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– Tiene razón, Fanny -le dijo Sophy, pensativa- La señorita Featherstone está atrapada en su propio mundo. Y nosotras, atadas al nuestro. Pero aun así, si ha logrado salir del fango para ocupar la posición que tiene hoy, debe de ser una mujer muy inteligente y astuta. Creo que sería una contribución muy interesante para estas reuniones que se hacen aquí los miércoles por la tarde, Fanny.

Un profundo shock sacudió a la audiencia, pero Fanny rió.

– Muy interesante, sin duda.

– ¿Saben algo? -continuó Sophy impulsivamente-. Creo que me gustaría conocerla.

Todos los pares de ojos del salón se posaron en ella, con gran descreimiento.

– ¿Conocerla?-exclamó Jane. Parecía tan escandalizada como fascinada-. ¿Te agradaría que te presentaran una mujer de esa calaña?

Anne Silverthorne sonrió de mala gana.

– Sería bastante divertido, ¿no?

– Shhh, ustedes tres -barbulló una de las mujeres mayores-. ¿Presentarse a una cortesana profesional? ¿Han perdido todo el sentido de la propiedad? Vaya ridiculez.

Fanny miró divertida a Sophy.

– Si Julián llegara a sospechar cuál es tu aspiración, te enviaría de regreso al campo en menos de veinticuatro horas.

– ¿Cree que Julián la ha conocido? -preguntó Sophy.

Fanny se atragantó con su té y rápidamente apoyó la taza en el platito correspondiente.

– Perdón -dijo medio ahogada, mientras Harriette le golpeaba familiarmente la espalda, entre los omóplatos-. Sinceramente, les pido disculpas.

– ¿Te encuentras bien, querida? -le pregunto Ariete mientras Fanny se recuperaba.

– Sí, sí, bien, gracias, Harry. -La vivaz sonrisa de Fanny abarcó el círculo de rostros ansiosos-. Estoy perfectamente bien ahora. Les pido disculpas a todas otra vez. Bueno, ¿en qué estábamos? Oh, sí, estabas a punto de leernos, Anne. Empieza, por favor.

Anne se metió de lleno en la prosa, asombrosamente interesante y cada una de las mujeres presentes escuchó con gran atención. Las Memoirs de Charlotte Featherstone estaban muy bien redactadas, además de ser entretenidas y deliciosamente escandalosas.

– ¿Que lord Ashford regaló a Featherstone un collar que valía quinientas libras? -exclamó una miembro, horrorizada, en uno de los puntos-. Esperen a que se entere su esposa. Sé de buena fuente que lady Ashford se ha visto obligada a hacer una fuerte economía durante años. Ashford siempre le ha dicho que el dinero no le alcanza para que ella se compre vestidos y joyas.

– Y le está diciendo la verdad. Probablemente, no le alcance para comprar todas esas cosas para su esposa porque se está gastando el dinero que tiene para comprárselas a Featherstone -observó Fanny.

– Y hay más de Ashford -dijo Anne, con una sonrisa decididamente perversa-. Escuchen esto:

«Esa noche, después de que lord Ashford se marchó, le dije a mi criada que lady Ashford debería considerarse muy en deuda conmigo. Después de todo, de no haber sido por mí, Ashford habría pasado muchas más noches en su casa, aburriendo a su pobre esposa con sus actos sexuales, lamentablemente faltos de imaginación. Sólo consideren el enorme peso que le he quitado a esa señora.»

– Yo diría que estuvo bien pagada por sus sufrimientos -declaró Harriette, mientras se servía más té de una tetera georgiana de plata.

– Lady Ashford va a ponerse furiosa cuando se entere de todo esto -dijo otra mujer.

– Y claro que tendrá que estarlo -comentó Sophy, furiosa-. Su marido se ha conducido de la manera más deshonrosa. A nosotras puede resultarnos muy divertido, pero si nos detenemos a pensarlo un poco, nos daremos cuenta de que ha humillado públicamente a su pobre esposa. Piensen en cómo reaccionaría él si la situación hubiera sido a la inversa, si hubiera sido lady Ashford quien hubiera dado que hablar.

– Un punto interesante -dijo Jane-. Apuesto a que cualquier hombre retaría a duelo a quien se atreviera a decir todas esas cosas de su esposa.

«Julián, por ejemplo, se sentiría fuertemente inclinado a derramar sangre por un hecho así», pensó Sophy, con cierta satisfacción, pero también con cierto temor. Bajo tales circunstancias, su ira no conocería límites y su orgullo exigiría venganza.

– Lady Ashford no estará en posición para retar a duelo a Charlotte Featherstone -dijo una de las mujeres del grupo-. La pobre mujer se verá forzada a retirarse al campo por un tiempo, hasta que los rumores dejen de molestarla.

Otra mujer, que estaba en el otro extremo del salón, sonrió con gesto de condescendencia.

– Así que lord Ashford es un aburrido en la cama, ¿eh? Qué interesante.

– Según Featherstone, todos los hombres son bastante aburridos en la cama -dijo Fanny-. Hasta el momento, no ha tenido ni una palabra de elogio para ninguno de sus admiradores.

– Tal vez, los amantes más interesantes han aceptado pagar la suma que ella exige para excluirlos de la famosa lista de las Memoirs - sugirió una joven matrona.

– O quizá los hombres, en general, no son amantes interesantes -observó Harriette con toda serenidad-. ¿Alguna desea más té?

