguida.

La mujer lo prometió con frialdad. Bálder dudó:

– ¿Crees que el arquitecto me recibirá?

– ¿Por qué no iba a hacerlo?

– Nunca ve a nadie, dicen.

– Si Livius se lo ordena, te recibirá.

– Preferiría que Livius no estuviera al tanto -repitió el extranjero.

– Ni lo sueñes. Además, ¿qué más te da?

Bálder no respondió. Empleó un recurso innoble:

– Supongamos que le cuento a Livius lo que ha sucedido.

Eunice sonrió.

– Se lo contaré yo misma, mañana a primera hora.

– Así que eres una espía, después de todo.

– No. Prefiero darle yo la noticia, simplemente.

– ¿No tienes miedo? -preguntó Bálder.

– Claro -respondió ella, lacónica.

– ¿Y merece la pena?

Naturalmente. No aspiro a que comprendas por qué me importa, pero la niña se muerde las uñas por hacer lo que yo acabo de hacer. Según sus planes, tú deberías soñar sólo con ella. Así había sido siempre.

– Sólo sueño con ella -confesó Bálder.

– De todas formas, le dolerá.

– Y a ti.

– Depende. Tengo la esperanza de que Livius me proteja, hasta donde pueda.

– Livius se protegerá a sí mismo, desde el principio.Y eso es lo que deberías haber hecho tú. ¿No te lo enseñó él?

– Livius no tiene nada que enseñarme -le menospreció, con dureza-. Yo soy una mujer igual que Náusica. Desde que empezó a entrometerse y a revolverlo todo he deseado vencerla. Con sus propias armas.

– No la has vencido.

Tú no eres nadie para juzgarlo.

Bálder rehuyó la reconcentrada mirada amarilla de Eunice.

– Yo lo sabía -dijo.

– Qué.

– Que te pasará lo mismo que a Camila. Lo mismo que a Octavia.

– ¿Quién te ha contado lo de Octavia?

– Nadie. Lo adiviné. Lo hice para que le pasara -reconoció Bálder.

Eunice tragó saliva.

– Nada es tan fatídico. Camila podría haberse salvado si te hubiera dejado a tiempo.Y lo de Octavia fue incomprensible. Ella era irresponsable. Al propio Livius le desconcertó la exigencia de Náusica.

– Pero tú no eres irresponsable. Eres la ayudante de Livius.Y yo sabía a lo que te exponías.

Eunice le escrutó con desdén.

– No te equivoques, maestro. Esto es un ajuste de cuentas entre la niña y yo y tú no eres nadie para tenerme lástima. Sé lo que arriesgo y a mí no me asusta pagar.Yo no soy como tú. Desde que te llevaste a Camila del salón de Náusica, te has ido cubriendo con todos los que han cometido el error de echarte una mano.

– Eso no es verdad. Menos a Octavia, a los demás les avisé, en cuanto pude darme cuenta. Soy extranjero -se disculpó Bálder, con imprecisión-. Me he limitado a defenderme de la obra.

– No hay nada que entender. Has hecho lo que has hecho y pudiste no hacerlo. Lo cierto es que si te hubieras quedado bajo tu lona nadie habría sufrido daño.

– No es tan sencillo.

– Complícalo, si te apetece. No cambiará la sustancia.

A Bálder le hirió escuchar aquella palabra de labios de la mujer. En su voz cobraba una consistencia que nunca tenía cuando él la decía, para sí o para otros. Eunice se levantó de la cama. Recogió sus ropas y se vistió. Cuando terminó, la ayudante del secretario dibujó por última vez para Bálder su misteriosa sonrisa.

– Si te interesa mi pronóstico -dijo-, estoy convencida de que tú sobrevivirás, como Pólux.

– ¿Ah, sí?

– En las mismas condiciones, vamos.Acaso no lo comprendes.

– Lo he comprendido. Te vanaglorias de saberlo todo de mí. Pero hay algo que ni siquiera sospechas.

Qué.

– Voy a matarla, Eunice -afirmó el extranjero-. Para Pólux.

Eunice soltó una carcajada y echó a andar hacia la puerta. Antes de salir se volvió y consultó, con sarcasmo:

– ¿Ya has decidido cómo lo harás?

– Lo decidiré sobre la marcha. ¿Se lo contarás a Livius?

– Oh, no. Pensaría que el resto es mentira. Adiós, maestro.

– Adiós. Ha sido extraño conocerte.

– Yo no voy a calificarlo. Que tengas suerte. Que sufra, si puede ser -se mofó Eunice.

– Lo tendré en cuenta -asintió el extranjero.

En la mañana del segundo día siguiente a la visita de Eunice, recibió una misiva de Livius. El secretario se tomaba la molestia de avisarle de que el arquitecto le recibiría tan pronto corno desease. El tono del mensaje era impersonal, mesurado. Apenas terminó de leerlo, partió del coro en dirección al palacio. El guardia de la puerta principal no le detuvo, como lo había hecho el que estaba de servicio la tarde de su llegada a la obra. A mano derecha de la entrada, en la misma habitación angosta, estaba, unos meses más viejo, el hombre de los anteojos a quien aquellatarde se había presentado en demanda del canónigo que luego había resultado ser Ennius. A él se dirigió, imperativamente:

– Quiero ver al arquitecto. Me espera.

El hombre de los anteojos le examinó de arriba abajo.

– El maestro tallista, ¿no?

– Sí.

