Aquella tarde, mientras volvían hacia la ciudad, Núbila efectuó el inusual movimiento de interrogar a Bálder:
– ¿No ha vuelto a molestarte Horacio?
– Fue a verme hace cuatro o cinco noches. El día que nos asaltó durante la comida.
– Es raro que no insista.
– Le disuadí amablemente.
– No creas que se ha rendido. Sería la primera vez. Es una táctica, no sé cuál.
– ¿Te preocupa que pueda tener éxito? -inquirió Bálder, dubitativo.
– No exactamente. Creo que lo tendrá. Me preocupa que haya cambiado los planes.
– ¿Por qué?
– Olvídalo. En realidad no es asunto mío.
Por segunda vez desde que le conocía, Bálder advertía una reserva en Núbila. Pero en esta oportunidad no trató de despejarla, lo que acaso habría sido posible con un poco de insistencia. Las noches de poco sueño que llevaba a la espalda le hacían menos tenaz.
Cada día tenía menos gusto por el crepúsculo, la cena y la lectura. Compareció con atención fluctuante en aquellos tres ritos sucesivos y se tumbó a no esperar nada. La necesidad de Camila se le había enquistado en una tristeza indolente. A ratos se sublevaba y se imponía el deber de hallarla en el corazón del laberinto. Las más de las ocasiones flaqueaba y se forzaba a construir la teoría de que enredarse en la mujer era un modo torpe de rehuir la tarea que le incumbía. Pero no llegaba a convencerse. Nada que dependiera de su esfuerzo podía alcanzar consistencia.
Aquella noche, a las nueve en punto, Bálder volvió a oír un par de nudillazos en su puerta. Alguna esperanza mal reprimida le engañó durante el primer segundo, pero enseguida se persuadió de que habían sido dos golpes más fuertes que los que solía dar Camila. Fue hasta la puerta sin avidez por saber quién venía a verle, y con el mismo talante recibió la aparición de un nuevo Horacio pulcro y alegre en el pasillo.
– Hay otra fiesta, hoy -se explicó el escultor, haciefído girar en el aire las palmas de sus manos.
– Dudo que hoy me toque ir a ninguna fiesta.
– Pésimamente discurrido. Siempre es momento de soltar las ligaduras. ¿Nunca has pensado que a lo mejor te cae bien ese animal que llevas prisionero?
– Nunca, la verdad.
– Me pasmas.
– ¿Has cambiado tus planes? -preguntó Bálder, recobrando al vuelo la sospecha que Núbila había suscitado hacía unas horas.
– Nunca hago planes fijos. Mantengo mi oferta, si es eso lo que preguntas.
Bálder se frotó las sienes hasta hacerse daño y dijo:
– No te pregunto nada. Debería cerrar la puerta, acostarme y olvidarme de que existes.
– Oh, no. Algo me dice que esta noche vas a portarte mal.
Bálder posó en el escultor unos ojos enrojecidos, claudicantes.
– Voy a ir contigo, Horacio -admitió-, pero sólo porque no se me ocurre qué otra cosa hacer.
Ah, espléndido.
– Quede claro que me importa un bledo lo que quieras pasarme por las narices para impresionarme.
– Eso dímelo luego. Cámbiate de ropa.
– No estoy de humor.
– Vas a llamar la atención.
– Peor para mí.
– Allá tú. Abrígate por lo menos.
– ¿Vamos a la calle?
– Hay algunas posibilidades de hallar buen divertimento en el palacio, pero podrían ser demasiado audaces para tu iniciación.
– Entiendo.
Horacio no tomó la salida que Bálder usaba normalmente. Lo guió por los corredores del anexo hasta que el extranjero tuvo la sensación de recorrer el palacio propiamente dicho. Luego vino una serie de escaleras y corredores angostos y al final de todo una salida lateral que, en efecto, se abría en el edificio del palacio. La noche era fría y húmeda y un aire infernal arrasaba la plaza. No había un alma en las calles.
– ¿Siempre está así de desierto? -tartamudeó Bálder contra el frío que agarrotaba sus mandíbulas.
– Bueno, ahora es invierno. En verano puede encontrarse a alguien, aunque lo mejor de esta ciudad está siempre bajo tierra. Los canónigos son adversarios del cielo abierto y todo se contagia.
Descendieron por una de las calles que irradiaban desde la plaza y tomaron la sexta calleja transversal. Bálder iba contando para no padecer en un futuro improbable deseos de retornar a un lugar al que no supiera ir. Horacio apretó el paso y el cómputo de casas de Bálder se hizo inseguro en la oscuridad de la noche.Tal vez se detuvieron ante la que hacía el número catorce. Horacio golpeó siete veces y la puerta de madera mugrienta se abrió sin el menor crujido. Un hombre alto y frondosamente barbado le saludó:
– Buenas noches, crápula del diablo.
– Buenas noches, cara de niño. Traigo una criatura.
– Cuánto tiempo.
– Los canónigos se están volviendo tacaños. Yo diría que pierden interés por el chamizo de Dios. Pero éste es un tipo importante. Casi paran la obra cuando vino.
Habían entrado en la casa y Bálder se acostumbraba a la luz anaranjada que había en el zaguán.
– ¿Y qué es lo que haces? -interpeló a Bálder el hombre barbado.
– Luchar contra el insomnio -escupió el extranjero.
– En la catedral, digo.
– Lo mismo.
– Déjale -ordenó Horacio al de la barba-. Ya te contará su vida otro día.
