– Eso es indigno. Un día antes de que Perón huyera del país me pagaron todo lo que me debían. Soy un hombre de fe, un católico militante. No voy a perder mi alma usando a una muerta como rehén.
– Coincido. Pero la desconfianza está en la naturaleza misma de los estados. -El Coronel empezó a jugar con la pipa y a golpearse los dientes con la boquilla. -Oiga este informe. Es vergonzoso. «El gallego está enamorado del cadáver», dice. El gallego, sin duda, ha de ser usted. «Lo manosea, le acaricia las tetas. Un soldado lo ha sorprendido metiéndole las manos en las entrepiernas». Me imagino que eso no es cierto. -El embalsamador cerró los ojos. -¿O es cierto? Dígamelo. Estamos en confianza.
– No tengo por qué negarlo. Durante dos años y medio, el cuerpo que yo dejaba lozano por la noche se despertaba marchito en las mañanas. Advertí que para devolverle la belleza había que enderezarle las entrañas. -Desvió la mirada, se calzó la cintura del pantalón bajo las costillas. -Ya no hace falta que lo siga manipulando. He descubierto un fijador que lo mantiene clavado en su ser, de una vez para siempre.
El Coronel se enderezó en la silla.
– Lo más difícil de resolver -dijo, guardando la pipa- es lo que el presidente llama «la posesión». Cree que el cadáver no puede seguir en sus manos, doctor. Usted no tiene medios para protegerlo.
– ¿Y le han pedido que me lo quite, Coronel?
– Así es. El presidente me lo ha ordenado. Acaba de nombrarme jefe del Servicio de Inteligencia con ese fin. El nombramiento salió en los diarios esta mañana.
Una sonrisa de desdén asomó en los labios del embalsamador.
– No es tiempo todavía, Coronel. Ella no está lista. Si usted se la lleva ahora, mañana no la va a encontrar. Se perderá en el aire, se volverá vapor, mercurio, alcohol.
– Creo que usted no me entiende, doctor. Soy un oficial del ejército. Yo no atiendo razones. Atiendo órdenes.
– Le voy a dar sólo unos pocos argumentos. Después, haga lo que se le dé la gana. Al cuerpo le falta todavía un baño de bálsamo. Tiene una cánula drenando. Debo quitársela. Pero sobre todo necesita tiempo, dos a tres días. ¿Qué son dos o tres días para un viaje que va a durar toda la eternidad? En lo profundo del cuerpo hay llaves que cerrar, querellas que no están saldadas. Y además, Coronel, la madre no quiere que nadie me la quite. Me ha cedido la custodia legal. Si se la llevan hará un escándalo. Apelará al Santo Padre. Como ve, Coronel, hay que atender ciertas razones antes de obedecer.
Empezó a balancearse. Hundió los pulgares en los tirantes que debía llevar bajo el guardapolvo. Recuperó la displicencia, el aire de superioridad, la astucia: todo lo que la entrada en escena del Coronel había, por un instante, disipado.
– Usted sabe muy bien lo que está en juego -dijo el Coronel y se levantó a su vez-. No es el cadáver de esa mujer sino el destino de la Argentina. O las dos cosas, que a tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país. No para las personas como usted o como yo. Para los miserables, para los ignorantes, para los que están fuera de la historia. Ellos se dejarían matar por el cadáver. Si se hubiera podrido, vaya y pase. Pero al embalsamarlo, usted movió la historia de lugar. Dejó a la historia dentro. Quien tenga a la mujer, tiene al país en un puño, ¿se da cuenta? El gobierno no puede permitir que un cuerpo así ande a la deriva. Dígame sus condiciones.
– Yo no soy quién para poner condiciones -contestó el médico. Mi única responsabilidad es dejar satisfechas a la madre y a las hermanas de Evita. -Leyó unos apuntes que tenía sobre el escritorio. -Quieren, me dicen, que se la entierre en un lugar piadoso y que la gente sepa dónde está, para que pueda visitarla.
– Por el lugar piadoso no se preocupe. Pero la otra cláusula es inaceptable. El presidente me ha exigido que todo se haga con el mayor secreto.
– La madre va a insistir.
– No sé qué decirle. Si alguien supiera dónde está el cuerpo, no habría fuerza humana capaz de protegerlo. Hay fanáticos buscándolo por todas partes. Lo robarían, doctor. Lo harían desaparecer en nuestras propias narices.
– Entonces tenga cuidado -dijo el médico, con sorna-. Porque cuando yo la pierda de vista, nadie tendrá manera de saber si Ella es ella. ¿No me habló usted de una estatua de cera? Existe. Evita quería una tumba como la de Napoleón Bonaparte. Cuando se prepararon las maquetas, el escultor estuvo aquí, reproduciendo el cuerpo. Yo vi la copia que hizo. Era idéntica. ¿Sabe lo que pasó? Una noche regresó al taller y la copia ya no estaba. Se la quitaron. Él cree que fue el ejército. Pero no fue el ejército, ¿verdad?
– No -admitió el Coronel.
– Entonces, cuídese. Yo me lavo las manos.
– No se las lave tan rápido, doctor ¿Dónde está el cuerpo? Quiero ver por mí mismo si es esa maravilla de la que hablan sus apuntes. Déjeme ver qué dicen. -Sacó una tarjeta del bolsillo y leyó: -«Es un sol líquido». ¿No le parece una exageración? Imagínese, un sol líquido.