Livius construyó una expresión cínica.
– ¿Les tiene lástima, maestro?
– No. O se lo han buscado o se ajusta a su naturaleza o es su destino. No soy quién para tenerles lástima.Tampoco soy responsable. A lo que me refería es a que no creo que usted pueda sentir otro tanto.
– Yo tampoco lo creo. Pero, por si le sirve para formarse un juicio sobre mí, nunca he tenido la menor dificultad para dormir las cinco horas que necesita mi organismo.
– No me interesa juzgarle -descartó Bálder, con rapidez-. A lo más que llego es a pensar que Ennius, cuya caída se ha complacido en relatarme, era mejor que usted. Aunque su apariencia resultaba mucho más deslucida y su conversación bastante más elemental, había asumido un deber y unos principios. En mi opinión, tanto ese deber como los principios de Ennius eran descabellados, pero los dignificó llegando hasta el final por ellos. Imagino que su intención al contarme su historia, y antes al encargar a suayudante o lo que sea que me mostrara el despacho vacío de Ennius, no era otra que ganarse mi simpatía, como autor de la desaparición de quien a su vez pedía la mía. Sólo ha conseguido que por primera vez desde que le conocí, y aunque sea a título póstumo, simpatice con Ennius. Yo era un peligro para el normal funcionamiento, por llamarlo de alguna manera, de la obra. De esto no cabía duda, y Ennius, en sus informes, ofrecía a quienes creía que debían conocerlas abundantes pruebas al respecto. Al principio sólo trataba de salvar su pellejo. Pero después llegó a arriesgarse, y siguió arriesgándose, hasta perderse. Si usted es el causante de su desgracia, estoy ante el brazo de una vil injusticia.
Livius soltó una risa perezosa. Sibilinamente, dijo:
– Debo discrepar de su veredicto. Me refiero a la injusticia. En cuanto a la vileza, se me escapa por qué me la imputa.
– Porque usted o quienes cumplen sus órdenes dejaron creer a ese pobre diablo que tenía una misión, le dejaron pelear hasta que se agotaron sus fuerzas, y entonces, como recompensa, le pulverizaron.
El secretario delArzobispo quedó en actitud meditativa. Nuevamente volvió al techo en solicitud de inspiración. Allí permanecía cuando reanudó su parlamento:
– En este punto, creo que el problema estriba en que su información es incompleta. ¿Cuál diría usted que es mi misión?
– Lo ignoro.
– Pruebe a suponer algo.
– Puedo suponer que si el Arzobispado ha reclutado hombres y agota sus recursos en la construcción de un templo, su misión es en parte velar por esa obra. No sé si importa o no terminarla, pero parece que sí importa mantenerla. A esa misión estaba entregado Ennius.
– Su suposición es absolutamente errónea, maestro.
– Sáqueme de mi error, entonces, si eso pretende.
– Le haré otra pregunta antes. ¿Por qué cree que hago lo que hago?
– A eso no puedo contestar ni con una suposición. Livius, por lo que dejó ver su semblante, acariciaba una íntima satisfacción tras oír las palabras de Bálder.
– Las respuestas a ambas preguntas -descendió pausadamente a desvelar- están muy relacionadas. Empezaré por la segunda. ¿Qué opina de este despacho?
– Es más grande que mi celda.Y también está más alto. ¿Era eso lo que quería escuchar?
– Aproximadamente. Desde aquí el mundo se ve mejor que desde el despacho de Ennius. Sobre esta mesa pueden decidirse más cosas que sobre la mesa de Ennius. Me refiero al pasado, ya que ahora allí no puede decidirse nada. Me gusta estar aquí, en vez de ocupar un despacho como el de Ennius.
– Ya me hago cargo.
– Pero no despreciemos la posición de Ennius. Él debía preferir su despacho al de otros canónigos encargados de tareas inferiores, y mucho más al lugar en que ahora se encuentra.
– Si usted lo dice.
– Sus razones para hacer lo que hacía habrían debido ser, en consecuencia, a una escala menor si quiere, similares a las mías. ¿Y cuáles son mis razones? A mí, maestro, me importa un bledo la obra, terminarla o mantenerla, cerrarla o impulsarla, que se arruine o funcione. A mí me importa levantarme por la mañana, tomar un buen desayuno y venir a sentarme aquí. Durante el día, la obra no es más que un paisaje, que a veces me estimula, sí, pero en el que durante la mayor parte del tiempo ni siquiera reparo. Y por la noche, observo con placer los decretos que el Arzobispo firmará, y doy gracias por poder escribirlos en lugar de tener que leerlos y cumplirlos. La razón que me guía es que eso no cambie. Si para ello tengo que ponerle a la firma al Arzobispo un decreto por el que se vaya al diablo ese edificio en el que llevamos años gastando más de lo que tenemos, no vacilaré un segundo. Óigalo bien: ni siquiera un segundo. Mucho menos podía dudar en introducir en la angosta mollera del canónigo supervisor gene-ral el convencimiento de que la indisciplina de cierto artista debía ser tolerada incondicionalmente.
Livius tomó otro sorbo de agua.
– Podrá argumentarse -continuó-, que la perspectiva de Ennius era más reducida. Pero para cualquier hombre lúcido está claro que el fin primordial es la evitación del propio infortunio. Cuando Ennius estuvo en situación de sospechar que sus actos amenazaban la comparativamente feliz molicie de su existencia, e indicios no le faltaron, debió rectificar. No lo hizo, y pagó el precio. Usted, maestro, impelido desde luego por una noble conciencia, habla de principios.Yo hablo sencillamente de majadería. Ahora es cuando tiene sentido referirse a la misión que cada uno cumple.
