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Entonces una explosión sonó en el pasillo. Al cabo de un minuto otra más lejana. De nuevo otra cercana; estaban volando trozos del techo para lanzar los gases.

Jaime envió el mensaje y sacando de un cajón unas servilletas de papel rojas le dio un par a Laura.

– Ponte una servilleta cuando bajen los de arriba. Ahora vamos fuera; con la máscara puesta los Guardianes no nos reconocerán.

– ¡Gutierres dice que está de acuerdo! -gritó Karen, que manipulaba ahora el ordenador.

– Lo siento, Karen -dijo Laura, tomando la iniciativa-. Tenemos que salir, pero sólo hay dos juegos de chalecos, máscaras y armas. No puedes venir con nosotros. Es demasiado peligroso, pero también lo es quedarse aquí. Vendrán a ver qué le ha pasado a Beck.

– Deberás esconderte en algún sitio para que no te vean -terció Jaime-. ¡Ya sé! Estábamos limpiando los armarios de detrás de mi mesa. Si quitamos las estanterías, cabrás dentro.

Sin más comentarios Jaime fue al armario, lo abrió y quitando los estantes los puso en otro armario, también en proceso de limpieza. Karen entró y comprobaron que cabía, aunque en posición medio inclinada.

– Algún día me vengaré de esta ofensa, Jaime -intentó bromear-. ¡Por favor, no cierres con llave! Sujetaré la puerta desde dentro. ¡Buena suerte! Te quiero. Que el buen Dios nos ayude.

Besando sus labios, Jaime revivió la angustia de Pedro al despedirse de Corba. Luego ajustó con cuidado la puerta mientras musitaba un «Dios mío, ayúdanos».

– ¡Vamos allá! -dijo a Laura colocándose la máscara antigás.

Al salir al pasillo encontraron la puerta de la escalera de emergencia, situada a pocos metros a su derecha, abierta. Más al fondo en un área entre despachos, vieron cascotes en el suelo y un boquete en el techo, bajo el cual había cinco hombres con chalecos antibalas y máscaras ya puestas. Uno se disponía a lanzar, a través del agujero en el techo, una granada de gases al piso de arriba, y los demás lo cubrían.

Daniel Douglas y otro hombre, aún sin máscara y armados con escopetas, a mitad de camino entre la puerta y el grupo, contemplaban la operación. A su espalda, en el pasillo, casi frente los ascensores, pudieron ver a más asaltantes bajo otro agujero en el techo.

Jaime sentía la adrenalina correr por su sangre y sus sienes palpitando. No tenía miedo, sólo inquietud por Karen y una intensa agitación; con paso rápido, siguió a Laura, que entraba en la escalera de emergencia. Algunos de los Guardianes los miraron sin reaccionar; la máscara y el chaleco eran un excelente disfraz.

En un descansillo de la escalera, a mitad de camino del piso superior, habían colocado una mesa a modo de barricada, y dos hombres se parapetaban apuntando hacia arriba, en espera de la salida del grupo de Davis. Con su elegante traje arrugado, uno de los Pretorianos estaba tendido en el tramo de escalera que continuaba hacia abajo. Tenía los ojos abiertos y su blanca camisa manchada de sangre. Jaime reconoció al que escribía las actas en la reunión del día anterior. Un tercer hombre con chaqueta antibalas y rifle les salió al encuentro.

– ¿Habéis lanzado los gases ya? -preguntó con acento neoyorquino al verles la máscara puesta.

Era aquel tipo joven de aspecto sádico llamado Paul. Por toda respuesta, Laura le colocó la pistola con silenciador en la cara, disparando. El individuo cayó hacia atrás, mientras ella se lanzaba escaleras arriba seguida por Jaime. Los dos hombres tras la mesa notaron que algo pasaba y uno volvió la cabeza. Laura, a dos metros, hizo blanco en él. El otro intentó girarse y Jaime disparó. La bala dio en la mesa. Cuando el hombre ya le encañonaba, Laura le colocó una precisa bala en el centro de la frente. Jaime estaba impresionado; Laura era una tiradora de élite y mantenía una admirable sangre fría.

Levantando su máscara, Jaime le advirtió:

– ¡Cuidado, ahora vendrán desde la puerta!

Laura cogió una de las escopetas y las municiones de los bolsillos del muerto, luego bajaron hacia la puerta. En el umbral aparecieron los dos hombres del pasillo. Laura disparó al primero certeramente y la detonación produjo un gran estruendo; el segundo era Daniel y disparó su escopeta, pero su primer tiro se perdió en el techo. Las dos balas que Jaime le envió dieron en el chaleco antibalas y en una pierna. El tipo volvió a disparar mientras caía, pero tampoco acertó. Laura y Jaime respondieron al mismo tiempo y la cara de Daniel se llenó de sangre. Jaime no sintió lástima, sólo alivio.

– Coge ahora la escopeta; es una Remington 870; excelente a media distancia. ¡Y no te olvides de los cartuchos! -le dijo Laura quitándose la máscara y dejándola colgada del cuello-. Tenemos que cubrir la puerta.

– ¡La servilleta! -avisó Jaime al oír ruido arriba. Ambos la colgaron a la espalda del chaleco.

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¡Tumbad las mesas que podáis y cubrios atrás! -gritó Gutierres-. ¡Van a volar el suelo! -Pero él continuó tecleando su ordenador impasible a las explosiones. Por suerte las alfombras amortiguaron parte de los cascotes y nadie resultó herido. Tenían poco tiempo.

