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Buenos días señor Berenguer. Karen me ha contado lo que pasó ayer noche. Creo que será bueno que nos veamos. En su hamburguesería griega a las ocho. Me aseguraré de que no me sigan. Hasta luego.

– ¿No le ha ocurrido alguna vez que, al conocer a alguien, de pronto le cae bien o mal mientras que otros le son indiferentes? -le preguntó Dubois cuando Jaime se sentaba portando a la mesa comida para ambos. El hombre le miraba con sus ojos demasiado abiertos, demasiado fijos.

– Sí, me ha ocurrido.

– Dígame con franqueza, ¿me equivoco si afirmo que cuando me conoció le caí mal de inmediato?

– ¿A qué viene eso?

– Se lo explico, pero primero responda, por favor.

– Lo cierto es que no me cayó bien. ¿Cómo lo sabe? ¿Tanto se notó?

– No. Pero muchas veces la gente nos cruzamos una y otra vez en sucesivas vidas, y sin ser conscientes de ello hay algo en los otros que reconocemos. Y los odios y los amores se mantienen. Ésa es la explicación de por qué, en ocasiones, alguien nos cae mal sin que nos haya hecho nada para merecerlo. En esta vida, claro.

– Entonces, hemos coincidido con anterioridad.

– Por supuesto.

– ¿Qué me hizo usted en mi vida anterior para que le tenga ojeriza?

– ¿No me ha reconocido? -Dubois se le quedó mirando, acariciando su barba blanca con una sonrisa que suavizaba un poco la fijeza de ofidio de sus ojos.

– No.

– ¿Hasta dónde ha llegado en sus recuerdos, Berenguer?

– Justo salía con mis tropas para enfrentarme al ejército cruzado frente a las murallas de Muret.

– Entonces ya había tenido usted una fuerte discusión con uno de sus aliados.

– Sí.

– ¿Recuerda con quién?

– Ramón VI, conde de Tolosa.

Dubois no habló, pero mantuvo su mirada y su sonrisa.

– ¿Era usted? -El pensamiento asaltó de repente a Jaime.

– Fui yo.

Recordaba la discusión que ambos tuvieron justo antes de la batalla y cómo el otro se retiró indignado. Pedro despreciaba a Ramón VI por cobarde, y Ramón VI consideraba a Pedro un loco suicida.

– Sorprendente. -Jaime hilaba nuevos pensamientos y después de una pausa interrogó-: ¿No era el padre de Corba un cónsul de su ciudad de Tolosa?

– Sí. Era un buen amigo.

– Y usted lo envió como cónsul a Barcelona. Y de alguna forma envió Corba a Pedro.

– ¿Adónde quiere ir a parar?

– ¿Ha sido usted el que envió a Karen a que me enamorara?

La sonrisa de Dubois se amplió.

– Yo no tengo tanto poder. Me sobrestima. Karen le reconoció a usted en sus recuerdos de los tiempos de la Cruzada y fue por sí misma a buscarlo.

– ¿Seguro que era por eso? ¿Que era ése su único motivo? -preguntó Jaime, receloso, pero supo de inmediato cuán inútil era la pregunta-. Bien, pues ya debe de saber que se ha ido con otro.

– Karen me contó lo ocurrido. ¿Qué piensa hacer ahora, Berenguer?

– Enviar al cuerno a su secta cátara.

La expresión de Dubois no cambió.

– ¿Y dejará qué los Guardianes se salgan con la suya y dominen la Corporación? ¿Y que su jefe continúe encubriendo los fraudes?

– Eso ya no me incumbe.

– No lo creo. No va a dejar usted su ciclo abierto. Va a continuar con nosotros porque cree en lo que hacemos. Y porque es la continuación de una guerra que empezó hace siglos; usted estaba entonces a nuestro lado y lo está ahora.

