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– ¡Señora, vigilad no exponeros a la luz! ¡Los arqueros están al acecho!

– Gracias.

Al llegar a la parte alta de la fortificación Karen avanzó cubriéndose tras los parapetos para no ser vista desde el exterior. Llegando a un tramo descubierto lo cruzó con rapidez; las llamas no llegaban a aquella altura, pero sí se notaba el calor al cruzar el hueco.

Se quedó en aquel lugar, cubierta por el parapeto de la muralla pero cerca de la abertura.

Pronto despuntaría el día. Las estrellas brillaban rutilantes en el cielo helado de la primera noche de marzo.

Sentándose en una piedra tallada miró desde allí su casa fortificada; a duras penas adivinaba su silueta al otro lado del recinto. Sus hijos, su esposo, su madre estaban allí. El Dios bueno los cuidaría.

Continuaba sintiendo la paz en su interior y recordó tiempos pasados mejores, cuando el rey de Aragón se rindió a su amor. Ella había sido la bella entre las bellas, la noble entre las nobles, la dama de un mayor encanto. Cantada por todos los trovadores, pretendida por los más nobles de Occitania, Borgoña, Gascuña, Provenza, Aragón y Cataluña. Sus ojos verdes embrujaban, su voz seducía. Corba la Hechicera la llamaban las envidiosas.

No había nacido para ser humillada y no les daría ese placer a los inquisidores.

El negro cielo empezaba a mostrar líneas azul oscuro que permitían distinguir las montañas del este y del sur. El alba llegaba, y ella sentía la tranquilidad del que no sufre con las dudas.

Lentamente se desprendió de sus botas de cuero y sacando sus zapatos de baile de los anchos bolsillos de su abrigo se los calzó. Se despojó de su abrigo quedándose sólo con su vestido de gala; con el que danzaba en las fiestas. El vestido del rey, se dijo; el vestido con el que yo esperaba a Pedro y con el que lo despedí.

Un viento helado inclemente le hizo tiritar el cuerpo, pero ella no lo sentía como suyo, porque en su interior conservaba aún el calor que le había dado Bertrand.

Miró de nuevo a las estrellas y empezó a recitar:

– Padre nuestro, que estás en los cielos. Venga a nosotros tu reino. -Dio tres pasos lentamente y se colocó en la abertura de las protecciones de la muralla. Notaba el calor de la corriente de aire ascendente, y al frente, por encima de las montañas, la franja azul se había ampliado dejando ver otra más clara-. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. -Fue consciente de que algo se rompía en el parapeto de piedra a su derecha. Una flecha-. El pan nuestro, supersustancia, dánoslo hoy.

Se acercó al borde sintiendo de pleno un fortísimo calor ascendente. Miró hacia abajo. El fuego, fascinante, se retorcía allí, en el fondo, como un enorme dragón impaciente por su presa.

Notó el silbido de otra flecha. Los hombres gritaban fuera de la muralla, también oía gritos dentro.

– Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos…

Otra flecha.

Corba emprendía su vuelo. Y como un negro cuervo hembra en la oscuridad, voló para propagar la herejía por el mundo. O así lo contaron los católicos, que bruja la llamaban.

Lo cierto es que se zambulló como había aprendido a hacer de niña desde las barcas en el Mediterráneo cuando su padre era cónsul de Tolosa en Barcelona. Sintió que entraba en un mar caliente y que los tules de su querido vestido y su antes brillante cabellera negra se convertían en luz y en calor, mucho calor.

– Y no nos dejes caer…

Continuaba sintiendo la paz.

Del impacto en el centro de las brasas del fuego se levantaron innumerables pavesas que, brillantes, se elevaron con el aire caliente hacia el alba.

Pero que no llegaron a las distantes y frías estrellas que contemplaban, indiferentes, su fin.

Karen despertó de su visión. Estaba allí, en su cama, en su apartamento de Los Ángeles. Sentía el calor agradable de las sábanas. La pesadilla había llegado a su fin.

Lo que tanto había anhelado y tanto había pretendido forzar en las ceremonias frente al tapiz cátaro acababa de ocurrir ahora espontáneamente en pleno sueño. Intentó fijar las imágenes y las emociones en su memoria. Pero ¿cómo olvidarlo? Había logrado desbloquear su memoria y avanzar hasta el final de su ciclo. Y ahora, superados el dolor y la angustia, el sentimiento era profundo y hermoso. ¡Qué terrible historia! Pero ¡qué bella! Jamás olvidaría aquellos momentos vividos. ¿Vividos cuándo? ¿Hacía segundos o siglos?

Tendió sus brazos, aún con las imágenes de su ensoñación en los párpados. Buscaba a alguien pero no encontró a nadie. Sólo el vacío. Le faltaba el calor de otro cuerpo, el calor de Jaime.

¿Dónde estaba? Había huido. Llamó a su apartamento a las diez, a las once y a las doce sólo para oír la voz rancia y enlatada de Jaime desde su contestador. Miró el reloj de la mesilla de noche. Las tres de la madrugada. Y Jaime se encontraba allí fuera, perdido en la oscura noche de infinitas posibilidades de aquel gigante conglomerado de ciudades llamado Los Angeles.

Jaime tenía miedo. Sí, tenía miedo de ella y del juramento de fidelidad y obediencia hecho a la congregación cátara. A perder su libertad. Esa libertad herencia de familia. Una herencia que, como toda utopía, jamás se convertiría en moneda.

Estaba huyendo. ¿Cuán lejos? ¿Por cuánto tiempo? Karen no lo sabía, pero deseaba que volviera pronto. ¡Ahora mismo! Ella sí necesitaba compartir con alguien la maravillosa experiencia de aquella noche, pero especialmente con Jaime.

