– Por el amor de Dios, Sophy. Yo era muy joven cuando conocí a Charlotte Featherstone. Puede que sí o puede que no le haya garabateado alguna nota que otra. A decir verdad, casi no recuerdo esa relación. Pero de un modo u otro, debes tener bien presente que, en ocasiones, los jovencitos suelen escribir fantasías pasajeras que sería mejor no expresar jamás en una hoja de papel. Te aseguro que esas fantasías no tienen ningún significado.
– Oh, te creo, milord.
– Sophy, bajo circunstancias normales, jamás habría hablado de una mujer como Charlotte Featherstone contigo. Pero por la extraña situación en la que nos hallamos envueltos, permíteme explicarte algo con toda claridad. No existe ningún grado de cariño en la clase de relación que se da entre un hombre y una mujer como Charlotte Featherstone, por ninguna de las dos partes. Para la mujer, se trata de una cuestión de negocios; para el hombre, de conveniencia.
– Una relación así se parece mucho a la conyugal. Con una excepción, claro. La esposa no puede darse el lujo de manejar sus propios asuntos comerciales, mientras que una golfa sí puede.
– Maldición, Sophy. Hay un mundo de diferencia entre tu situación y la de Featherstone. -Era evidente el esfuerzo de Julián por controlarse en todo momento.
– ¿Sí, milord? Admito que, a menos que malgastes toda tu fortuna, probablemente yo no tendré que preocuparme tanto por mi pensión como lo hace Charlotte. Pero en otro sentido, no creo ser tan afortunada como ella.
– Has perdido la razón, Sophy. Te estás volviendo ilógica.
– Y tú, imposible, milord. -Ardía de rabia y de pronto descubrió que estaba agotada-. No hay manera de tratar esa arrogancia. No se para qué me molesto en intentarlo.
– ¿Te resulto arrogante? Créeme, Sophy, que eso no es nada comparado con lo que sentí cuando me asomé por tu ventana y te vi subirte a ese carruaje cerrado.
Sus palabras adquirieron un matiz nuevo que la alarmó.
Sophy se distrajo momentáneamente con eso.
– No me había dado cuenta de que me habías visto partir esta mañana.
– ¿Sabes qué pensé cuando te vi subir al carruaje? -La mirada de Julián fue muy dura.
– ¿Te preocupaste?
– Maldita seas, Sophy. Pensé que estabas huyendo con tu amante.
Ella le clavó la mirada.
– ¿Amante? ¿Qué amante?
– Puedes estar bien segura de que ésa fue una de las tantas preguntas que me hice mientras me dirigía a Leighton Field. No tenía ni la más remota idea de quién podría ser el bastardo, entre todos los bastardos de Londres, que estaba secuestrándote.
– Oh, Dios mío, Julián. La tuya sí que fue una conclusión de lo más idiota.
– ¿Sí?
– Por supuesto. ¿Qué rayos podría pretender yo de otro hombre? Al parecer, no puedo con el que ya tengo. -Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
– Sophy, detente ahí mismo. ¿Adónde crees que vas? No he acabado contigo.
– Pero yo sí contigo, milord. Ya he terminado de soportar tus sermones culpándome por haber hecho lo que el honor demandaba. Ya he terminado de tratar incansablemente de que te enamores de mí. Ya he terminado con todos mis intentos por crear un matrimonio basado en el afecto y respeto mutuos.
– Maldita sea, Sophy.
– No te preocupes, milord. Ya he aprendido la lección. De ahora en adelante, tendrás la clase de matrimonio que deseas. Me esmeraré por mantenerme bien alejada de tu camino. Me ocuparé de cosas más importantes…, cosas que tenía que haber puesto bien en claro desde un principio.
– ¿De verdad lo harás? -gruñó él-. ¿Y qué harás con este gran amor que, según tú, sientes por mí?
– No tienes que preocuparte. No volveré a hablar de él, pues sólo conseguiría incomodarte y humillarme. Te aseguro que ya me he rebajado lo suficiente como para que me dure toda la vida.
La expresión de Julián se suavizó apenas.
– Sophy, querida, vuelve aquí y siéntate. Tengo mucho que decirte.
– No deseo seguir escuchando tus aburridores sermones. ¿Sabes algo, Julián? Tu código de honor masculino me resulta bastante tonto. Pararse a veinte pasos de distancia de otra persona, congelándote mientras amanece y apuntándose con armas de fuego es una manera muy insensata de resolver una disputa.
– En eso coincidimos plenamente, madam,
– Lo dudo. Tú habrías cumplido con ese ritual sin cuestionamientos. Charlotte y yo hemos discutido el tema largo y tendido.
– ¿Estuvisteis allí conversando? -preguntó Julián sorprendido.
– Por supuesto que sí. Somos mujeres, milord, y como tales, estamos mucho más capacitadas que vosotros para emplear el intelecto en esas discusiones. Se nos acababa de informar que el honor de ambas quedaría a salvo mediante una sincera disculpa, sin necesidad de recurrir a las armas, cuando tú apareciste de la nada, como un trueno, e interferiste en algo que no era asunto tuyo.
Julián gruñó.
– Oh, no lo creo. ¿Featherstone iba a disculparse contigo?
– Sí, creo que sí. Es una mujer de honor y reconoció que me debía una disculpa. Y te diré algo más, milord. Charlotte tenía razón cuando dijo que no valía la pena levantarse a una hora tan irracional y arriesgarse a recibir un balazo, sólo por un hombre.
