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– A mi esposa no le agrada llamar la atención -susurró Julián-. Creo que le sienta mucho mejor la vestimenta sencilla y clásica.

– ¿De verdad? ¿Y ella está de acuerdo contigo? Las mujeres adoran las joyas. Tú, más que ningún hombre, debiste haber aprendido esa lección.

Julián bajó la voz pero mantuvo la firmeza de sus palabras.

– En los asuntos importantes, mi esposa resigna sus deseos a los míos. Confía en mi juicio no sólo en lo que concierne a su atuendo sino también a sus conocidos.

– A diferencia de tu primera esposa, ¿no? -Los ojos de Waycott estaban cargados de maldad ¿Por qué estás tan seguro de que la nueva lady Ravenwood se dejará guiar por tí? Parece una joven inteligente, aunque un poco inocente. Sospecho que pronto comenzará a confiar en su propio juicio tanto en su atuendo como en sus conocidos. Y entonces tú estarás en la misma posición en la que estuviste en tu primer matrimonio, ¿no?

– Si alguna vez sospecho que los conceptos de Sophy se forman a través de otra persona que no sea yo, entonces no me quedarán más opciones que remediar la situación.

– ¿Y qué te hace creer que puedes remediar semejante situación? -Waycott rió-. En el pasado, tuviste muy poca suerte al respecto.

– Esta vez, hay una diferencia -dijo Julián con calma.

– ¿Cuál es?

– Que esta vez sabré dónde mirar si surgiera una amenaza potencial contra mi esposa. No perderé el tiempo en aplastar esa amenaza.

Una fría fiebre ardió en la mirada de Waycott.

– ¿Debo tomarlo como una advertencia?

– Te lo dejo a criterio propio, por inexistente que sea-Julián inclinó la cabeza en gesto burlón.

Waycott apretó el puño y la fiebre de sus ojos ganó calor.

– Maldito seas, Ravenwood -gruñó entre dientes-. Si crees que debes retarme a duelo, adelante, entonces.

– Pero todavía no tengo razones, ¿verdad? -preguntó Julián con una voz de terciopelo.

– Siempre queda el asunto de Elízabeth -desafió Waycott. Flexionaba y extendía los dedos nerviosamente.

– Me imaginas demasiado adherido a un código de honor muy estricto -dijo Julián-. No dudes de que no me levantaría al amanecer para matar a un hombre por causa de Elizabetb. No se merecía ese esfuerzo.

Las mejillas de Waycott estaban teñidas de rojo por la furia y la frustración.

– Ahora tienes otra esposa. ¿Te permitirías llevar los cuernos por segunda vez, Ravenwood?

– No -dijo Julián tranquilamente-. A diferencia de Elizabeth, Sophy sí es una mujer que merece que mate un hombre por ella y no dudes que lo haré si es necesario.

– Bastardo. Tú eres el que no merecía a Elizabeth. Y no te molestes en amenazar. Todos sabemos que no me desafiarás ni a mí ni a ningún otro hombre por una mujer. Tú mismo lo has dicho, ¿recuerdas? -Julián avanzó un paso.

– ¿Sí? -Julián experimentó cierta anticipación. Pero antes de que los hombres pudieran seguir ofendiéndose, aparecieron Thurgood y Daregate, quienes se ubicaron a cada lado de Julián.

– Ah, aquí estás Ravenwood -dijo Daregate-. Thurgood y yo te hemos estado buscando. Queríamos convencerte de que jugaras un par de manos a los naipes. ¿Nos excusas, Waycott?

– Su sonrisa apenas cruel resplandeció.

La rubia cabellera de Waycott dibujó un reticente asentimiento. Giró sobre los talones y abandonó la sala.

Julián lo vio irse, sintiendo una salvaje desazón.

– No sé por qué os molestasteis en interferir -remarcó a sus amigos-. Tarde o temprano, probablemente tendré que matarlo.

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