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Jaime estaba sorprendido, sabía que Douglas era uno de los principales implicados en el fraude; pero no se lo imaginó así, con las armas en la mano en el asalto del edificio de la Corporación. Mantuvo su mirada, pero no respondió. Ante su silencio, Douglas dijo a Beck:

– Termina pronto con ellos.

– De acuerdo. Pero tú a lo tuyo; no debes mezclar en esto tus sentimientos personales. Seguid sin mí, según lo planeado; aún tengo asuntos que resolver aquí.

– De acuerdo, Arkángel. -Y dedicándoles a Karen y Jaime una sonrisa satisfecha, Douglas salió dando un portazo.

– Bien, por una vez tiene razón, Berenguer. No me da tiempo de llamar a Paul para que haga hablar a su amiguita, pero le contaré el programa. El primer disparo será al estómago de su chica; el segundo a los intestinos. Producen una muerte muy lenta y dolorosa. Ella suplicará morir y haré que usted lo vea; usted lo pasará aún peor que ella. -Beck apuntó al estómago de Karen-. Laura, vigila a Berenguer; que no haga ninguna tontería. Jaime, su última oportunidad de hablar.

– No digas nada. -Karen hablaba calmada-. Moriremos igualmente, y el dolor no durará siempre. Prefiero sufrir físicamente a darles una victoria.

– La cátara quiere ser mártir, ¿verdad? Bien, Berenguer. Su última oportunidad; cuento hasta tres y disparo. Uno. -Beck se levantó de la silla apuntando el vientre de Karen.

Jaime vio en la expresión fría y determinada del hombre que éste era un asesino y que disfrutaba con aquello. Miró luego a Laura, que, también de pie, pálida pero firme, le encañonaba a él. Veía el siniestro agujero del cañón apuntándole al estómago. No podía creer que ésa fuera la Laura que conocía; parecía una pesadilla y sintió un sudor frío.

Evaluó las posibilidades de saltar a un lado para intentar despistarles. Eran nulas; lo acribillarían de inmediato. Era imposible escapar de la habitación y, aun consiguiéndolo, lo cazarían en el pasillo como a un conejo. No le daría ese placer a Beck. Apretó la mano de Karen, y ella le devolvió el apretón.

– Dos. -Beck pronunció el número en voz más alta.

Jaime notaba cómo los pensamientos e imágenes se agolpaban en su mente. ¡Maldita sea! ¿Por qué tiene que terminar así? ¡Otra vez no! El recuerdo de su muerte en la batalla de Muret llegaba nítido. Al menos entonces sabía en qué se había equivocado. ¿Qué había hecho mal ahora? ¡Otra vez perdía! Con rapidez de vértigo vinieron a su mente escenas de su niñez, el nacimiento de su hija, Jenny, su primer encuentro con Karen; y la intensidad con la que la había amado y la amaba.

– Te quiero, Karen -dijo quedamente.

– Te quiero, Jaime -contestó ella.

– Y tres.

El ruido sordo del disparo a través del silenciador se mezcló con el sonido indecente de hueso y carne reventando. En algún lugar del despacho la bala rebotó luego de cumplir con su nefasto cometido.

103

El segundo pretoriano tuvo que abandonar a su compañero en la escalera y a duras penas logró refugiarse de los disparos detrás de la puerta blindada.

– ¡Era una trampa! -exclamó Gutierres, y pidió a un pretoriano que se asegurara de que el inspector Ramsey, que había salido de la salita de espera al oír los disparos, no entrara en la reunión. Luego se dirigió a grandes zancadas a la sala.

El puñetazo partió los labios de White, que cayó de su silla al suelo. Gutierres había recorrido la distancia de la puerta hasta él tan rápido que el hombretón no tuvo ni tiempo de incorporarse. Los demás se levantaron de las sillas para ver con una mezcla de horror y morbosidad, cómo Gutierres lo machacaba a patadas. Nadie dijo nada. La siniestra alarma amortiguaba el sonido de los golpes y los lamentos de White. Cuando Gutierres se sintió satisfecho, tirando del cabello gris de White lo hizo sentarse en el suelo, para de inmediato colocar su pistola frente a los ensangrentados labios. Golpeó la boca hasta que White la abrió e introdujo el cañón del arma hasta el fondo.

– Por última vez, ¿qué está pasando? -Y dejó transcurrir unos instantes clavando su mirada en los ojos desorbitados del hombre. Luego apartó el revólver.

– Quieren matarles a todos. -Las palabras salían con dificultad de los labios hinchados-. Asaltarán esta planta.

– ¿Cuántos son?

– Quizá unos veinticinco o treinta.

– ¿Cómo podemos salir de aquí?

– No pueden. Toda posibilidad ha sido considerada.

– Debemos comunicarnos a toda costa con el exterior. -Gutierres se dirigía por primera vez al resto de los presentes-. Los Guardianes nos tienen sitiados y han bloqueado los teléfonos. A falta de un plan de acción para escapar, debemos esforzarnos en pedir ayuda. Intenten una y otra vez la comunicación tanto con sus teléfonos móviles como con los fijos.

104

Ocurrió con mucha rapidez; no había terminado Beck de pronunciar el número «tres» cuando Laura, veloz, le encañonaba a la sien, disparando de inmediato.

Jaime vio cómo una masa de despojos sangrientos salía por el lado derecho de la cabeza. Por unos segundos, Beck se mantuvo de pie, con la sonrisa aún en la cara y una expresión de sorpresa. El brazo de la pistola cayó, mientras el cuerpo se desplomaba golpeando la mesa antes de hacerlo en su asiento. Y allí quedó, en una extraña posición, de rodillas en el suelo, cabeza apoyada en la silla y una mirada vacía perdida en el techo.