– Odio admitirlo, pero me tiene en ascuas.
– Mi misión no es muy diferente de la que realmente, al margen de lo que su obtuso cerebro le dictase, tenía Ennius. Mi misión, a la luz de las razones por las que hago lo que hago, consiste lisa y llanamente en lograr que aquellos en cuya mano está que yo siga aquí, redactando decretos y presenciando crepúsculos, nunca lleguen a abrigar la idea de que tal vez otro debería ocupar mi asiento o, preliminarmente, la de que yo debería desalojarlo. Corno observará, los avatares por los que atraviese la obra no son necesariamente trascendentes para esta misión. Pueden serlo, pero igual pueden no serlo, y cuando, como también puede suceder, el beneficio de la obra redunde en un inadecuado cumplimiento de mi misión, no me toca otra cosa que trabajar en perjuicio de la obra. Por fortuna, como le explicaba hace un momento, estoy en disposición de no dudar ni un segundo en el caso de tener que hacerlo. En lo que a su caso respecta, el daño que debía infligir a la obra era ínfimo. Pero si hubiera sido preciso hacer que se derribasen las torres, mi diáfano conocimiento de mi misión me habría capacitado para proceder con la misma eficacia.
– Me deja estupefacto. Adivinaba algo así, detrás de todo el cortinaje de sotanas y muros a medio levantar. Pero que se exhiba con ese descaro me maravilla.
– No se maraville, maestro. No tengo nada que ocultarle. Usted ha pasado a formar parte prioritaria de mi misión. Fue la parte fundamental de la misión de Ennius, cuando estuvo en condiciones de comprender, y rehusó hacerlo, que su silla dependía de lo que hiciera respecto a usted. Él no gestionó debidamente esa responsabilidad, pero no dude que yo sabré hacerlo.
Bálder quedó pensativo. Más allá de los ventanales, a lo lejos, el sol ascendía sobre la catedral. Livius le escrutaba con complacencia. Acudieron a su mente retazos de los discursos de Ennius, trechos dispersos de las elucubraciones de Tullius, cuyo puesto ahora ocupaba Gracchus.Aquellos canónigos, que a su vez dirigían o habían dirigido los esfuerzos de cientos de hombres, y con ellos todos los demás canónigos que tenían o habían tenido debajo y encima, sometidos a los decretos que componía el secretario del Arzobispo, sólo eran, o podían haber sido, idiotas o embusteros.Tenía ante sí, encarnado en un coloso insensible, el formidable vacío que había presentido desde su banco de trabajo en el coro.Ya no podía sorprenderle que tras el aparato de la obra, bajo las cuatro torres magníficas, no hubiera más que inmundicia y en último extremo nada. Pero ahora estaba en aquel último extremo, y la cercanía de la nada le produjo vértigo. Intentó sacudírselo atrapándolo en una perversa pregunta:
– ¿Debo entender, entonces, que su silla depende de lo que haga respecto a mí?
El secretario no celebró la interrogación de Bálder. Pero estaba preparado:
– Por supuesto. Ahora bien, eso es algo que le recomiendo que valore en sus estrictos términos. No recibiré órdenes de usted. No podrá maniobrar contra mí.
– ¿No? -dijo Bálder, sin pensar.
Livius, por primera vez, hizo un movimiento nervioso. Tomó el vaso de agua, lo llevó a sus labios, comprobó que estaba vacío y lo devolvió a su bandeja. Si lo había hecho por sed, se la aguantó, porque no utilizó la jarra para rellenar el vaso y satisfacer su necesidad.
– No -repitió, sin que su bien afinada voz temblase lo más mínimo-. Dispongo de instrucciones concretas acerca de lo que debe dársele. Nada de eso le faltará. Por ahora, usted no decide cómo debo protegerle.
– ¿Por ahora?
– El futuro es un espejo que no devuelve ninguna imagen, maestro. No se obsesione con él, ni espere que yo lo haga.
Bálder trató de situarse.
– Es Náusica quien le dice lo que debe hacer, ¿no es así?
– No hay que exprimirse los sesos para averiguarlo.
– Perdone mi lentitud. Mucho de esto es nuevo para mí. Excúseme si lo que pregunto le resulta demasiado evidente. ¿Por qué la obedece?
– Forma parte de mi misión. Por qué hago lo que hago. Bien, sólo hay dos personas que puedan provocar el resultado que procuro evitar: el Arzobispo y Náusica. Y cuando identifiqué mi misión y evalué probabilidades, entendí que Náusica era más peligrosa que su padre.
– No tiene usted una misión fácil.
Livius recobró la confianza. Clavando en Bálder sus profundos ojos azules, corroboró la aserción del extranjero:
– En los últimos años se ha hecho más problemática. Cuando empezó, Náusica sólo jugaba. Se encaprichaba con la misma facilidad con que se olvidaba de todo, y no era consciente de su poder. Con el transcurso del tiempo, ha ido tomando la medida de su fuerza y se ha vuelto más compleja. Ahora se preocupa más mientras persigue y es más dura cuando renuncia. Disfruta más y sufre más. Eso siempre resulta conflictivo.
El secretario daba la sensación de estar hondamente afectado por los flujos y reflujos del alma de Náusica. Bálder se mofó:
– Dejando a un lado su misión por un momento, ¿no le parece algo más bien indeseable tener que someterse a la voluntad de una niña malcriada?