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Sophy lo detestaba. Lo había encontrado en el puño apretado de su hermana la noche en que Amelia había tomado la sobredosis de láudano. Entonces Sophy supo que ese anillo negro pertenecía al hombre que había seducido a su bella hermana rubia y la había dejado embarazada. El amante cuya identidad Amelia se había negado a revelar. Uno de los pocos datos seguros a los que Sophy había llegado por deducción era que ese hombre había sido uno de los amantes de lady Ravenwood.

Otra de las cosas de las que Sophy estaba casi segura era que su hermana y el desconocido habían utilizado las ruinas de un viejo castillo normando, situado dentro del territorio Ravenwood, como lugar de encuentro. A Sophy le agradaba dibujar aquellos antiguos pilares de piedras hasta que en una oportunidad encontró uno de los pañuelos de Amelia allí. Lo descubrió pocas semanas después de la muerte de su hermana. Después de aquel fatídico día, Sophy jamás regresó a la escénica ruina.

¿Qué mejor manera para descubrir la identidad del hombre que había llevado a Amelia al suicidio que la de convertirse en la nueva lady Ravenwood?

Sophy apretó momentáneamente el anillo en su mano y luego lo devolvió al joyero. Era una suerte tener una razón valedera, sensata y realista para casarse con el conde de Ravenwood, pues la otra sería una difícil tarea, casi infructuosa.

Sophy tenía intenciones de enseñarle al demonio a amar otra vez.

Julián se acomodó gracilmente sobre los mullidos asientos de su coche de viaje y observó a su nueva condesa con ojo crítico. Durante las últimas semanas la había visto muy pocas veces. Se había autoconvencido de que no habría necesidad de viajar tantas veces de Londres a Hampshire. Tenía muchos asuntos pendientes en la ciudad. Y ahora aprovechó la ocasión para escrutar más de cerca a la mujer que había escogido como esposa, para que le diera el tan ansiado heredero.

Analizó a la muchacha, quien llevaba muy pocas horas siendo condesa, y se sorprendió en cierto grado. No obstante, como siempre, su persona siempre se caracterizaba por un aspecto caótico. Varios rizos castaños habían escapado de los confines de su nueva cofia y una de las plumas de ésta quedaba colgando en un ángulo poco elegante. Julián miró más de cerca y advirtió que el cañón se había partido. Bajó la mirada y notó que una parte de la cinta que adornaba el bolso de Sophy también estaba suelta.

Tenía el ruedo de su vestido manchado de pasto. Evidentemente se lo habría ensuciado cuando se agachó para recibir el ramillete de flores que le obsequió un pequeño campesino, pensó Julián. Todos los habitantes del pueblo habían agitado sus manos en el aire, despidiendo a Sophy y deseándole felicidad cuando la muchacha subió al vehículo. Hasta entonces, Julián no había advertido que su esposa fuera tan popular entre la gente del lugar.

Se sintió muy aliviado cuando comprobó que Sophy no presentó ninguna queja al enterarse de que, a pesar de que iban de luna de miel, su marido tenía planeado trabajar durante esos días. Había comprado un territorio nuevo recientemente, en Norfolk, y consideró que ese mes obligatorio de vacaciones que debía tomarse era una oportunidad ideal para examinar sus flamantes dominios.

También tuvo que admitir que lady Dorring había organizado muy bien todos los preparativos para la boda. Se había invitado a la mayor parte de la burguesía de la zona, aunque Julián ni siquiera se había molestado en invitar a sus conocidos de Londres. La idea de tener que soportar una segunda ceremonia de boda frente a las mismas caras que habían estado presentes en una primera experiencia nefasta era mucho más de lo que podía digerir.

Cuando el Morning Post publicó el anuncio de su inminente casamiento, el conde hubo de vérselas con un sinfín de preguntas que todo el mundo le formuló. Pero manejó todas las impertinencias del mismo modo que siempre lo hacía: ignorándolas.

Con una o dos excepciones, su política había funcionado muy bien. Apretó la boca al recordar una de esas excepciones. Cierta dama, en Trevor Square, no se había mostrado muy complacida al enterarse de la próxima boda de Julián. Pero Marianne Harwood era demasiado astuta y pragmática como para dar una escena insignificante. Mas la cosa no terminaba allí. Los pendientes que Julián había dejado en su última visita habían contribuido en gran medida para intensificar la airada actitud de La Belle Marianne.

– ¿Algún problema, milord? -La voz serena de Sophy interrumpió los recuerdos de Julián.

El conde volvió al presente de golpe.

– No, en absoluto. Sólo estaba recordando un asunto de negocios que tuve que resolver la semana pasada.

– Debe de haber sido un asunto de negocios muy desagradable. Realmente parecía muy irritado. Por un momento, creí que habría comido un trozo de pastel de carne en mal estado.

Julián esbozó una sonrisa descolorida.

– El incidente es uno de los que tiende a cortar la buena digestión de cualquier hombre, pero puedo asegurarte que ahora estoy en perfectas condiciones.

– Ya veo. -Sophy se quedó contemplándolo durante un rato, no muy convencida y luego volvió a concentrar su vista en la ventana.

Julián carraspeó.

– Ahora es mi turno de preguntar si tienes algún problema, Sophy.

– En absoluto.

El conde examinó las borlas de sus botas hessianas por un instante, con los brazos cruzados sobre el pecho y luego levantó la mirada, con una expresión de desconcierto.

