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– Algo sencillo. Es un problema de simple administración.

– Me gustaría saber qué entiendes por eso.

– Nada extraño. Otro hombre de los que me asignaste se ha revelado, cómo puedo calificarlo; inidóneo.

– Te estás convirtiendo en un sutil usuario de este idioma -se admiró Aulo-. Esa palabra es la que emplearía un canónigo.

– Al principio me costaba expresarme en vuestra lengua por falta de utilizarla. Pero la había estudiado meticulosamente -reveló Bálder, con inmodestia-. Con la práctica, aquel estudio da su fruto.También el trato de los canónigos y de otros que no lo son.

– Ya. ¿Quién te sobra ahora? ¿Paulo?

Bálder meneó la cabeza.

– Nunca habría esperado que un hombre de tu prudencia arriesgara un pronóstico cuando no es estrictamente necesario -bromeó.

– También me decepciono a mí mismo, si eso te da más gusto.

– Podría ser. El sujeto es Alio.

Aulo enarcó las cejas.

– ¿Alio?

– Ya hacía tiempo que notaba que ejercía una influencia negativa en los otros. Le he estado vigilando. Anteayer se permitió el lujo de llegar a su puesto una hora y media tarde. Cuando le pedí explicaciones, adujo haber tenido problemas de estómago. Delante de los otros me dijo que el médico le había diagnosticado una indigestión. Según la versión del médico, que me preocupé de obtener, no le ve desde hace meses. Hoy le he exigido que justificara su mentira delante de sus compañeros, es decir, ante quienes me la quiso hacer tragar. No lo ha hecho ni satisfactoria ni insatisfactoriamente: no la ha justificado en absoluto.

– Comprendo -asintió Aulo, perplejo-. ¿Y estás seguro de que quieres prescindir de él?

– Del todo. No quiero a tipos como ése entre mis hombres. Él sabrá lo que se trae entre manos, pero que busque otro sitio. O que se lo busquen.

Tras la última frase de Bálder, el capataz le miró de reojo. El extranjero confirmó así que Aulo sabía que Alio era espía de los canónigos. Eso podía no significar nada. Acudieron a su memoria las palabras de Horacio acerca de Alio: no le espiaba a él, sino a los operarios. Bien podía suceder que los canónigos hubieran decidido que la sillería era un lugar seguro para su soplón, o que entre sus hombres hubiera alguno a quien desearan controlar especialmente. Ennius había aprobado con rapidez la defenestración de Casio, y Aulo esperaba que ahora le tocara el turno a Paulo. Quizá eso era todo lo que el capataz tenía previsto en relación con la actividad secreta de Alio, suponiendo que estuviera al corriente de ella. Su sorpresa cuando el tallista había hecho frente a Gracchus no parecía haber sido fingida. Si había algún vínculq entre Alio y Náusica, Aulo estaba probablemente al margen.Y lo que conociera de la faena ordinaria de Alio al servicio de los canónigos eran detalles sin importancia para Bálder.

Aulo meditó brevemente y concluyó:

– Está bien. Es tu cuadrilla. Transmitiré tu solicitud al canónigo.

– No es una solicitud -precisó Bálder-; te notifico que le he echado. No pienso permitir que vuelva a poner los pies en el coro. Haré que le echen por la fuerza, si es preciso. Personalmente opino que debería ser castigado, pero tampoco insistiré al respecto. Sólo te digo que no quiero volver a verle allí. Nunca.

Aulo se tomó algo de tiempo antes de responder:

– No puedo imponerte que te quedes con alguien que no deseas, desde luego, pero las formalidades exigen que el canónigo lo apruebe.

– Dile que no tendrá más remedio que aprobarlo. Sería ridículo que no lo aprobase y que Alio tuviera que pasar el día paseándose por la obra.

– Lo que tendrá que decidir el canónigo, al menos, es si se te da un sustituto.

– No quiero sustituto. Me sobra con los hombres de que dispongo -afirmó Bálder, sonriente. El capataz le escrutaba con recelo. Bálder adivinó que estaba asociando aquella conversación con lo que le hubiera dicho Ennius respecto a la pérdida de toda prioridad para las peticiones que el extranjero plantease. También imaginó que, pese a ello, este inesperado acontecimiento sería puesto en conocimiento de Ennius sin demasiado retraso.

Aquella misma tarde, después de comer, Aulo se acercó por el coro, donde Bálder tanteaba perezosamente la madera mientras sus hombres simulaban andar ocupados con algo.

– ¿Y bien? -preguntó Bálder, sin dejar de manejar sus instrumentos.

– El canónigo exige que readmitas a Alio.

– Dile que no está en condiciones de exigir nada. Si no lo sabe es porque está mal informado. Dile también que se informe.

– Bálder.

– Qué.

– ¿Qué es todo esto?

– Las cosas han cambiado un poco, Aulo. Ennius debería enterarse, pero parece que está resultando duro de oído o de mollera.

– ¿Sabes qué hace Alio? -interrogó Aulo, bajando la voz.

– Claro. Aunque nadie tuvo la decencia de decírmelo previamente.

– Es algo que excede de tus facultades.Tú eres un simple artista, y esto concierne a la organización de la obra.

– Creo que vemos el asunto desde perspectivas diferentes. Para mí, esto concierne a la compañía que tengo que soportar. Estoy dispuesto a emprenderla a patadas con ese tipo. O a inutilizarlo para siempre gritando a los cuatro vientos a qué se dedica.

– No entiendo, maestro. ¿Tratas de convertirte en una especie de redentor de los operarios?

