– Si la encontrás -siguió él-, es así como debería estar. Nada puede corromper su cuerpo: ni la humedad del Rhin ni el paso de los años. Tendría que estar como en esta foto: dormida, imperturbable.
– ¿Quién te la dio? -le pregunté. Me había quedado sin aliento.
– El Coronel -dijo-. Tenía más de cien. Había fotos de Evita en toda la casa. Algunas eran impresionantes. Se la veía suspendida en el aire, sobre una sábana de seda, o en una urna de cristal, entre un marco de flores. El Coronel pasaba las tardes contemplándolas. Cuando lo visité, no tenía casi otra ocupación que estudiar las fotos con una lupa y emborracharse.
– Podrías haberla publicado -le dije-. Te habrían pagado lo que hubieras querido.
– No -replicó. Vi que una rápida sonrisa lo atravesaba, como una nube-. Esa mujer no es mía.
Viajé a Bonn esa misma noche. Encontré la embajada argentina desierta, con casi todo el personal de vacaciones. Quiso el azar que yo conociera desde hacía mucho al único funcionario que se había quedado de guardia. Gracias a él pude visitar el jardín. Al final de los canteros de tulipanes descubrí unos tablones apilados y los restos de una cúpula de vidrio. Mi amigo confirmó que eran las ruinas de la carbonera.
Almorzamos en una cervecería de Bad Godesberg y por instinto, después de beber dos o tres jarras, decidí contarle a qué había ido. Lo vi observarme con extrañeza, como si ya no supiera quién era yo. Aceptó que la caprichosa rotación del jardín era inusual, pero de Evita no tenía la menor idea. Mi conjetura era imposible, dijo. Tal vez el cuerpo había pasado por allí, pero no para quedarse. Le pedí que de todos modos estudiara los documentos contables de 1957 y 1958, aunque le parecieran insignificantes: facturas por reparaciones, viáticos de viaje, gastos de mudanzas. Cualquier detalle podía ser útil.
Antes de que cayera la tarde, recorrimos la casa que el Coronel había ocupado en Adenaueralle 47, frente a la embajada. Estaba desocupada y a medio demoler. Las obras del metro la habían condenado. Las ventanas de los dormitorios altos daban a un garaje inhóspito, en cuyo vértice norte crecían arbustos y malezas. En la cocina vi, caída, la puerta de un altillo. Me asomé al hueco tenebroso, con la vana esperanza de que el cadáver estuviera allí.
Oí el siseo de las ratas y las quejas del viento. En los pasillos se acumulaba el polvo.
A la mañana siguiente, mi amigo me hizo llegar una caja de zapatos Llena de papeles viejos, con una esquela breve, sin firma: «Después de mirar lo que te dejo, tirálo», decía. «Si encontrás algo, yo no te lo di, no te conozco, nunca viniste a Bonn».
No encontré nada. Al menos, creí durante años que era nada, pero igual lo guardé. Encontré un recibo por una furgoneta Volkswagen, de color blanco, a nombre del coronel Moori Koenig. Encontré una factura por la compra de cien kilos de carbón, entregados a la embajada en una caja de roble. Leí que otras dos cajas de roble habían sido enviadas al signor Giorgio de Magistris, en Milán. Me parecía extravagante, pero no sabía por qué. No lograba encajar un fragmento con otro.
Vi una libreta de tapas negras con un rótulo que pregonaba, en caligrafía florida: Perteneciente al Prof. Dr. Pedro Ara Sarna. Las páginas estaban sucias y desgarradas. Algunas notas habían sobrevivido. Alcancé a leer:
«23 de noviembre. Once de la noche. Recuérdame vida mía» «Cuando vengan a buscarte ya tendrás todo lo que te faltó en este mun» «toris? Le hice una herida, rejillas para sentir» «labios nuevos» «Donde falla la ciencia, talla la presencia. la ciencia se ordena ahora por delirios más; que escribir teoremas, da saltos» «la ciencia es un sistema de dudas. Vacila. Al tropezar con el herbario de tus células, yo también vacilé ¿lo notaste? anduve a tientas, entre las luces del protoplasma royendo las cicatrices de la metástasis te reconstruí. Eres nueva. Eres otra» «y así leas las inscripciones que te puse en las alas lucio lia tineola mariposa arcangélica» «Lo que ya no eres es lo que vas a ser» «óyelos vienen a buscarte. No les aceptes su ley. Como cuando eras una niña tienes otra vez que imponerte.»
En el fondo de la caja encontré una hoja de cuaderno, en la que alguien con letra temblorosa, había anotado:
«Más para Mi mensaje. ¿Pueden los pueblos ser felices? ¿O sólo pueden ser felices los hombres, uno por uno? Si los pueblos no pueden ser felices, ¿quién me va a devolver todo el amor que he perdido?»
En el camino de regreso a Paris me detuve en un parador de Verdún. Sobre mi cabeza vi una mariposa enorme, suspendida en la eternidad de un cielo sin viento. Una de sus alas era negra y batía hacia adelante. La otra, amarilla, trataba de volar hacia atrás. De pronto se alzó y desapareció en los campos azules. No obedeció a la voluntad de sus alas. Voló hacia arriba.
Veinte años después yo también me puse a volar, pero hacia el pasado. En una colección de Sintonía, «el magazine de los astros y las estrellas» que había sido la lectura preferida de Evita, encontré una noticia que me intrigó. Aludía a los proyectos de las grandes figuras de la radio para fines de 1934: «El hombre de la suerte eterna, Mario Pugliese (Cariño), sale de gira con su orquesta bufa por la provincia de Buenos Aires. El 3 y el 4 de noviembre actuará en Chivilcoy, el 5 en Nueve de Julio, el 10 y el 11 en Junín. Se anticipa teatro lleno en las dos últimas ciudades, porque allí Los Bohemios de Cariño compartirán el borderó con el impagable dúo Magaldi-Noda».
