Sophy reunió todo el coraje que pudo.
– Me refiero a que no aceptaré casarme con usted a menos que me dé su palabra de que no me forzará a someterme a usted, si yo no lo consiento.
Sintió que las mejillas se le encarnaban bajo la intensa mirada de Ravenwood. Las manos le temblaban sobre las riendas de Bailarín, que no dejaba de moverse. Otra ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles, penetrando a través del traje de Sophy.
La ira se encendió en los ojos de esmeralda de Julián.
– Le doy mi palabra de honor, señorita Dorring, de que jamás he forzado a ninguna mujer en mi vida. Pero estamos hablando de matrimonio aquí y me niego a creer que no sepa que el matrimonio implica ciertas obligaciones tanto para la esposa como para el esposo.
Sophy asintió inmediatamente con la cabeza y el sombrero se le cayó simpáticamente sobre el ojo. En esta ocasión ignoró la pluma.
– También sé, milord, que la mayoría de los hombres no vacila en imponer sus derechos sobre la mujer, sin importarles si la esposa está o no de acuerdo en acceder. ¿Es usted uno de ellos?
– No pretenderá que me case con usted sabiendo desde un principio que mi esposa se negará a reconocer los derechos que me corresponderán en mí carácter de esposo -dijo Ravenwood apretando los dientes.
– Yo no he dicho que jamás estaría dispuesta a reconocer sus derechos. Simplemente estoy pidiendo que se me otorgue un tiempo considerable para que lo conozca y me adapte a la situación.
– No está pidiendo, señorita Dorring. Está exigiendo. ¿Es éste el resultado de sus malos hábitos en la lectura?
– Mi abuelo le advirtió sobre eso, ¿no?
– Sí. Y puedo asegurarle que yo personalmente me encargaré de controlar los textos que selecciona como lecturas una vez que nos casemos, señorita Dorring.
– Eso, por supuesto, llama a una tercera exigencia por mi parte. Debe permitírseme que compre y lea todos los libros y tratados que se me antojen.
El semental echó la cabeza hacia atrás cuando Ravenwood insultó por lo bajo, pero se calmó cuando su amo, con mano experta, le ajustó las riendas.
– Bueno, veamos si la he entendido bien -dijo Ravenwood con gran sarcasmo-. No podré confinarla en el campo, no compartirá mi lecho hasta que se le dé la gana y leerá todo lo que se le ocurra, a pesar de que yo le aconseje y recomiende lo contrario.
Sophy suspiró.
– Creo que eso resume mi lista de demandas, milord.
– ¿Y pretende que yo esté de acuerdo con esa desfachatada lista?
– Ni lo sueño, milord; razón principal por la cual le pedí a mi abuelo que rechazara su propuesta de matrimonio en mi nombre, esta tarde. Pensé que con eso ahorraría mucho tiempo para ambos.
– Discúlpeme, señorita Dorring, pero creo que ahora entiendo por qué usted nunca se ha casado. Ningún hombre que estuviera en su sano juicio aceptaría semejantes ridiculeces. ¿No será que su verdadero deseo es evitar casarse directamente?
– No tenga dudas de que no tengo ningún apuro en casarme.
– Obvio.
– Diría que tenemos algo en común, milord-dijo Sophy con gran osadía-. Me da la impresión de que usted sólo quiere casarse por obligación. ¿Es entonces tan difícil entender que yo tampoco veo tantas ventajas en el matrimonio?
– Aparentemente, usted parece estar pasando por alto la ventaja de mi dinero.
Sophy lo miró, furiosa.
– Naturalmente, ése es un gran incentivo. No obstante, puedo pasarlo por alto. Es probable que no pueda darme el lujo de tener esmeraldas incrustadas en mis zapatillas de baile, por la escasa herencia que me ha dejado mi padre, pero si podré vivir cómodamente. Y lo más importante es que podré gastar mis ingresos de la manera que desee. Si me caso, pierdo ese derecho.
– ¿Entonces por qué no agrega en su lista de exigencias que no permitirá que su esposo la oriente en cuestiones de economía y finanzas, señorita Dorring?
– Una idea excelente, milord. Creo que haré eso exactamente. Gracias por darme la solución más obvia para mi dilema.
– Desgraciadamente, aunque encontrase al hombre con el cerebro lo bastante pequeño como para aceptar todas sus peticiones, no tendría ningún elemento legal como para forzarlo a cumplir con sus promesas si él faltara a su palabra, ¿verdad?
Sophy se miró las manos, sabiendo que él tenía razón.
– No, milord. Dependería exclusivamente del honor de mi esposo.
