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– Si hemos de ceñirnos a lo que en su concepto debeser la justicia, no me cabe sino darle la razón -acató Bálder-. También le aconsejo que no arrastre mala conciencia. Es lo que cualquiera haría en su lugar, supongo.

– Mi conciencia habrá de castigarme por la liviandad con que te he tratado hasta ahora, no por lo que he decidido hoy.

Una vez que había descargado su peso sobre Bálder, Ennius parecía más airoso, y sus dedos dejaron de enredarse como sierpes en la fronda mugrienta de su barba. Ahora los mantenía entrecruzados sobre la mesa, mientras se deleitaba observando el efecto que su condena causaba en Bálder, no tan perceptible, empero, como el canónigo se había figurado.

– ¿Y qué es lo que debo hacer ahora? -preguntó Bálder, por simple sentido práctico-. ¿Tengo que recluirme en mi celda, tengo que hacer el equipaje, o sólo tengo que esperar aquí sentado a que vengan a detenerme?

– Puedes volver a la obra, si lo deseas. Puedes seguir trabajando. El tamaño de la pira en la que arda tu vanidad no es un detalle que me atormente. No puedo impedir que acudas allí hasta que mis superiores aprueben mi propuesta. Mientras tanto, eres libre de seguir como si nada hubiera pasado, aunque yo en tu lugar no me esmeraría. Sólo te ruego que no adoptes comportamientos que me obliguen a tomar medidas cautelares.

– ¿A qué se refiere?

– Si te da por alborotar haré que te encierren. Dispongo de la facultad de arbitrar esa clase de remedios en casos de urgente necesidad. Aguardarás en un calabozo a que resuelvan sobre tu futuro. Te aseguro que será algo más incómodo.

– ¿Están enterados mis hombres de mi destitución?

– Aún no estás destituido, formalmente. Te seguirán obedeciendo.

– ¿Y qué hay del capataz?

– El capataz ya tiene instrucciones de no otorgar prioridad a tus solicitudes, pero no sabe ni sabrá más hasta que decidan las instancias competentes.

– Aulo es perspicaz. Habrá descifrado.

Ennius se deshizo de la cuestión con un expresivo ademán, que inedia a la vez lo que le interesaba la observación de Bálder y la atención que le merecía el personaje a quien se refería. Descendió a ponerlo en palabras:

– No me obsesiona lo que discurra por la mente del capataz. Cumplirá con las instrucciones que se le vayan dando; con éstas y con las que vengan después.

– Hay otra cosa -manifestó Bálder, por agotarlo todo.

– Te escucho.

– Aunque no son muchos, algunos en la obra me dispensan un trato de cierta cordialidad. Ignoro si mantenerlo podría acarrearles consecuencias desfavorables, ahora que soy una especie de proscrito. En caso de que pudieran sufrir alguna, me sentiría en la obligación de advertirles.

El canónigo dibujó para Bálder una sonrisa de beatitud.

– Nunca he propuesto que se castigue a quien obra de buena fe -explicó-.Tampoco albergo especiales deseos de extender la penitencia que sólo tú te has ganado. De todas formas, mi ámbito de actuación es reducido. No superviso a todos los artistas. Hay otros canónigos, en cuya tarea me privaré cuidadosamente de inmiscuirme.

– Entiendo. ¿Hay alguna otra buena noticia que quiera darme?

El canónigo le contempló con un extraño gesto, algo que habría podido ser melancolía pero que ensuciado por aquella barba se resistía a encontrar un nombre apropiado.

