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Por lo demás, él actuaría en primera línea, la inspectora Menéndez se mantendría a cubierto tras la acacia y los Geos estrecharían el cerco y lanzarían bombas de humo para hacerles

En caso de fuerza mayor, si se veían obligados a disparar, apuntarían a los tobillos.

– Todos en sus marcas -ordenó por el sistema de radio. A continuación gritó por el megáfono:

– ¡Cuatro!

– ¡Regio! -pensó la Princesa, la cuerda había cedido.

Se arrancó el esparadrapo de la boca y pudo decir en voz alta:

– ¡ Supercrocanti!

Se desató los tobillos y se puso de pie. Le dolía todo el cuerpo y sentía la necesidad urgente de echarse agua de colonia en las manos. Alvarez Gómez, por favor, si puede ser.

Andaba con la vista en el cielo, para orientarse por la posición de las estrellas.

– Ahora sí que voy sin rumbo -se lamentó, al comprobar que ya era de día.

El Maestro le mostraba los dos puños cerrados. Antonio tocó el izquierdo.

Era el rey negro.

Le tocaba a Carranza la maniobra de diversión y a Antonio la misión imposible.

– Da igual, porque de todas formas yo ya estoy en Hache Ocho -Carranza señalaba la última y negra casilla del tablero.

– ¡Cuatro y medio!

– Intentaré entretenerles para que puedas alcanzar el taxi. -Maestro…

– No digas nada, hijo. Recuerda: Gens Una Sumus. Antonio tradujo el lema de la aborrecida FIDE:

– Somos una familia.

Con una pistola en cada mano, el Maestro Carranza von Thurns abrió la puerta.

– ¡Y cinco! Ahora sí que os la habéis cargado, cabrones -hizo una seña a sus hombres -. ¡Luz, cámara, acción!

Rodilla a tierra, el capitán de los Geos disparó una bomba de humo que entró por la ventana y se posó en el suelo, emitiendo un silbido característico al girar sobre sí misma.

En ese instante los Geos vieron con asombro a un anciano que se lanzaba hacia ellos disparando.

– ¡Banzái! -gritaba don Claudio.

Se detuvo en seco. Su cuerpo, elevado por las balas, se agitaba en el aire cual marioneta de trapo (vale decir pelele y también polichinela). En tres o cuatro fracciones de segundo recibió ciento treinta y cinco impactos. Cayó sobre el charco de su propia sangre y pensó dos cosas de inmediato. La primera, que debía pronunciar unas últimas palabras. La segunda, que era una suerte que hubiera caído boca abajo: su nuca quedaba al descubierto, lo que aún le permitiría recibir la revelación de la fórmula Omega. Necesitaba con cierta urgencia instrucciones detalladas para no morirse.

– ¡Buen trabajo, chicos: lo habéis dejado como un colador! – observó el capitán de los Geos mientras se ajustaba la máscara de gas -. Ahora vamos dentro a por el otro idiota.

Antonio no estaba en el interior. Había aprovechado el humo y la maniobra del Maestro para deslizarse hasta un arbusto.

La tierra comenzó a temblar a medida que el batallón de Geos marchaba al asalto. Entraron en el edificio abriendo fuego, a la vez que gritaban:

– ¡Alto-policía-alto-o-disparo!

Era su oportunidad. Tenía que llegar al taxi.

Al oír los disparos, la Princesa corrió hacia el tronco de una acacia.

– ¡Hostias, Alteza! -la reconoció Carmen-, Soy policía.

– ¡Regio!

– ¿Cómo se encuentra? -Agotada, chica, tú me dirás…

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Tutéame, anda…, y dame un abrazo muy fuerte. A veces necesito que alguien me abrace en el acto. Cualquiera vale.

Las dos mujeres se apretaron contra la corteza del árbol.

– Asunto concluido -Torrecilla se estaba quitando el chaleco antibalas.

– ¡Está fuera, jefe! ¡El gordo ha salido! Repito: el sujeto Beta está fuera y armado. Cambio -advirtió la inspectora.

– No te muevas. Cambio y corto -Torrecilla vio a Carmen correr hacia la casa. Otra mujer la seguía.

– ¡Que no quiero heroínas, cono!

Bajo el arbusto, Antonio vio acercarse a Torrecilla, seguido de una mujer pistola en mano, seguida de la Princesa, seguida de Maribel.

– ¡Diles que no me maten, Mari! Antonio abrió fuego.

El comisario se tiró al suelo y la bala hizo impacto en el hombro de la inspectora.

– ¡Jolines! -acertó a decir la Princesa, antes de tirarse al suelo.

– Todo encaja…, ¡click!

Antonio recogió las últimas palabras del Maestro y cerró los ojos en el instante en que el comisario le disparaba.

Estaba de rodillas. La bala explosiva le destrozó el pecho y le tumbó hacia atrás.

Volvió la cabeza hacia la mirada de Maribel.

– Tarado… -sonrió su hermana.

– ¡Estúpida!

Los ojos de Maribel parecían una corriente de agua.

– No llores, Mari.

– No estoy llorando.

– Sí que me acordaba de la parcela. También me acuerdo de una falda que tenías, de cuadros…

– La del colegio.

La miró a los ojos, en los que no hacía pie.

– No llores tú, Toñín.

– SÍ son lágrimas de cocodrilo. Extendió las manos hacia ella.

Aunque no llegaron a tocarse, el charco de sangre de Antonio avanzó hasta mojar el cuerpo de Maribel.

– Me acuerdo de todo.

Fueron sus últimas palabras.

La Princesa abrazó a Maribel.

– No le haga caso. Sí que lloraba de verdad. Le conocí: él no tenía cocodrilo.

– Toñín siempre lloraba de verdad.

Se alejaron en silencio, cogidas de la mano, hacia el punto de fuga.

Era el comienzo de una hermosa amistad.

Torrecilla se quitó la camisa y la hizo jirones para vendar la cinematográfica herida que la inspectora tenía en el hombro.

– No es nada.

– Pero puede haber lesiones internas.

Sus rostros quedaron a muy poca distancia uno del otro.

– Jefe, ¿es que no piensa darme un beso?

– ¿Un beso? ¿Dónde? ¿Cómo?

La inspectora besó al comisario.

Sonó la música y, sobre los desenfocados rostros policíacos, apareció sobreimpresionada la palabra fin.

Mientras se sucedían en caracteres diminutos los títulos de crédito, se fueron encendiendo las luces de la sala.

Los que se llamaban a sí mismos cinefilos permanecieron sentados para leer los nombres y apellidos de los carpinteros y electricistas. Testarudos y enfurruñados, miraban con desaprobación a los que salían maniobrando con los brazos por encima de la cabeza para ponerse los abrigos.

Cuando alcanzaron el vestíbulo, Ortueta encendió un cigarrillo.

– ¿Qué?

– ¡Hijo mío de mi alma, casi me quedo dormida, te lo juro! -Aquí, tres cuartos de lo mismo. Desde luego, si esto no

ha acabado conmigo, es que no hay quien pueda. -Pues entonces tendrás que prolongarte.

– ¡Vamos anda!

En la calle hacía frío. Ortueta se subió el cuello de la cazadora y cogió a Paquita del brazo. -Anda, vamos -repitió a la inversa.

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