¿Y para qué quiere ver al arquitecto? Nadie solicita entrevistarse con él desde hace años.

– Eso no es de su incumbencia. Limítese a hacer que me lleven ante él.

– Parece tener prisa. ¿Sigue pensando en abandonarnos pronto? -indagó el viejo, sin inmutarse.

– ¿Cómo dice?

– Eso pensaba el día que vino. ¿Recuerda? Le ofrecí algo de beber y lo rechazó. Traía poco equipaje. Sugerí que no venía de ninguna parte y se enfadó conmigo.

Bálder observó con irritación al viejo.

– No dispongo de toda la mañana para ayudarle a reconstruir sus recuerdos -le espetó.

– Así que tiene prisa. Entonces, ¿vuelve a casa?

– ¿Sería tan amable de explicarme a qué está jugando?

– Es un juego antiguo. Consiste en comprobar lo que valen las palabras. Sirve también, aunque menos, para comprobar lo que valen los hombres.

– Ya veo. Es usted un filósofo.

– No ha contestado a mi pregunta.

– Ni tengo por qué.

– Eso ya es una respuesta. No vuelve a casa.Y nunca volverá -agregó el viejo, con júbilo-. Yo estaba en lo cierto.

Bálder tamborileó con los dedos sobre el mostrador.

– ¿Y qué si lo estuviera?

– Me consuela. Significa que todavía tengo aptitudes.

– ¿Para qué?

– Para jugar al juego.

– Está chiflado.

– No esté tan seguro. Es verdad que llevo muchos años en este cuartucho y que no es el primero que me desprecia. Pero nunca he faltado a mi palabra y nunca he creído estar en otra parte. Si lo mira bien, usted está más chiflado que yo.

– Puede ser. Quiero ver al arquitecto.

– Haré que le acompañen, si es lo que quiere.

– Es lo que quiero. ¿Tendré que repetirlo mil veces? El viejo llamó a un muchacho y le dio las indicaciones precisas.

– El chico le llevará donde vive el arquitecto. Si es verdad que le espera, no hay más que hablar. Si me ha mentido, le traerá de regreso.

El hombre de los anteojos no mostró ninguna emoción al describir ambas posibilidades. Bálder agitó ante sus narices el mensaje de Livius.

– Me espera -ratificó.

– Hay que preverlo todo. Me alegra que se quede entre nosotros, maestro.

– Y yo me alegro de perderle de vista.

– Si vuelve a necesitarme, estaré aquí -ofreció el viejo, inasequible a la hostilidad de Bálder.

Fue tras el muchacho hasta la penúltima planta, tratando en vano por el camino de ordenar de forma inteligible la conversación que había mantenido con el viejo. Llegaron ante una puerta de aspecto bastante descuidado y el muchacho le indicó que aguardara. Golpeó un par de veces. No hubo respuesta.Volvió a golpear. Un nuevo silencio sucedió a su llamada. Llamó por tercera vez y entró, cerrando tras de sí. Bálder acercó el oído, pero no percibió ningún sonido hasta que los pasos del muchacho se aproximaron de regreso y un instante después abrió y volvió a cerrar la puerta.

– ¿Y bien?

– Le recibirá -informó el muchacho.

– ¿Puedo entrar ya?

– Cuando guste.Adiós.

Tan pronto como el muchacho hubo desaparecido, Bálder hizo girar el picaporte y empujó la puerta. Ante sus ojos apareció una sala enorme. Pasó dentro y cerró a su espalda. En el centro de la estancia, formidable, demencial, se erguía una reproducción a escala del templo. La reconoció por las cuatro torres del lado Este. En el lado Oeste había otras dos, de la misma altura. Pero esto no era la único de la descomunal miniatura que todavía no se había llevado a cabo en la obra. Alrededor de la bóveda se erigían otras siete torres de mayor tamaño, y en el centro, alcanzando una altura que duplicaba la de las cuatro que habían sido alzadas, una última que culminaba aquella desmesura desafiando todas las leyes constructivas de las que Bálder tenía noción. La fachada, los muros laterales y el ábside eran un derroche de elementos arquitectónicos. Un auténtico bosque de contrafuertes, triforios, arbotantes y gárgolas rodeaba la catedral.

Las paredes de la sala estaban decoradas con decenas, quizá centenares de dibujos del proyecto. Los había al carbón, en tinta, sobre fondo blanco o coloreados en tonos grises con acuarela. Algunos eran aspectos parciales del gran modelo de yeso que Bálder había estado mirando. Otros eran vistas generales de versiones distintas, variando los ornamentos, el número o la disposición de las torres, respetando siempre la desaforada torre central. Bastantes de los bocetos eran precisos hasta el último detalle. Una minoría eran trazos deliberadamente desvaídos con el difumino. En la estancia había también, junto a las ventanas, varios tableros de trabajo inmensos, cubiertos de útiles desordenados y dibujos a medias. Sobre algunos de los papeles no había polvo. El arquitecto seguía trabajando.

Bálder recorrió el espectacular despliegue del proyecto, aquellas perspectivas innumerables que en el recinto de la obra no habían sido realizadas sino en una fracción minúscula, a pesar del gentío de operarios y artistas. Una vez que hubo examinado someramente todo, llegó a la conclusión de que la obra jamás podría llegar a igualar lo que aquel visionario había prodigado en sus esbozos y concretado, sólo como una de las alternativas posibles, en la reproducción de yeso que apabullaba al intruso.

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