– Hace pocos meses estabas al otro lado de esta mesa, recién llegado y tal vez ansioso de algo -empezó a decir-. Ingeniaste una inedia verdad que ha resultado ser mentira y media, pero me causaste una buena impresión. Me sorprendiste, que es más de lo que aspiro a conseguir cada jornada. Llevas aquí el tiempo suficiente para poder apreciar hasta qué punto los días son iguales los unos a los otros. Siempre estuve predispuesto en tu favor, y eso, que ha sido la raíz de mi equivocación contigo, me causa ahora que todo se ha estropeado una rara desazón. Si no hubieras cometido la estupidez de ayer, si hubieras sabido mentir hasta el fin, es posible que hubiéramos llegado a compartir una agradable amistad. Todo habría sido un engaño, naturalmente, pero a ti te habría tocado el esfuerzo y a mí el placer. Un placer no inocente, porque habría debido convivir con la sospecha. Sin embargo, lo habría disfrutado sin conciencia de ofender a Dios, quizá con la secreta esperanza de ganar para Él un alma amenazada de disolución. Ahora todo está perdido -reconoció, desviando la mirada hacia la ventana-. Ha acabado de la peor manera, con una grosera sublevación por tu parte y con un formulismo despiadado por la mía. Recuerdo que en aquella primera entrevista te dije que siempre había algo extraño que saber. Se me quedó en la memoria porque luego pensé que podías malinterpretarlo y después que en efecto lo habías malinterpretado. Entonces te pedí que lo olvidaras, pero ahora puedo repetirlo.

– ¿Para qué?

– Para ilustrar por qué hemos terminado siendo oponentes. Nuestro entendimiento habría sido un asunto extraño, como lo son muchas de las interioridades de la obra. Has demostrado tu incapacidad para comprender lo uno y lo otro, y has elegido precipitadamente, forzando tu expulsión. Ahora bien, no te consueles, llegado el momento, con la creencia de que no tenías otra salida.

Bálder no había acudido preparado para aquello. Aunque sólo podía tener la sensación de estar perdiendo su tiempo en una tediosa refriega con un subalterno, no dejó de mostrar su perplejidad:

– Me cuesta entenderle, Ennius. Cuando me sataniza por no haber coreado las necedades de Gracchus o por desdeñar la obra me resulta bastante inteligible. Pero ahora que pasa a insinuar las complicidades que habrían podido existir entre ambos, me da la impresión de que por un momento abandona su disciplina y su lucidez.

El canónigo acogió las palabras de Bálder con visible satisfacción.

– Me das la razón, maestro -dijo-. Seré franco, porque ahora ya nada importa. El caso es que habrías podido vivir a tu antojo, con todo lo que hubieras deseado, dentro de los límites establecidos. Nadie habría inquietado tu posición, y habrías podido mejorarla a lo largo del tiempo. Habrías podido maldecir a Dios, incluso, y no habría sido demasiado grave que yo lo sospechase. Sólo había un pecado que no se te consentía cometer, exactamente el que has cometido: la ostentación de tu tara. Cuando antes te afeaba haber despreciado la catedral no me refería al sentimiento en sí, sino a su exteriorización. Casi todos albergamos, en mayor o menor medida, fuerzas diabólicas. Quienes aciertan a ocultarlas son preferidos sobre aquellos que nunca han sentido el soplo oscuro. Quienes las proclaman a los cuatro vientos, como tú has hecho, se hacen acreedores a la repulsa de sus semejantes. A la repulsa y nunca a la absolución, porque los hombres como tú son un cáncer que debe ser extirpado, en salvaguardia de los demás.

Bálder denegó con la cabeza.

– Si trata de sugerir que tenemos algo en común, debo hacer constar mi protesta. No me atrae indagar en las profundidades de su alma, pero dudo que exista un solo pecado que ambos hayamos cometido de forma semejante. Yo soy extranjero. Usted aprendió a gatear en este lodazal, supongo.

– Sobrevaloras tu cualidad de forastero. Ahora perteneces a la obra, como el último de los operarios.Y recibirás el castigo que la obra reserva a los suyos.

Bálder, harto de soportar la perorata del canónigo, se abstuvo de contradecirle. Se puso en pie y le desafió:

– No respondo ante usted ni ante sus superiores, Ennius. No me amenace más. Haga que se cumpla el castigo que ha decidido para mí. Entonces puede que le tome en serio. Entre tanto, no se ofenda si prescindo de que existe. No me llame, porque no acudiré. Cuando aprueben su propuesta, envíeme directamente a los guardias.

– ¿Estarás preparado cuando llegue el momento? -cuestionó Ennius, con malicia. Seguía recostado en su asiento, y no parecía que fuera a hacer nada para impedir que el otro se marchase.