La calle que estaba frente a la mansión de Yelverton estaba llena de elegantes carruajes estacionados. A medianoche, Julián se bajó del suyo se abrió paso entre la multitud de cocheros, criados y cuidadores de caballos que estaban aguardando a sus amos, hasta llegar a las escalinatas que conducían al vestíbulo de los Yelverton.

Virtualmente, Julián había recibido órdenes de concurrir a esa fiesta. Fanny le había aclarado que aquél sería el primer baile importante para Sophy y que la presencia de Julián sería invalorable. Si bien era cierto que él tenía plena libertad para aceptar ir o no a determinados lugares, había ocasiones en las que era indispensable que acompañara a Sophy. Ese baile era una de estas ocasiones.

Julián, quien se había estado levantando demasiado temprano y acostando a altas horas de la noche, en un esfuerzo por evitar encuentros innecesarios con su esposa, se vio atrapado cuando Fanny le dijo que lo esperaba indefectiblemente en algún momento de la fiesta. En consecuencia, debió resignarse a una pieza con su esposa.

Y era lo mismo que resignarse a la tortura. Esos pocos minutos en la pista de baile, con ella entre sus brazos, serían mucho más difíciles para él de lo que Sophy podría imaginarse.

Si esos días en los que había vivido lejos de ella no habían sido empresa fácil para él, convivir bajo el mismo techo con Sophy era un verdadero infierno. Esa noche en la que Julián volvió a su casa y descubrió que su esposa había llegado para instalarse en la ciudad y disculparse con él, se sintió invadido por un gran alivio, seguido de una llamada de atención que le indicó no perder la cautela.

Pero en cierto modo, se convenció de que ella había venido mansamente a sus pies. Parecía que había abandonado sus exigencias exageradas y estaba preparada para asumir el papel de esposa apropiada para él. Y esa misma noche, cuando se enfrentaron en el cuarto de ella, Sophy virtualmente se le ofreció.

Dios, le costó un verdadero triunfo marcharse de su recámara en ese momento. Sophy estaba tan dulce, sumisa y tentadora que Julián había tenido el impulso de tomarla entre sus brazos y reclamar sus derechos en ese preciso instante. Pero la llegada de la joven lo había conmocionado al punto que no pudo confiar en sus propias reacciones. Necesitaba tiempo para pensar.

A la mañana siguiente, Julián se dio cuenta de que Sophy estaba nuevamente con él, que no podía echarla. Y tampoco había necesidad de tomar esa determinación. Después de todo, ella se había humillado al venir a la ciudad, echarse a sus pies y quedar librada a merced de él. Había sido ella quien le había implorado que le permitiera quedarse. ¿Acaso no se había disculpado con toda sinceridad por los embarazosos hechos acontecidos en Eslington Park?

Julián decidió que su orgullo quedaba a salvo y que le había dado una lección a Sophy. En consecuencia, optó por ser generoso y permitirle que se quedara en Londres. La determinación no había sido difícil, aunque para tomarla, tuvo que quedarse sin dormir hasta el amanecer.

En esas horas de insomnio, también había decidido que reclamaría sus derechos conyugales sin demora. Ya se los habían negado durante demasiado tiempo. No obstante, por la mañana, Julián se dio cuenta de que no era algo tan sencillo. Algo desequilibraba la ecuación.

Dado que Julián no tenía muchas inclinaciones a dedicarse al autoanálisis, se tomó gran parte de esa mañana, hasta la hora de la entrevista con Sophy, tratando de dilucidar vagamente qué habría de malo en acostarse con Sophy sin más pérdida de tiempo.

Finalmente, admitió que no quería que Sophy se entregase a él sólo porque pensaba que era su obligación de esposa. De hecho, era denigrante sólo pensar que ella actuaría así. Julián quería que Sophy lo deseara. Quería mirar esos ojos claros y honestos para descubrir en ellos genuino deseo, necesidad femenina. Pero, por sobre todas las cosas, a Julián no le gustaba la idea de que por mucho que ella se esmerase en complacerlo, íntimamente pensara que él había faltado a su palabra original.

Ese descubrimiento lo puso en un aprieto y de un pésimo humor, según sus propios amigos habían señalado.

Ni Daregate ni Thurgood habían cometido la estupidez de preguntarle sí tenía problemas en su casa, pero ambos sospecharon que de eso se trataba. Varias veces le habían deslizado su inquietud por conocer a la famosa Sophy, y esa noche sería la oportunidad que ambos tendrían de hacerlo, al igual que la sociedad entera.

Julián levantó el ánimo cuando pensó que Sophy se alegraría de verlo a esa hora de la noche. Sabía que ella esperaría ser un fracaso rotundo, como lo había sido cinco años atrás. El hecho de tener un esposo a su lado, indudablemente cambiaría todo el panorama y le daría más coraje. Quizá su gratitud la conduciría eventualmente a mirar a Julián con ojos más benévolos.

Julián ya había atendido ciertos asuntos en la mansión de Yelverton, de modo que sabía cómo llegar al salón de baile. En lugar de esperar que el mayordomo lo anunciara, buscó solo las escaleras que conducían a un balcón desde el que podía observarse el salón repleto.

Plantó ambas manos sobre la baranda tallada y miró la multitud que había abajo. Una banda tocaba mientras varias parejas bailaban en la pista. Los criados, con sus uniformes impecables, se abrían paso con bandejas en las manos, atendiendo a los hombres y mujeres elegantemente vestidos. Las risas y charlas llegaban hasta arriba.

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