– En absoluto. Haré sólo lo que me obliguéis a hacer. Yo no soy uno de ellos. Ni puedo redimirles de nada ni posiblemente me lo agradecerían. Cada uno en su calabozo. También tú en el tuyo, Aulo. No te gastes, que esto no va contigo.

Aulo resopló y miró a la lona que servía de techo.

– El canónigo me dio una sola orden: que lo readmitieras. Para el caso de que te negaras, me encargó que te recordara que puede tomar medidas.

El extranjero interrumpió su labor. Limpió unas virutas y pasó el dedo por la superficie de la madera. Aulo le observaba con creciente desorientación.

– Lamento obligarte a hacer de correo de algo que no te interesa -se excusó-. Recuerda tú a Ennius que no estoy armando ningún escándalo, todavía, y que me cuidaré de hacerlo si me deja en paz. También hazle llegar esta sugerencia: si no quiere equivocarse, que consulte con alguien el próximo paso y que no se deje cegar por la ira.A lo peor va a meterse en un charco, y más le valdrá no tener que descubrirlo cuando ya no haya vuelta atrás.

– ¿Ésa es tu respuesta?

– Esa, hasta donde se te haya quedado en la memoria. Pero no omitas lo del charco, por favor.Y disculpa de nuevo.

Aulo se encogió de hombros.

– A mí me es indiferente. Lo malo es tener que subir las escaleras y echármelo a la cara. Confiaba en no tener que volver a hacerlo hoy. Pero no se repetirá muchas más veces.Te estás enfrentando a un canónigo. ¿Sabes realmente lo que haces?

– Bueno, sé lo que no pienso hacer.

– Me refiero a si lo has calculado bien.

– No voy a calcular nada. Estoy probando a Ennius, solamente.Y apuesto lo que quieras a que nos defraudará. -Rechazo la apuesta, si no te incomoda.

– Me habría extrañado que la aceptases.

– No es que no te tenga simpatía. Más bien al contrario, dentro de mis limites. Por eso creo que tal vez deberías recapacitar. Habrá una forma de arreglar el asunto. Podemos simular que Alio es castigado temporalmente. Después tú le readmites, siguiendo órdenes de los canónigos, y nadie pierde nada.

Bálder denegó con la cabeza.

– Pierdo yo, capataz. Le eché porque prefiero estar solo, cuanto más solo mejor.Todavía no se me ha ocurrido qué hacer con los otros tres, pero en cuanto a Alio la justicia está de mi parte y no puedo desaprovechar la circunstancia. Es una suerte que fuera, de todos, el más molesto.

– En este caso, a todos los efectos, la justicia es Ennius. Y se volverá contra ti.

– Alto ahí. No has aceptado apostar -se burló Bálder.

– Está bien, no voy a suplicarte. No es asunto mío. Tendrás que correr con las consecuencias.

– Te extrañará, pero estoy deseándolo.

Aulo hizo ademán de marcharse, pero apenas hubo iniciado el movimiento se detuvo.

– ¿Es por Núbila? -inquirió-. Ya sé que le tenías estima, pero no es el primero al que le ocurre.

– ¿Y eso qué soluciona?

– Nada. Sólo que quizá debieras tomarlo con más calma, como una servidumbre de vivir aquí. Ni más ni menos grave que cualquier otra.

– No soy dócil, y no es por Núbila. Núbila está muerto y enterrado. Me diste hombres para hacerlo y lo hice. Es por mí. No tengo nada más. Debo conseguir que valga la pena.

– ¿Y por qué no te acomodas como los otros? Estás a tiempo, antes de que me vaya a ver al canónigo.

Bálder se acordó de aquellos a quienes se lo había explicado antes. De Camila y de Núbila. Acaso a Aulo no se lo debiese como a ellos, pero no sintió necesidad de escatimarle:

– Veo que Ennius no te tiene al tanto de sus planes. Según él, ya no estoy a tiempo de nada. De todos modos, no puedo acomodarme, capataz -declaró, sombríamente-.Yo traje algo conmigo, una marca que no se me ha borrado del todo. Ahora sé que nunca se borrará. La marca que traje me impide instalarme entre vosotros, y lo que es peor, exige que la atienda. Durante meses la he estado desatendiendo, mientras jugaba a ser uno de los vuestros. Lo único que he sacado es que ahora me pide con más insistencia que me ocupe de ella.Y voy a ocuparme, porque aquí no hay nada capaz de arrancármela. Es probable que me hubiera facilitado la vida olvidarla, pero no estoy seguro de que eso hubiera terminado siendo bueno para nadie. El hecho es que ella gana, y aunque tampoco sé si será bueno para mí, ahora me toca esforzarme por conservarla limpia, hasta el final. No creas que estoy loco. Estaría loco si dejara que Ennius decidiera por mí.

Aulo tardó en hablar.

– Puede que me desprecies y que tengas razones suficientes -otorgó, con una desconcertante humildad-. De hecho, me cuesta seguirte. Tampoco alcanzo a soñar qué ha podido pasar entre tú y los canónigos. Sin embargo, me veo en el deber de avisarte de que pueden hacerte sufrir más de lo que hayas tenido en cuenta. Si no causas problemas, peor o mejor, te dejan vivir. No sé de marcas como la que dices tener. Sí he visto llorar a los hombres más insolentes, cuando se los llevaban los guardias. No me atrevo a figurarme cómo lloraron después.

– Yo no lloraré cuando me lleven. Estoy preparado. Hace días que los espero.

– ¿Y después?

– No soy un héroe. Haré lo que se tercie. Excepto olvidar mi marca. Pase lo que pase, no me lo permitirá. Aulo reflexionó en silencio. Eligió las palabras:

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