– Antonio, tú lo que quieres es acostarte conmigo. ¿Cómo se te ocurre?
– Que no quiero… Bueno, sí… pero sólo como entrenamiento, igual que lo del baile, ¿tú me comprendes?
Maribel bebió coñac, se enderezó en el sillón y permaneció en silencio. Algo iba mal.
Al parecer ella no le comprendía. Se terminó la copa y entonces lo dijo: -Tú eres un tarado. Pero de verdad: un auténtico tarado, Antonio.
– Vale, tía, no hace falta ponerse así… ¡Muchas gracias! Ya aprenderé yo por mi cuenta… -respondió, como quitándole hierro al asunto.
Te vas a acordar de ésta, se decía: vas a ver tú quien soy yo. Su fuero interno debía de estar vacío, porque las palabras rebotaban contra las paredes y el eco le devolvía las tres últimas entre interrogaciones: ¿quién soy yo?, ¿quién soy yo?, ¿quién soy yoooooooo?
Maribel se puso a ver Los cuatrocientos golpes mientras las esperanzas de Antonio se derrumbaban como un castillo de naipes.
Había puesto en el Blitzkrieg esas ilusiones de los veinte años y quedaron derribadas de un manotazo cruel, se disiparon cual pompas de jabón, volaron de un soplido, como la catedral de mondadientes levantada por algún testarudo idiot-savant. Aquel aprender juntos, de la mano; aquella camaradería fraterna, aquellos polvos-croquis, en borrador, que se prometía tan felices y frecuentes con su hermana…, ¡todo había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra!
Desde entonces sabía que ella sabía.
Comprendió que los dos tendrían que renunciar al espejismo de una vida normal y corriente, como la que podían llevar si les daba la gana Pirri y Sonia Bruno, Zoco y María Ostiz o incluso Fabiola y Balduino, a pesar de las coronadas cabezas.
Ahora Antonio ya sólo se podía identificar con individuos fallecidos, a ser posible en trágicas circunstancias, separados de un golpe del resto de su vida.
En su inaccesible fuero interno se identificaba sin parar, se identificaba a fondo (hasta que le escocían los ojos) con Niño Bravo, el malogrado artista valenciano víctima de la carretera. Tenía visiones de unas sombrías nupcias post-mortem de Niño con Cecilia, unos espectrales esponsales al otro lado del agua, con las caras lívidas pegadas al cristal.
Tropezando con las patas de los muebles, se fue a su camarote, donde quedó a la deriva en la alta mar de la mayoría de edad.