Horacio, precedido por el barbudo, precedió a su vez a Bálder por unas escaleras estrechas que se hundían casi en vertical en la tierra. A medida que bajaban a Bálder le llegó un ruido de música y voces. Al final de la escalera había un pasillo y al tallista le fastidió ya tanto viaje. Pero enseguida accedieron a un pequeño vestíbulo en el que Horacio se adelantó al de la barba para coger el pomo de la puerta y anunciar a Bálder:
– Aquí empieza lo Oculto.
Bálder captó y desdeñó la mayúscula, pero cuando el escultor abrió se quedó atónito. Tras la puerta había una sala enorme, repleta de gente. En el centro había una pista de arena, vacía. Los músicos hacían sonar sus instrumentos a un lado. Al otro había un mostrador y detrás de él dos hombres gordos y una mujer también gorda que custodiaban un depósito de bebidas. Entre los que llenaban la sala, Bálder localizó a un buen número de artistas, transfigurados dentro de sus atuendos festivos. No vio ningún operario, o no recordó la cara de ninguno con la precisión necesaria para hacerla equivalente a la de alguno de los presentes. El resto eran desconocidos y mujeres, todas ellas igualmente desconocidas para él. En realidad, desde que estaba en la obra no había visto más mujeres que Camila y un par que se había tropezado en alguna ocasión por el palacio yendo o viniendo del despacho de Ennius. Sin embargo, allí había una legión de ellas. Todas estaban perversamente maquilladas y ceñidas por ropas que hacían brotar pujantes sus carnes. Muchas estaban ebrias y alguna medio desnuda. Horacio interceptó la mirada que Bálder clavó en una de las últimas.
– Veo que te llama la atención. No lo imaginabas.
– Desde el coro o mi celda, donde llevo viviendo casi un mes, esto resulta poco imaginable -mintió a medias Bálder.
– Porque no has reflexionado lo suficiente. Esto son las tripas de la catedral. ¿Y cómo son? Como las tripas del mundo. En las tripas siempre hay esto. El dogma sólo subsiste en cuatro o cinco cabezas petrificadas.
– A algunos los conozco. A ellas no.
– Los que no conoces, ellos y ellas, son funcionarios del Arzobispado. En esta ciudad no hay nada más. Los que viven fuera del palacio y los operarios no existen. Son las reglas de los canónigos, no me mires como si fuera un desalmado. Prefiero estar aquí, pero no lo he inventado yo.
– Una excusa insuficiente.
– No me excuso. Si les dejaran, los operarios harían lo mismo.
– No estoy seguro de eso -empezó a decir Bálder, acordándose por alguna singular asociación de Alio.Tanto más singular en cuanto que en ese preciso momento le divisó, a Alio, al fondo de la sala, con una rubia lúbrica colgada del cuello. Su subalterno miraba el techo con profundo estoicismo.
– Algo falla. Aquél es uno de mis operarios -señaló Bálder, aparentando una frialdad que en realidad era el estupor de presenciar las caricias de la rubia sobre el rostro ausente de Alio.
Horacio soltó una carcajada.
– Alio no es un operario -explicó-. Es uno de los espías de los canónigos entre los operarios.
– Entonces acabo de estropearle su incógnito -coligió Bálder, sin salir de su estupefacción.
– No, por cierto -rechazó Horacio-. No te espía a ti, sino a los operarios.
– ¿Y cómo se supone que debo tratarle, ahora que lo sé?
– Como antes.Te obedecerá, trabajará, seguirá espiando y nunca hablará contigo de esto. Forma parte de su tarea. Cualquier otra cosa le valdría el despido. O la degradación a verdadero operario -se mofó el escultor.
Bálder estaba allí, de pie, a la entrada de la sala, procurando asimilar aquel amasijo de impresiones extraordinarias. Habría podido permanecer así durante horas, si Horacio no le hubiera cogido del brazo y no le hubiera ofrecido una manera de adentrarse en el prodigio:
– Vamos a pedir algo de beber.
La mujer gorda escanció en dos jarras lo que entre obscenidades Horacio solicitó para ambos y Bálder no rehusó. Con su jarra en la mano siguió al escultor hasta un sitio vacío entre un puñado de mujeres aburridas que saludaron a Horacio con una vieja confianza.
– Os traigo algo nuevo -les presentó a Bálder.
– ¿Y qué es, esto? -consultó perezosamente la mujer menos agraciada, con una voz estridente que hirió los tímpanos de Bálder.
– Una virgen -aseguró Horacio.
– Tráelo otra vez cuando no lo sea. No queremos responsabilidades -se zafó la que era más hermosa de todas, con diferencia. Bálder observó con codicia su cuello largo, sus cabellos negros, los pechos brillantes que reposaban en paz bajo el entreabierto escote.
Entreteneos un poco con la música, por ahora -les rogó Horacio-. Mi amigo y yo tenemos cosas de que hablar.
– Comprendo por qué estás tan animado esta noche -juzgó altaneramente la venus del pelo negro-.Alguien que no se sabe todavía de memoria todas tus tonterías.
– Vete un rato a la mierda, Octavia -se revolvió Horacio.
– De acuerdo -aprobó la mujer, sin moverse.
Horacio apartó a Bálder de donde estaban las mujeres y le pasó el brazo por el hombro. El extranjero notó con desagrado que a su interlocutor comenzaba a hederle el aliento a alcohol. Una solución para el problema era tragar él también con decisión aquel brebaje en el que hasta el momento apenas se había limitado a humedecer los labios. La admitió como congruente con la imprudencia general de la noche.