– Tenga en cuenta, señorita Dorring -dijo Ravenwood, con cierto tono amenazante-, que el honor de un hombre puede ser inviolable en lo que respecta a su reputación o al cumplimiento de sus deudas, pero nada significa en lo relacionado con el trato hacia una mujer.
Sophy se puso fría.
– Entonces no tengo mucha elección, ¿no? Si es así, jamás podré correr el riesgo de casarme.
– Se equivoca, señorita Dorring. Ya ha tomado su decisión y debe aceptar los riesgos. Dijo que estaría dispuesta a casarse conmigo si yo aceptaba sus demandas. Muy bien, acepto.
Sophy se le quedó mirando boquiabierta. El corazón le latía a toda velocidad.
– ¿De verdad?
– El trato está hecho. -Las manazas de Ravenwood se movieron sobre las riendas del caballo, quien movió la cabeza en señal de alerta-. Nos casaremos lo antes posible. Su abuelo me espera mañana a las tres. Dígale que quiero arreglar todo mañana a esa hora. Dado que ambos hemos llegado a un acuerdo privado, espero que tenga el coraje de estar presente cuando yo llegue.
Sophy estaba desconcertada.
– Milord, no lo entiendo completamente. ¿Está seguro que desea casarse bajo mis términos?
Ravenwood sonrió, muy poco complacido. Sus ojos de esmeralda brillaron divertidos.
– La verdadera cuestión, Sophy, radica en cuánto tiempo lograrás mantener tus exigencias una vez que te enfrentes con la realidad de ser mi esposa.
– Milord, su palabra de honor -dijo ella-. Debo insistir en eso.
– Si fueras un hombre, te retaría a duelo por sólo dudar de ella. Por supuesto que tiene mi palabra de honor, señorita Dorring.
– Gracias, milord. ¿De verdad que no le molesta que gaste mi dinero como se me ocurra?
– Sophy, la suma de dinero que yo te daré trimestralmente probablemente será mayor a la que recibes en todo un año -dijo Ravenwood-. Siempre que pagues tus deudas con lo que yo te doy, no me importa qué hagas con el resto.
– Oh, entiendo… ¿Y qué hay de mis libros?
– Creo que podré manejar esas ideas locas que sacas de esos libros. Sin duda, en más de una ocasión me molestaré por eso, pero eso nos servirá como base para discutir ciertos temas, ¿eh? Dios sabe que las conversaciones de la mayoría de las mujeres son de lo más aburridas.
– Me encargaré de no aburrirlo, milord. Pero asegurémonos de que nos hemos entendido perfectamente. ¿No tratará de enterrarme todo el año en el campo?
– Te permitiré que me acompañes a Londres cuando sea conveniente, si eso es lo que realmente quieres.
– Es usted muy gentil, milord. Y… ¿qué hay de mi otra demanda?
– Ah, sí. Mi garantía de que no te, eh… forzaré. Creo que con eso tendremos que poner un límite de tiempo. Después de todo, mi principal objetivo en todo esto es la de asegurarme un heredero.
Al instante, Sophy se incomodó.
– ¿Un límite de tiempo?
– ¿Cuánto crees que te llevará acostumbrarte a verme?
– ¿Seis meses?
– No seas absurda, señorita Dorring. Ni sueñes con que esperaré seis meses para reclamar mis derechos.
– ¿Tres meses?
Julián aparentemente estuvo a punto de rechazar la contraoferta, pero se arrepintió a último momento.
– Muy bien. Tres meses. ¿Ves cuan indulgente soy?
– Su generosidad me desborda, milord.
– Es normal. Te desafío a que encuentres otro hombre capaz de aceptar estos tres meses para requerir que su esposa cumpla con sus obligaciones conyugales.
– Tiene razón, milord. Dudo que pudiera encontrar a otro hombre tan flexible como usted en este tema de matrimonio. Discúlpeme, pero mi curiosidad me traiciona. ¿Por qué ha aceptado tan fácilmente?
– Porque al final de cuentas, mi querida señorita Dorring, obtendré exactamente lo que quiero de este matrimonio. Que tengas un buen día. Te veré mañana a las tres.
Ángel respondió de inmediato a la presión que Ravenwood ejerció con sus muslos. El azabache hizo un círculo cerrado y salió al galope por entre los árboles.
Sophy se quedó sentada como estaba, mientras Bailarín se agachaba a comer un poco de pasto. El movimiento del caballo la hizo volver a la realidad.
– A casa. Bailarín. Estoy segura de que, a estas horas, mis abuelos estarán al borde de la histeria o en un estado de total depresión. Lo menos que puedo hacer es informarles que acabo de salvar la situación.
Pero mientras regresaba tranquilamente a Chesley Court un viejo dicho se le cruzó por la mente: «El que pacta con el diablo…».