Sabía que volvería. Nadie había resistido jamás la necesidad de cerrar el ciclo de memoria espiritual una vez abierto. Jaime querría volver a retomar las imágenes y sentimientos del rey Pedro y no se detendría hasta conocer el final. Aunque con ello sufriera. Aunque se convirtiera en esclavo del pasado y renunciara a parte de su libertad.

Karen se levantó de la cama, fue a la cocina y abriendo el refrigerador sacó un botellín de Perrier. Puso una generosa ración de whisky añejo de malta en un vaso y lo rebajó con el agua. Acercándose al gran ventanal del salón cerró las luces y descorrió la cortina. La noche estaba silenciosa y la luna en un brillante cuarto creciente. Se sentó sobre la mullida alfombra blanca agradeciendo lo bien que la arropaba su viejo y poco sexy camisón de algodón. Y miró las luces de la ciudad. Allí, en algún lugar, estaba Jaime. Quizá él no lo supiera aún, pero volvería a ella.

Karen lo deseaba y sabía que ocurriría. Sólo tenía que esperar. Como había hecho antes, tanto tiempo atrás. Tantas veces. Sólo había que aguardar a que él viniera. Y vendría.

Clavó sus ojos azules en la oscuridad.

– Ven -le dijo.

38

Ricardo localizó a Marta bailando un merengue suelto en la pista con un hombre. De hermoso pelo negro y ojos expresivos, Marta tendría unos treinta y algo. Llevaba un vestido oscuro de falda corta que marcaba las bonitas curvas de sus caderas y luego se acampanaba ligeramente para dejar descubiertas unas largas, consistentes y bien torneadas piernas. Tenía gracia y estilo al moverse. Sin ningún miramiento hacia su pareja de baile, Ricardo la llamó pidiendo a otra chica que bailaba en la pista que la avisara, ya que la música impedía que le oyera. Cuando Marta miró a Ricardo, éste le indicó con grandes gestos que se acercara.

– Marta, te presento a mi mejor amigo, Jaime -le dijo cuando Marta llegó hasta ellos-. Le he hablado mucho de ti y está loco por conocerte -mintió Ricardo con descaro.

– Encantada.

– Un placer.

Se dieron la mano.

– Los dejo. Tengo un negocio que atender. Pero antes necesito hablar algo en privado con Marta -dijo Ricardo tirando de ella y empezando a cuchichear al oído de la chica mientras lanzaba miradas picaras a Jaime.

Marta parecía divertirse y miraba a Jaime con una sonrisa que se hacía más ancha o se cerraba según la historia que Ricardo contaba.

– A ver cómo te portas -retó éste a Jaime al irse.

Quedaron frente a frente, ambos sonriendo, Jaime con su cubalibre en la mano, y Marta mirándolo con atención, con las suyas cogidas a la espalda.

– ¿Qué te ha contado ese sinvergüenza de mí? -preguntó Jaime.

– Cosas buenas. Pero lo que yo quisiera saber es lo que te ha contado de mí.

– Maravillas; vamos, que eres la candidata ideal para mi próximo matrimonio. -Jaime conocía bien el estilo de su amigo.

Marta soltó una carcajada.

– A mí me ha dicho que eres un alto ejecutivo divorciado, que tienes mucho dinero y el corazón destrozado. Mi misión de esta noche es curártelo.

Jaime rió con ganas; típico de Ricardo.

– Ricardo es un buen amigo. ¿Piensas aceptar la misión?

– Bueno, acabo de conocer a un muchacho que no está nada mal y lo he dejado en la pista plantado -contestó ella fingiendo que tomaba una decisión importante-. Por otra parte tú vienes muy bien recomendado, y Ricardo me ha amenazado con no dejarme entrar más en el club si no te trato bien. Dime, ¿cuán interesado estás tú en que yo acepte la misión?

– Interesadísimo. Mi corazón está empezando ya a curarse un poquito sólo de verte.

– Bien, pues ven conmigo a la pista. Me voy a dar el placer de tener dos galanes por un ratito -le dijo con un gracioso guiño-. Pero tú llevas un poco de ventaja.

Jaime la siguió hasta la pista pensando que Marta sabía jugar bien sus cartas. Ella le presentó a su acompañante y sin dar más explicaciones se puso a bailar. Con ritmo y provocativa, Marta evolucionaba entre los dos hombres, y sentir que tenía que competir por ella hizo que el deseo creciera en Jaime.

Luego de varias piezas empezó a sonar un bolero, y justo al identificar la música el rival de Jaime pidió el baile a Marta. Ésta se excusó diciéndole que Jaime le había solicitado el primer lento justo al entrar en la pista y cogió a Jaime para bailar.

– Espero que después de lo que le he contado a ese muchacho, sabrás bailar el bolero.

– Por favor, ¿no has notado mi acento cubano al hablar? ¡Mi abuelo inventó el bolero!

Marta rió alegremente, y ambos se concentraron en bailar.

Al cabo de un rato Jaime invitó a la chica a tomar una bebida en la barra. Hablaron. Ella era americana de primera generación y había prosperado; máster en ciencias económicas, trabajaba para un importante banco del sur de California. Hacía tiempo que se había independizado de su familia y del barrio, y vivía sola en su propio apartamento. Eso no les gustaba a sus viejos, aunque se sentían orgullosos de su hija. Pero la vida la había puesto en una situación en la que no tenía que depender de sus padres ni de ningún hombre, y ella disfrutaba de su libertad. Ricardo tenía razón hasta el momento. Era una mujer estupenda, y la emoción de la caza le estaba haciendo olvidar a Jaime la experiencia de aquella mañana.

36
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