Sophy salió de la biblioteca y cerró muy cuidadosamente la puerta detrás de sí. Se convenció de que debía sentirse satisfecha por haberse retirado con la última palabra porque eso sería todo lo que obtendría de aquella situación tan penosa. Las lágrimas ardían en sus ojos. Subió corriendo las escaleras, buscando la soledad de su alcoba.
Mucho tiempo después, levantó la cabeza que tenía apoyada sobre sus brazos cruzados y fue a lavarse la cara. Luego se dirigió a su escritorio. Tomó los elementos necesarios y redactó una carta más para Charlotte Featherstone.
«Estimada señorita C.E:
Adjunto a la presente la suma de doscientas libras esterlinas. No se la envío con el fin de que cumpla su promesa de no publicar ciertas cartas, sino porque estoy convencida de que sus muchos admiradores le deben la misma consideración que les merecen sus esposas. Después de todo, aparentemente, han tenido la misma clase de relación con usted que la que han mantenido con las mujeres que desposaron. Claro que no tienen obligación de pasarle ninguna pensión. La suma que le adjunto es la parte que le corresponde a nuestro amigo en común.
Le deseo buena suerte con su casa en Bath.
Sin otro particular,
S.»
Sophy releyó la nota y la selló. Se la daría a Anne para que la entregara, pues aparentemente ella sabía cómo manejarse en esas situaciones.
Y eso concluía todo el fiasco, concluyó Sophy, reclinándose sobre el respaldo de la silla. Le había dicho a Julián toda la verdad. Esa mañana había aprendido una lección muy valiosa, por cierto; no tenía sentido tratar de ganarse e! respeto de su esposo rigiéndose por su masculino código de honor.
Y también supo que tenía muy pocas posibilidades de conquistar su corazón.
En suma, aparentemente no tenía mucho sentido invertir su tiempo en arreglar su matrimonio. Era inútil tratar de modificar las leyes que Julián había dictado para tal fin. Estaba atrapada en una prisión de terciopelo, de modo que tendría que tratar de encontrarle el lado positivo a la cuestión. De ahora en adelante, tendría que vivir su propia vida y a su manera. Se encontraría con Julián en bailes y reuniones ocasionalmente y también, por supuesto, en su alcoba.
Procuraría darle el heredero que tanto deseaba y Julián, a cambio, se encargaría de que ella recibiera una buena alimentación, buena vestimenta y un hogar seguro por el resto de su vida.
Decidió que no era una perspectiva muy adversa, aunque si muy solitaria y vacía.
Sophy decidió que si bien no le brindaría la oportunidad de disfrutar de una vida matrimonial con la que tanto había soñado, por fin estaba afrontando la realidad. Se puso de pie y recordó que tenía otras cosas que hacer. Ya había despilfarrado demasiado tiempo tratando de ganarse el amor de Julián. Él no tenía ningún afecto que ofrecer.
Y, tal como le había dicho a Julián, ella tenía otros proyectos que la mantendrían ocupada. Ya era hora que dedicara toda su atención a tratar de encontrar al seductor de su hermana.
Ya resuelta a abocarse a esa tarea, Sophy se dirigió a su guardarropa para examinar el disfraz de gitana que planeaba ponerse en el baile de máscaras de lady Maugrove, que tendría lugar esa noche. Se quedó contemplando el colorido vestido durante un rato; también la chalina y la máscara. Luego posó la vista en su pequeño joyero.
Necesitaba un plan de acción, un modo de averiguar quiénes habían tenido algo que ver con ese anillo negro.
Y de pronto se inspiró. ¿Qué mejor manera de comenzar su investigación que ponerse el anillo esa noche, en el baile de disfraces, donde su identidad sería un secreto? Sería interesante ver si alguien descubría la sortija y hacía algún comentario al respecto. De ser así, Sophy podría obtener algunas pistas que la llevaran a su dueño original.
Pero para el baile faltaban muchas horas y ella había pasado levantada demasiado tiempo. Descubrió que estaba exhausta, tanto física como emocionalmente. Se acostó con la intención de echar una breve siesta, pero en cuestión de minutos, se quedó profundamente dormida.
Abajo, en la biblioteca, Julián estaba contemplando la chimenea vacía. Esa frase de Sophy que decía que no valía la pena levantarse al amanecer por ningún hombre, aún le ardía en los oídos. Él mismo había dicho algo parecido después de su último duelo por Elizabeth.
Pero esa mañana, Sophy había hecho exactamente eso, pensó Julián. Por Dios, Sophy había hecho algo inconcebible, a pesar de que era una mujer razonable. Había desafiado a una popular cortesana y después se había levantado al amanecer, para arriesgar su pellejo en nombre de una cuestión de honor.
Y todo porque su esposa se creía enamorada de él y porque, según ella, no habría soportado ver publicadas las cartas de amor que él le escribiera a otra mujer.
Además, tenía que sentirse agradecido de que Charlotte hubiera tenido la discreción de no revelar a Sophy que los pendientes de perlas que se había puesto para el duelo habían sido un regalo de Julián, años atrás. Él los reconoció de inmediato. Si Sophy se hubiera enterado de lo de los pendientes, se habría enfurecido el doble. El hecho de que Charlotte no hubiera mencionado el asunto de los aretes con su joven oponente, hablaba mucho del respeto que Featherstone sentía hacia la mujer que la había retado a duelo.