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Durante muchos días después del sueño, el extranjero no supo qué grabar en la madera. Dejaba pasar el tiempo haciendo surcos paralelos, perpendiculares, oblicuos. Durante horas, ante la inquietud de Níccolo, abandonaba la geometría para quedarse con la mirada perdida en la pared, mientras golpeaba a intervalos la hoja de una de sus herramientas contra su índice extendido. En aquellas meditaciones fue poco lo que pasó por su cerebro. El sueño carecía de sentido, o más bien resultaba de la inversión de todo sentido. Semejante inversión podía obedecer a alguna causa oculta o ser sólo una travesura. En rigor, no había más que pensar. La mayor parte del día permanecía en blanco, a la espera de algo que no llegaba.

Una mañana acudió al coro temprano, antes que todos los demás. Eligió un buen bloque de madera. Esta vez no se trataba de hacer un relieve, sino una talla a volumen completo. Cogió herramientas más grandes que las que solía utilizar y empezó a desbastar el bloque con energía. Por la noche, después de una jornada de frenética actividad que quebró la modorra de sus subalternos, tenía ante sí un cuerpo entero, desde la cabeza hasta los pies. Las formas estaban sólo insinuadas, la figura carecía de facciones y la superficie de la talla eran las rudas hendiduras de los útiles con que el maestro había hecho el trabajo. Se veía que era una mujer, que tenía cabellos largos y que cargaba el peso del cuerpo sobre una pierna, desequilibrando la cadera. Los brazos colgaban a ambos costados y se unían sobre el regazo, en unas manos que por el momento eran un amasijo informe. Todos los hombres se habían ido ya. Bálder se sentó ante su obra y durante media hora sopesó la idea de deshacerla a martillazos. Finalmente, optó por cubrirla y posponer la decisión.

El día siguiente se ocupó en retocar al azar algunas de sus tallas anteriores, sin que le rondara siquiera la tentación de descubrir la figura que se erguía en un rincón. Comprobó que Níccolo volvía a menudo la vista hacia ella, pero no dio al hecho ninguna importancia. Cuando llegó la hora y los hombres se fueron, abandonó lo que había estado haciendo durante el día y retiró el lienzo. A la moribunda luz del día siguiente, vio por dónde y cómo debía seguir. Tomó sus herramientas más delicadas y se aplicó con paciencia a perfilar la talla, comenzando desde abajo. Cuando la noche terminó de caer, prendió más lámparas. Trabajó hasta el alba, es decir, hasta poco antes de que los hombres volvieran a la catedral. Apenas pudo rebasar los tobillos, pero antes de cubrir nuevamente la figura con el lienzo la observó con satisfacción. De regreso a la ciudad, se cruzó con los primeros operarios que acudían a la obra. Iba con los ojos fijos en el suelo, adormilado, y no se percató del gesto de los otros al verle haciendo el camino en sentido opuesto. Desayunó la cena, que seguía ante su puerta, y durmió hasta el mediodía. Almorzó el desayuno y se fue hacia la obra al principio de la tarde.

Mientras atravesaba el recinto en dirección al coro divisó a Aulo, que le vigilaba a lo lejos. Le saludó con lamano, pero el capataz no respondió. Vaciló entre ir o no a darle cuenta del nuevo horario que había elegido, lo admitieran o no las reglas de la obra. No lo hizo porque supuso que el capataz no iba a entrometerse y nada justificaba que fuera a provocarle.Ya en el coro, ninguno de sus hombres dejó traslucir el menor reproche por la irregularidad de la conducta de su jefe. Para evitar cualquier peligro de esta índole, Níccolo tenía buen cuidado de hablar con Bálder sólo cuando éste se dirigía a él. Durante el resto de la tarde, hasta que sus hombres se marcharon, el extranjero reflexionó sobre la nueva relación que mantenía con ellos. Tal vez podía hacer en su favor algo más de lo que hacía, aunque con la expulsión de Alio había renunciado a adiestrarles en su arte y ya quedaban muy atrás los días en que se había propuesto enseñarles una manera distinta de vivir bajo la dominación de los canónigos. Si estos propósitos eran cándidos e injustos, porque él era un recién llegado y nada le autorizaba a presumir que aquellos hombres estaban dispuestos a compartir sus aspiraciones, el desentendimiento con que ahora les trataba podía parecer vil en el extremo contrario. Pero, en realidad, el arreglo a que había llegado no era perjudicial para nadie. Él podía concentrarse en lo que realmente le apetecía y ellos disfrutaban de una privilegiada inmunidad bajo la lona, libres de Aulo y sin motivos, por lo demás, para temer que él les hostigase. Podía no durar siempre, pero mientras los canónigos tolerasen su indisciplina, Níccolo, Sexto y Paulo salían ganando. En cuanto a lo que ocurriera al final, nadie en sus cabales o con una mínima precaución por continuar en ellos mide su suerte por lo último que va a vivir.

Aquella noche y muchas otras noches después Bálder acarició con sus aceros la madera del bloque, haciendo emerger de la materia en bruto una silueta paulatinamente precisa. Desde que había aceptado, sin entender por qué, sacar de la madera a la extraña Náusica que había soñado, que sin ser del todo la verdadera Náusica tampoco podía dejar de serlo, se aplicó a la tarea con la sola preocupación de retratar con fidelidad el modelo escogido. Lo hizo sin apresurarse, no por miedo a irla encontrando, cada vez más inequívoca, a medida que progresaba desde el suelo hacia su frente, sino por prevenir errores. A veces incluso interrumpía su labor y salía del coro, para que el aire nocturno refrescara su cabeza. En el silencio y la soledad de la catedral, bajo la sombra de las torres al claro de luna, constató que podía respirar tranquilo entre los muros de la obra maldita. No podía ser, y sin embargo, era. Se sorprendió de experimentar la armonía que había presagiado por casualidad cuando había dado en tallar las torres para matar el aburrimiento. Porque durante aquellos intermedios se quedaba contemplándolas, y no despertaban en él ningún temor; hasta llegó a apreciar una peculiar calidez en la piedra que trepaba hacia las estrellas.