– Estaré. Sólo le pido un favor. Que quien venga por mí sepa bien lo que tiene que hacer y cómo. Mi experiencia en la obra me ha hecho detestar el desaliño. Por lo demás, confio fervientemente en no volver a verle. He conocido a unas cuantas docenas de personas a lo largo de mi vida y de ninguna recuerdo haber sacado tan poca utilidad. Quizá tampoco me haya dañado, pero no creo deberle gratitud al respecto.

– Lamento no poder decir lo mismo -confesó fatigosamente Ennius-. Nuestra breve colaboración ha sido para mí tan instructiva como perniciosa.

– En cuanto a eso -dijo Bálder, con dureza-, me trae sin cuidado. Hace un par de meses me habría alegrado de perjudicarle, seguramente. Ahora debo admitir que si he podido causarle algún contratiempo ha sido sin buscarlo y sin gozar.

Y abandonó la estancia, archivando a Ennius tras un portazo que retembló en los oídos de Leda muchos minutos después de que el extranjero hubiera salido como una tromba al corredor.

Fue hacia la obra no por seguir la sugerencia de Ennius, sino porque a aquellas horas de la mañana y a aquellas alturas de su existencia le era difícilmente sostenible hacer otra cosa. La brisa esparcía sobre la tierra el aroma de las plantas silvestres que habían brotado tras el invierno. El cielo era de un azul doloroso y, acaso por primera vez, notó en la frente que el sol quemaba, como quemaba en su tierra y en algún momento del año en cualquier lugar del mundo, incluso en aquella otra tierra siniestra a la que había ido a parar. Mientras caminaba, Bálder se preguntó hasta qué punto merecía su situación. Era cierto que había llegado desprevenido, siguiendo la invitación de una carta que había recibido como una tabla salvadora. En sus circunstancias de entonces, era difícilmente reprochable que hubiera atendido la oferta del Arzobispado, y comprensible que apenas hubiera pensado en que emigraba hacia un país desconocido. Sin embargo, desde el momento en que había tratado a Ennius y había visto el edificio a medio construir, desde el momento en que había empezado a ser introducido, en la obra y en su revés nocturno, no podía rehuir su responsabilidad. Para haberla evitado, habría debido optar por la huida pura y simple. A ella no se oponía, en apariencia, ninguna imposibilidad de orden fisico: bastaba madrugar una mañana, recoger sus pertenencias y tomar en sentido inverso el camino por el que había llegado hasta allí. Sin embargo, había que tener en cuenta que no podía regresar al lugar de donde venía y que a ningún otro había sido invitado. Durante los momentos en que había barajado la idea de escapar, no había acertado a salvar estas objeciones. A primera vista, la cuestión era si ello se debía a la entidad de las objeciones o a su propia desidia. Pero también era posible que la culpa le alcanzara en cualquier caso, porque el hombre no hubiera de purgar, en rigor, otra falta que la original, atribuida por Dios desde la noche de los tiempos sin mirar a la capacidad de obediencia o quebrantamiento de sus insignificantes criaturas. En tal caso, el extranjero se habría limitado a justificar con su actuación el estigma que le había sido impuesto desde su nacimiento, y ahora simplemente debía pagar las consecuencias como el último trámite. Era una explicación que desazonaba, pero sólo en ella Bálder hallaba la mínima simetría que su razón exigía para darle asentimiento. Los pretextos disponibles, como la tentación de penetrar en los misterios de la catedral, o la esperanza de dar fin a su propia obra, o la intermitente pero obstinada atracción de Camila, constituían, en resumen, un estímulo insuficiente para haberse quedado a despecho de todo lo que le movía a abandonar la archidiócesis. Mientras penetraba de nuevo en el recinto de la obra, bajo el cielo azul y el sol que ahora tostaba su nuca, Bálder sólo pudo extraer una conclusión de estas inquisiciones: sí, lo había merecido, o aún más; quizá había sido alumbrado para extinguirse allí. No sentía ninguna emoción al admitirlo, apenas la vaga nostalgia de un tiempo que probablemente nunca había tenido: aquel en que había postulado que la vida no tenía cabos ni nudos, cuando había creído descender en paz por una cuerda lisa que nunca iba a terminarse dejándole a mitad de la tarea.

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