Jaime no respondió. Dubois tenía razón. Aun sin Karen, no podría dejar aquello; estaba atrapado por su propia identidad, por el pasado y porque la guerra presente era ya para él algo personal.

– Además -continuó el hombre-, no va a dejar a Karen en peligro, ¿verdad? ¿Sabe que ayer asaltaron su apartamento?

– Sé que está en peligro, pero ya tiene quien la defienda.

– O sea, que se retira. Le cede Karen a su contrincante. ¿Es así?

– No. -Jaime pensó un momento-. No quisiera, pero Karen ya tiene edad para saber lo que hace y ya ha elegido.

– Quizá no haya elegido todavía.

– ¿A qué se refiere?

– A que aún tiene usted posibilidades.

– ¿Cómo lo sabe?

– Ya le he dicho que Karen me contó lo de anoche. Y me pidió que hiciera de intermediario.

– ¿Para qué?

– Quiere verle. Quiere hablar con usted para aclarar lo ocurrido. Pero no quería contactar directamente. Y aquí estoy yo, intermediando. ¿Acepta?

A Jaime casi se le escapó del pecho un «Claro que sí» pero se contuvo para contestar luego de fingir que pensaba. Se dio cuenta de que, a pesar del terrible dolor que ella le causaba, deseaba verla con desesperación.

– De acuerdo.

– ¿Dónde y cuándo se verán?

– En Ricardo's, esta noche.

– Bueno. Espero que después de esto me aprecie un poco mas. -Dubois se levantó, tendiéndole la mano como despedida.

Jaime la estrechó con fuerza.

81

Su media melena rubia clara iluminó la entrada de Ricardo's, como si la luna llena saliera de una nube oscura. El local estaba animado y su cálido aroma, mezcla de tabaco, ron, tequila y brandy, se fundía con la música de sabor latino.

Jaime sintió al verla ese pálpito al que no se habituaba. Era ella. Karen miró hacia la barra buscándolo. Vestía un traje chaqueta negro con un jersey de pronunciado escote de pico. Labios rojo carmín. Hermosísima. Una falda corta descubría unas largas y bien torneadas piernas con medias oscuras que transparentaban ligeramente el color de la piel. Zapatos de tacón y un pequeño bolso conjuntado con el traje.

Dos hombres que tomaban una copa en la barra interrumpieron su conversación para mirarla; uno se inclinó hacia ella para susurrarle:

– ¿Me está buscando a mí, señorita?

Karen, muy segura de sí misma, sonrió no más de lo necesario.

– Ya tengo acompañante, gracias.

Y avanzó unos pasos con premeditada lentitud hacia el centro del local, usando ese movimiento de caderas que sólo evidenciaba fuera de la oficina. Todas las miradas de la concurrida entrada la siguieron hacia el interior de la sala.

«Vestida para matar», se dijo Jaime.

Ricardo la vio desde detrás de la barra, saludándola con un tono de voz que se elevaba por encima de la música:

– ¡Hola, Karen, me alegro de verla! -Y luego añadió irónico-: De nuevo.

Karen se acercó correspondiendo a la mano que Ricardo, luciendo una de sus fascinantes sonrisas, le tendía. Jaime no pudo escuchar su respuesta, pero imaginó que luego de varias cortesías preguntaría por él. Ricardo señaló con la cabeza en su dirección, y Karen se despidió con un gracioso gesto de su mano.

Cuando lo vio, clavó su mirada azul en él y sonriendo mostró sus blancos dientes. Se alegraba de verle o al menos lo aparentaba muy bien. Era una hermosa mujer.

– Hola, Jim.

– Hola, Karen.

Se sentó junto a él colocando sus piernas con cuidado para mostrar sólo la parte exterior. Le dedicó una mirada intensa.

– ¿Cómo estás?

– He vivido tiempos mejores. ¿Y tú?