Mientras tanto, estaba delineando con esfuerzo, casi con mimo, el cuerpo de Náusica. Todo estaba infectado y él debía de estar infectado también, pero algo inefable, algo que nada podía tocar, le sostenía contra el maleficio. En aquellas noches de minuciosidad y asombro, Bálder imaginó o incluso creyó poseer una sustancia íntima e incontaminada que le permitía pasearse por el infierno sin claudicar como habían claudicado todos: los canónigos, los artistas, los funcionarios; la misma Camila, Núbila incluso. Todos los que en uno u otro instante se habían dejado invadir por la inexistente sustancia de la obra. En unos había sido codicia, en otros inadvertencia, en otros simple sumisión: cada uno había hecho hueco en su armario para acoger el engaño de un arca que no guardaba nada dentro. El templo, defendido por sus cuatro guardianes gigantescos, era un recinto desolado. El palacio, poblado de canónigos, albergaba tortuosas intrigas sin objeto. En los subterráneos, donde las mujeres exhibían el reclamo de sus cuerpos ungidos de esencias y los hombres repetían un interminable ritual de caza, sólo se devanaba la longitud inútil del tiempo. Pero él, después de todo, resistía. Al fin, una noche de cuarto creciente, Bálder concluyó la talla de Náusica. Tenía las manos serenas y los ojos dulces. Parecíaoscilar, propicia, hospitalaria, sobre el eje de su cintura, invitándole a probar su boca entreabierta. Era justamente como la había soñado. Bálder se sintió poderoso, vacío.

Los dos días siguientes no apareció por la obra. Se quedó en su habitación, durmiendo. Tan sólo salió de la cama para devorar las cenas y desayunos que se sucedieron como siempre ante su puerta. Aquel callado tráfico de bandejas, traídas y llevadas por manos que nunca veía, ni intentó nunca atrapar en el acto de depositarlas o retirarlas, fue el signo al que ligó la pervivencia de su estado. Nada cambiaría, se le antojó, mientras el tráfico persistiera. Por eso, cuando abría la puerta y encontraba a sus pies los alimentos, regresaba al lecho con la convicción, a un tiempo sedante y desalentadora, de que nadie vendría a estorbarle; comía lo que le venía en gana y volvía a dormirse.

Al tercer día tuvo una súbita ocurrencia. La talla de Náusica estaba en el coro, sólo cubierta por un lienzo que cualquiera podía retirar. Pensó en Aulo, en Horacio y en Níccolo. Del capataz no preveía semejante comportamiento, del escultor debía esperarlo, si es que tenía información y oportunidad, y de su segundo le costaba creer que si la tentación se mantenía durante el tiempo suficiente conseguiría vencerla. Resumiendo, calculó que era algo probable que Horacio la hubiera visto y muy probable que lo hubiera hecho Níccolo. En rigor, ninguna de las dos hipótesis debía preocuparle, aunque si Horacio había descubierto que había pasado las noches tallando a Náusica era previsible que algo ocurriese. Respecto al posible acontecimiento, Bálder sólo acertó a percibir una leve comezón.

Esa tarde llegó al coro cuando los hombres recogían. Por estricta perversidad, quiso averiguar si Níccolo había visto la talla. Lo llamó a su lado y le informó:

– He estado enfermo, con fiebre.

Níccolo asintió en silencio.

– ¿Alguna novedad? -preguntó Bálder.

– Ninguna -repuso Níccolo. Desde que el maestro había perdido la disciplina, su segundo se había vuelto mucho más lacónico. Sin embargo, Bálder captó en su semblante que había mirado debajo del lienzo. Hacía semanas que Níccolo le tenía miedo. Lo que había ahora en sus ojos era más bien pánico.

– ¿Alguien se ha interesado por eso? -escarbó el extranjero, sin apiadarse, señalando la talla que se alzaba en su rincón.

– Nadie, que yo sepa -se aprestó a responder Níccolo-. Nadie ha entrado aquí en estos tres días.

– ¿A qué hora te has estado marchando?

– A la de siempre.

– Gracias, Níccolo. Mañana nos veremos por la mañana. Quizá debamos reorganizar un poco todo esto.

Su segundo encajó el anuncio con nerviosismo. Podía intuirse que estaba cada vez más escamado por lo mucho que tardaban en ajusticiar al extranjero. No obstante, con un hilo de voz, acató:

– Como diga, maestro.

Por la noche, Bálder descubrió la talla y la trasladó hasta el centro del coro. Dispuso las lámparas a su alrededor y se sentó frente a ella. Dejó transcurrir horas, debatiéndose entre dos sentimientos contradictorios. El primero era que amaba o habría amado o amaría a aquella mujer, ya fuera real o irreal, Náusica o el revés de Náusica. El segundo, formidable e imprevisto, era que estaba encarando, después de semanas de esconderse de sus más burdos bosquejos, el primer retrato detallado del monstruo. Observó la talla, sucesivamente, corno cada una de aquellas dos cosas imposibles de reunir en un solo objeto. Reprimió el impulso de hacerla arder, aquella misma noche, en el centro de la catedral. También trató de sofocar la atracción que aquella criatura surgida de sus manos ejercía sobre él. Era, desde luego, lo más sublime que había tallado desde que había llegado a la obra, y hubo de reconocerse incompetente para decidir su destino. Permaneció sentado ante ella, hasta que el cansancio o la incomprensión le forzaron a dormirse.

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