– ¿Hablamos ahora de mi aumento de sueldo? -Laura, brazos en jarras, sujetando aún la pistola, sonreía mostrando los dientes en una expresión felina que Jaime no recordaba haber visto en ella, pero que le era familiar. La miró con asombro sintiendo un alivio infinito. Ahora percibía el olor a pólvora. La situación era surrealista-. Bueno, ¿qué hay de mi aumento? -insistió Laura.

Jaime necesitó tiempo para reaccionar.

– ¡Concedido! -exclamó al fin, admirando su extraño sentido del humor-. Pero antes tienes mucho que contarme.

– No hay tiempo ahora -intervino Karen, teléfono en mano-. Beck tenía razón. Están cortadas todas las líneas.

– Debemos ayudar a los de arriba -dijo Laura-. Jaime, tú tienes experiencia con armas. ¿Verdad?

– Alguna.

– ¿Y tú, Karen?

– No.

– Entonces, Jaime, coge la pistola de Beck, ponte su chaleco y cuélgate al cuello la máscara antigás. ¿Sabes cómo funciona?

Jaime manipuló la mascarilla, afirmando luego con la cabeza.

– Ahora, mientras están entretenidos con los explosivos, podemos limpiar la escalera de emergencia norte para que Davis y los suyos escapen.

– Un momento, Laura -le detuvo Jaime-. ¿Cómo sabrán que nosotros somos los buenos? Los pretorianos dispararán al primero que vean.

– Hay que correr el riesgo -repuso Laura-. Si el asalto triunfa moriremos igualmente, incluso si lográramos escapar del edificio. Los conozco. Te seguirían toda la vida hasta terminar contigo.

– Hay otra alternativa -advirtió Karen.

– ¿Cuál?

– El cableado de ordenadores interior del edificio es independiente de las líneas telefónicas, ¿cierto?

– Sí.

– Veamos si el correo electrónico interno funciona.

– Dudo que en esta situación Davis se entretenga leyendo sus mensajes -dijo Laura.

– Quizá sí lo haga -afirmó Jaime-. Los de arriba deben de estar intentando comunicarse con el exterior de cualquier forma posible.

Avanzó a zancadas hasta su mesa y tecleando en el ordenador accedió al correo interno de la Corporación sin mayores problemas.

Escribió un mensaje dirigido a Davis con copia a Gus Gutierres. Llevaba la indicación de «muy urgente», titulándolo «Vida o muerte».

«Aquí Jaime Berenguer. Están a punto de romper el suelo de su planta y lanzar gases lacrimógenos para hacerles salir. Protéjanse. No salgan al techo, les esperan helicópteros. Tenemos dos armas. Podemos limpiar la escalera norte para que bajen y tomen posiciones aquí.» Jaime envió el mensaje rezando para que lo recibieran.

Laura y Karen, a sus espaldas, contenían el aliento mirando la pantalla del ordenador con ansiedad mientras Jaime repetía envíos. Lo intentó dos veces más, sin resultados; el tiempo corría en su contra. Decidieron un último intento antes de salir al pasillo.

105

Los sitiados del piso treinta y dos se aplicaron con desesperación para comunicarse con el exterior.

Gutierres se maldecía a sí mismo por no haber anticipado aquello. Pero ¿quién lo iba a suponer? Jamás hubiera imaginado que los Guardianes pudieran organizar un asalto dentro del edificio de la Corporación. Aunque sí debiera haber sospechado de Moore, el jefe de seguridad. Pero, aun sospechando de él, ¿cómo podía ocurrir aquello? Los Guardianes debían de estar muy preparados, muy seguros de su victoria para atreverse a tanto.

Trenzaba alternativas de escapatoria posibles. Nadie percibiría desde fuera el sonido de los disparos, la insonorización interna haría que el ruido casi no saliera al exterior. Los ascensores estaban bloqueados y les esperaban en las escaleras. Podían salir al tejado del edificio e intentar descolgarse por las pequeñas barcas que utilizaban los operarios de limpieza de cristales. Seguro que el enemigo había tenido ya en cuenta esa alternativa y los estaría esperando. Sólo usaría esa vía cuando agotara todas las posibilidades de escapatoria. Mientras, lo mejor era resistir allí e intentar comunicarse.

El correo electrónico interior estaría seguramente cortado junto con las líneas de teléfono. Probaría si había salida al exterior. En el peor de los casos, si el cableado funcionaba, al menos podría dejar en el sistema un mensaje de acusación, un testamento. Quizá los asaltantes no lo pudieran borrar. Entró en el correo, y con sorpresa leyó un mensaje en entradas: «Vida o muerte».

106

¡Al fin un mensaje de Gutierres! El pretoriano, desesperado, debía de haber estado tratando de enviar mensajes de socorro al exterior cuando recibió el suyo.

A Jaime le sorprendía que los Guardianes tuvieran aquel fallo. Quizá no pudieron desconectar el cableado en las dos últimas plantas o quizá planeaban borrar en la central de correo interno los mensajes una vez que nos mataran a todos, meditaba.

«Aquí Gutierres. ¿Cómo sé que es usted y no una trampa?»

– ¡Maldita sea, ahora ese hijo de puta no se fía! -exclamó Jaime, forzándose a pensar. ¿Qué le podía decir a Gutierres para que supiera que realmente era él? Escribió la respuesta. En español. Sabía que Gutierres lo entendía. «Ayer le pedí a Davis que quería conservar a mi secretaria. Me dijo que no le importunara con tonterías y hablara con Andersen. Usted no estaba allí, y tampoco White; compruébelo con Davis y Andersen. Y va a tener que confiar o están muertos. Nos reconocerán porque llevaremos una servilleta roja encima del chaleco antibalas. En un minuto estaremos limpiando la escalera.»

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