– También; vengo de mi apartamento y aquello es un desastre. Tuve suerte de no estar allí. Entraron cortando la valla metálica que separa parte del jardín de una zona colindante de servicios. Había dejado mi ordenador conectado y preparado para que sólo pudieran obtener la información que nosotros queríamos. Ha funcionado.

– Lo tenías todo bajo control. Lo único que no esperabas era que yo me preocupara por ti.

– He hablado con Was, y ha retirado la denuncia contra vosotros.

– Gracias. Muy generosa.

Jaime no añadió más y se hizo el silencio. Karen inició la conversación al cabo de unos momentos.

– Te creía en Londres.

– Y estaba, pero alguien a quien amaba me envió un mensaje diciendo que se encontraba en peligro. Y ya ves, tonto de mí, lo dejé todo para acudir en su ayuda.

– Siento mucho lo ocurrido.

– Siento haberos estropeado la velada.

– La verdad es que sí la estropeaste.

– Pues me alegro mucho.

Karen soltó una alegre risita y luego se puso muy seria.

– Recibí tu mensaje.

– ¿Sí? Y decidiste celebrar la buena noticia con Kevin, ¿verdad?

Karen guardó silencio por unos momentos y luego pregunto:

– ¿Has cambiado de idea o aún me quieres?

– ¿Qué importancia tiene eso para ti ahora?

– Sí la tiene, y mucha. Contéstame. Por favor.

– Eres tú la que tiene que contestarme. ¿Recuerdas el mensaje que dijiste imprimirías? Ese que me pedías que te aclarara. Y yo lo hice. ¿Recuerdas?

– Claro que lo recuerdo.

– Y bien. ¿Cuál es la respuesta?

– Sí.

Jaime sintió que su corazón se detenía.

– Sí ¿qué?

– Sí. Te quiero.

– ¡Maldita sea, Karen! ¿Me quieres y lo primero que haces es dejarte follar por Kevin cuando yo estoy ausente? -Jaime sentía una extraña mezcla de felicidad, rabia e indignación-. ¿No sabes que la gente normal considera incompatible querer a alguien y ponerle los cuernos?

– Bueno. Es que a él también le quiero.

Jaime se la quedó mirando sin dar crédito a lo que oía. Karen le mantuvo la mirada con expresión seria.

– ¿Bromeas? ¿Qué nos quieres a los dos? ¿Qué coño quieres decir con eso? ¿Es que los putos cátaros sois bígamos o qué?

– Pero a ti te quiero mucho más.

– ¿Y eso qué quiere decir? ¿Que te acostarás conmigo cinco días a la semana y con él sólo dos?

– No. Cálmate, Jimy, deja que te explique. Kevin y yo fuimos amantes antes de conocerte, o quizá sería más correcto decir que estuvimos casados, ya que para los cátaros el matrimonio no es un sacramento, sino un acuerdo libre entre dos. El caso es que vivimos juntos más o menos un año. Y yo quise dejarlo. Pero él jamás lo aceptó y ha continuado pretendiéndome a pesar de que ambos hemos salido con otras parejas.

»Cuando el martes por la noche me llamaron por teléfono alertándome de lo ocurrido y del peligro, empecé a avisar a otra gente para que se pusieran a salvo o extremaran las precauciones. Lo hice antes de leer tu mensaje. Entre otros te avisé a ti y también a Kevin. Luego vi tu mensaje y, cuando lo leí, me sentí muy feliz. Pero tenía miedo, y tú estabas muy lejos.

»Al enterarse Kevin de lo ocurrido vino de inmediato a protegerme y estuvo todo ese tiempo conmigo. De nuevo me declaró su amor e insistió en que volviera con él. Ya ves, no sé cómo explicarlo, pero tenía miedo y con él me sentía protegida y halagada. Al final pasó lo que pasó. Soy monógama y no traiciono a mi pareja cuando tenemos un compromiso mutuo. De decidir irme con otro, siempre rompería antes mis ataduras anteriores.

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