– Creo que sería mucho mejor que llegáramos a un acuerdo con respecto a una o dos cositas. Señora Esposa.

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Sí, milord?

– Pocas semanas atrás, me diste tu lista de demandas.

Ella frunció el entrecejo.

– Cierto.

– En ese momento, yo estaba muy ocupado y cometí el error de no elaborar la mía.

– Yo ya sé cuáles son sus demandas, milord. Un heredero y nada de problemas.

– Me gustaría aprovechar esta oportunidad para ser un poquito más específico.

– ¿Desea ampliar su lista? No me parece muy justo, ¿no cree?

– Yo no dije que fuera a ampliar la lista. Simplemente quiero aclararla. -Julián hizo una pausa. Notó el cansancio en los ojos turquesa de la joven y sonrió-. No te atormentes tanto, querida. La primera de mis reclamaciones, o sea, lo del heredero, es muy clara. Lo que quiero detallar es lo que concierne a la segunda.

– No hay problemas. También es clara.

– Lo será no bien tú comprendas perfectamente a qué me refiero con esta demanda.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, nos ahorraremos muchos inconvenientes si tomas como norma no mentirme jamás.

Ella abrió los ojos desmesuradamente.

– ¡No tengo intenciones de hacer semejante cosa, milord!

– Excelente, pues debes saber que nunca podrías salirte con la tuya en eso. Tus ojos tienen algo que siempre te traicionaría si quisieras mentirme. Y no habría cosa que me fastidiara más que detectar una mentira en tus ojos. ¿Me entiendes bien?

– Perfectamente, milord.

– Entonces volvamos a mi pregunta original. Creo que te pregunté si tenías algún problema y tú me dijiste que no. Pero tus ojos me dijeron lo contrarío, querida.

Sophy jugueteó con la cinta suelta de su bolso.

– ¿Se supone que mis pensamientos no tendrán ninguna privacidad?

Julián frunció el entrecejo.

– ¿Acaso tus pensamientos de ese momento eran tan privados que te viste obligada a escondérselos a tu esposo?

– No -contestó ella sencillamente-. Sólo pensé que no se sentiría muy complacido si los escuchaba, por lo que decidí que era mejor guardármelos para mí.

Julián había tenido la intención de dejar bien en claro ciertos puntos, pero ahora le picaba la curiosidad.

– Por favor, me gustaría que me los contaras.

– Muy bien, estaba ejercitando un poco de lógica deductiva, milord. Usted acababa de admitir que el asunto de negocios que había atendido con anterioridad a nuestra boda había sido bastante irritante y yo trataba de aventurar qué clase de negocio habría sido.

– ¿Y a qué conclusión te llevó tu lógica deductiva?

– A la conclusión de que habría tenido serios problemas con su amante actual cuando le informó que estaba a punto de casarse. Y no se puede culpar a esa pobre mujer. Durante mucho tiempo ha estado haciendo todo el trabajo de una esposa y ahora, de buenas a primeras, usted le comunica que le otorgará el título a otra candidata. Una candidata bastante inexperta en la materia, por cierto. Me temo que ella le habrá armado una escandalosa escena y que eso fue lo que lo irritó. Dígame, ¿ella es actriz o bailarina de ballet?

El primer impulso de Julián fue el de echarse a reír. Pero se contuvo para dar una imagen de autoridad y disciplina en carácter de esposo.

– Te estás extralimitando, madam -le dijo él apretando los dientes.

– Es usted quien exigió que dijera en voz alta lo que estaba pensando en privado. -Se agitó la pluma suelta de su sombrero-. ¿Está de acuerdo conmigo ahora en que hay ocasiones en que debe permitirme cierta privacidad para pensar?

– Para empezar; no tendrías que hacer ninguna clase de especulaciones al respecto.

– Me temo que tiene gran parte de razón, pero reconozco que casi no puedo controlar mis especulaciones interiores.

– Quizás alguien pueda enseñarte cómo controlarte un poco -sugirió Julián.

– Lo dudo. -Ella le sonrió imprevistamente y la calidez de esa sonrisa lo desarmó-. Dígame -continuó Sophy sin amedrentarse-, ¿fue correcto lo que pensé?

– El asunto que atendí la semana pasada en Londres antes de nuestro casamiento no es de tu incumbencia.

– Ah, ya veo cómo es el sistema. Se supone que yo no tendré ninguna privacidad para pensar lo que quiera, pero usted gozará de toda la libertad del mundo para hacerlo. No me parece para nada justo, milord. De todos modos, si mis conjeturas errantes van a molestarlo tanto, ¿no cree que sería mejor que me las guarde para mí?

Sin previo aviso, Julián se le acercó y le tomó el mentón entre los dedos. De pronto se le ocurrió que la piel de la joven era muy suave.

– ¿Estás tomándome el pelo, Sophy?

Ella no intentó quitarle la mano.

– Confieso que sí, milord. Verá, es usted tan arrogante y autosuficiente que a veces la tentación es irresistible.

– Entiendo lo que es una tentación irresistible -le dijo él-. En este momento estoy a punto de ser víctima de ella. Julián se sentó junto a Sophy le rodeó la cintura con el brazo. Con un solo movimiento diestro la colocó sobre sus piernas, observándola con fría satisfacción al ver la alarmada expresión de sus ojos.

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