Gutierres ordenó que se agruparan junto a la puerta de emergencia norte y que Bob, el pretoriano más corpulento, ayudara a White, que casi no podía andar. En precaución de otro intento de asalto, colocaron varias mesas como barricadas frente a la puerta. Sólo había dos máscaras de gas para caso de incendio, y el jefe de los Pretorianos las reservó para Davis y él mismo. El resto debería proveerse de toallas mojadas en los aseos.

Así esperaron unos minutos. Sonaron disparos en la escalera, y al terminar éstos Gutierres dijo:

– Salgamos. Mike y Richy, los primeros. Yo os sigo y, si todo está bien, luego los demás. Al final Charly y Dan protegiendo al señor Davis.

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Laura y Jaime pudieron oír una nueva explosión en otro lado del edificio, los Guardianes estarían ya volando la puerta sur de la escalera de seguridad y asaltando la planta superior.

Jaime notó que Gutierres y uno de los Pretorianos bajaban moviendo la mesa para dejar paso a los demás; otro pretoriano, Mike vistiéndose el chaleco de uno de los muertos, cogió una escopeta y se colocó al lado de Jaime.

Mientras, Gutierres daba instrucciones en la escalera:

– Inspector Ramsey, coja una escopeta y colóquese detrás de la chica.

Ramsey obedeció, colocándose junto a Laura, de forma que la puerta tenía dos defensores a cada lado. Mientras, arriba, a Davis le vestían el chaleco de uno de los cadáveres. El humo ya les afectaba y empezaban a toser.

– Dan, coloca a White frente a la puerta; que proteja el paso.

El hombretón quiso resistirse, pero Dan lo golpeó un par de veces con la empuñadura de su revólver. Al final quedó tambaleante frente al hueco de la puerta, con el pretoriano, revólver desenfundado, vigilando. White parecía a punto de derrumbarse y ya no ofreció más resistencia. Jaime casi no podía reconocer la cara hinchada y ensangrentada de su ex jefe y se sorprendió a sí mismo sintiendo lástima por él. Los guardaespaldas hicieron cruzar a Davis casi en volandas, con Gutierres cubriéndolo con su propio cuerpo, por delante de la peligrosa puerta pero por detrás de White. El viejo parecía más pequeño que nunca.

– Estoy en deuda con usted, Berenguer -le dijo a Jaime al cruzar a su altura.

Detrás de Davis bajaban Cooper y Andersen. Les seguía Ruth, la gobernanta de la planta, con dos pretorianos cerrando la comitiva, perseguidos por el humo que ya inundaba el piso superior. Justo habían logrado cerrar la puerta de arriba cuando los Guardianes intentaban un nuevo asalto, con una descarga cerrada.

Disparos, maldiciones y ayes se mezclaron con el siniestro ulular de la alarma del edificio, y al responder al fuego desde la escalera se estableció un intenso tiroteo. Varios de los asaltantes cayeron frente a la puerta, y los demás se retiraron sin dejar de disparar. Los lamentos continuaban dentro y fuera de la escalera. Jaime miró a Laura; no estaba herida y ella le hizo el signo de «esto va bien» con el pulgar hacia arriba; la extraña impresión que sentía con respecto a su secretaria continuaba.

Ramsey, sin chaleco antibalas, se había protegido detrás de Laura y se encontraba bien, pero Mike, el pretoriano, estaba tumbado en el suelo. Tenía una herida en la pierna izquierda que sangraba en abundancia. Pero no era él el que se quejaba. La andanada había dado de lleno a White, que se había derrumbado, y a Cooper, que tuvo la mala suerte de cruzar en aquel momento. Cooper, herido en el vientre, se retorcía aullando de dolor, y Ruth gritaba horrorizada mirando a los heridos. Con el pecho ensangrentado y tumbado de lado, White babeaba sangre; estaba moribundo. Jaime pensó que su muerte había sido una ejecución y al cruzar su mirada con la de Gutierres tuvo la seguridad. De no haber hablado ya, nunca lo haría.

– ¡Bajad la mesa! -gritó Gutierres a los dos pretorianos de arriba.

Ramsey empujó a Ruth y a Andersen, haciéndoles pasar por encima de los cuerpos que yacían en el suelo, colocándolos escaleras abajo, lejos del peligro.

Los dos pretorianos colocaron la pequeña mesa de forma que les protegiera de los disparos desde la puerta y desde escaleras arriba. Ahora cubrían la puerta con sus armas, Laura cogió los fusiles de los muertos y se los lanzó. Uno de los caídos en el umbral movió un brazo, tratando de incorporarse con un débil lamento; desde atrás de la mesa un pretoriano le voló la cabeza de un disparo.

– Ya han entrado arriba -dijo Jaime a Gutierres-. Pronto descubrirán que han escapado por aquí y estaremos entre dos fuegos. Tienen que bajar.

– El peligro está en la salida al hall y a la calle -comentó Gutierres pensativo-. Moore, el jefe de seguridad del edificio, es enemigo, luego la mayoría de los guardas de seguridad lo serán. El corte de comunicaciones también les debe de afectar a ellos; debemos aprovecharlo y bajar antes de que se den cuenta. Intentaremos escapar en la limusina blindada.

– Esta escalera de emergencia termina en el hall, y las puertas de bajada al garaje están siempre cerradas -advirtió Jaime.

– Nosotros sabemos cómo abrirlas -repuso Gutierres-. ¡Vayámonos de aquí antes de que nos ataquen también desde arriba!

– ¡Un momento, Gutierres! -Jaime le detuvo-. Tenemos dos heridos y no podemos dejarlos aquí para que los asesinen.

– Mi misión es proteger a Davis; lo siento, pero no voy a arriesgar su seguridad por los heridos. ¡Vamos!

– No; yo no voy -anunció Jaime-. Karen está también aquí arriba. No la dejo.

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