No era preciso ser sagaz para deducir que, en aquella gira, Magaldi había conocido a Evita y que tal vez Cariño presenció la escena. Lo que faltaba establecer era la veracidad del encuentro. Yo siempre había desconfiado: me parecía inverosímil que un ídolo de la canción popular, sobre el que se abalanzaban raudales de mujeres, hubiera introducido en las radios de Buenos Aires a una provincianita de quince años, ignorante y poco agraciada. En 1934, Evita estaba lejos de ser Evita. Magaldi, en cambio, conocía una fama sólo comparable a la de Gardel. Tenía una cara melancólica y una voz tan dolorida y sentimental que el público abandonaba sus recitales secándose las lágrimas. Mientras el repertorio de Gardel abundaba en amores contrariados, madres sufrientes e historias de derrota, el de Magaldi condenaba las trampas de los políticos y exaltaba a los trabajadores y a los humildes. No sólo en eso su figura armonizaba a la perfección con la de Evita. Era también un hombre apasionado y generoso. Ganaba más de diez mil pesos mensuales, que era dinero de sobra para comprar un palacio, y ni siquiera tenía casa propia. Mantenía sin lujos a la madre y a seis hermanos ya grandes. Algunas revistas insistían en que el dinero se le iba en ayudar a los presos y a los huérfanos. Otras insinuaban que lo perdía en los casinos y en las mesas de póker. Era el príncipe azul de los años treinta. Las primas de Evita, que vivían entonces en Los Toldos, han contado que dormían abrazadas a la foto de Magaldi como si fuera el ángel de la guarda. Si alguien quería redondear la leyenda de Evita adjudicándole un romance de juventud que estuviera a la altura de Perón -«el hombre de mi vida»-, no iba a encontrar a nadie más adecuado que Magaldi. Esa exageración del azar era lo que me inducía a desconfiar.
Los historiadores adictos a Evita siempre han creído, sin embargo, que Ella viajó sola a Buenos Aires, con el permiso de la madre. «Esa versión es más provinciana y más normal», supone Fermin Chávez, uno de los devotos. La hermana de Evita, Erminda, se indigna ante la sola idea de que Magaldi -o cualquier otro- la hubieran atraído más que la paz y la felicidad del hogar materno: «¿Quién desde su árida mezquindad señaló que habías abandonado tu casa? ¡Qué desatino la suposición de que nos habías dejado así, intempestivamente!».
Fue la propia Evita quien confió a sus primeros amigos de la radio que Magaldi la había llevado a Buenos Aires, y ellos echaron a rodar la historia: Elena Zucotti, Alfonso Pisano, Pascual Pelliciota, Amelia Musto. Pero el único que sabía la verdad era Mario Cariño. Tardé varias semanas en dar con él.
En 1934, Cariño Tenía una fama casi tan vasta como la de Magaldi, pero de otra índole. Disfrazado de Chaplin, dirigía una orquesta cómica que desfiguraba los valses y los foxtrots de moda injertándoles sonidos de la jungla, chirridos de cadenas, berridos de infantes y suspiros de novias. Treinta años después, ya en plena decadencia, se convirtió en quiromántico, astrólogo y consejero sentimental. Fueron esas habilidades las que me permitieron ubicarlo. En el barrio donde vivía, cerca del parque Rivadavia, aún se ganaba la vida leyendo las manos o dibujando las cartas astrales de los vecinos. Apenas podía moverse: una caída en el baño le había destrozado la cadera.
Cuando me recibió estaba pálido, consumido, como si ya hubiera muerto y nadie se diera cuenta. La mirada se le distraía con facilidad en regiones indecisas del aire y rara vez se posaba en algún objeto. Hablamos poco más de dos horas, hasta que la atención se le disipó y no pudo recuperarla. La memoria del pasado seguía intacta y pura dentro de él, como una vieja casa sin puertas ni ventanas donde el aire y el polvo no se han posado nunca. Sólo cuando avanzaba hacia el presente la memoria se le deshacía en cenizas. No sé cuánto de lo que voy a contar ahora es fiel a la verdad. Sé que es fiel a sus recuerdos y a su pudor tanto como es infiel a su lenguaje socarrón e indirecto, que a mí me parecía de otro siglo.
Cariño empezó por describir su primera tarde de tedio en Junín: las zambas atronadoras que difundía el altoparlante hasta las diez de la noche; la polvareda de moscas en el hotel Roma, donde se alojaba con los músicos de su orquesta; las maniobras fragorosas de las locomotoras en la estación Pacífico; las rondas de las chicas que paseaban del brazo por la plaza San Martín y, mientras los miraban de reojo, hablaban de ellos tapándose la boca. Vagamente me dijo (o tal vez me indujo a pensar) que una realidad tan monótona acaba por parecerse a la eternidad, y que cualquier eternidad es desesperante. En el comedor del Roma cenaron un jamón rancio y unas achuras verdosas. Los músicos se sintieron indigestados. Nadie durmió bien.
Magaldi llegó a la mañana siguiente en el tren de las diez con Pedro Noda, su compañero de dúo. Dejaron el equipaje en otro cuarto inhóspito del Roma, y luego se entretuvieron con Cariño en el cine Crystal Palace, donde esa noche darían el recital. Los camarines eran baños escuetos con pisos de Portland. El único reflector del escenario se apagaba a los tres minutos de encenderse o condescendía a parpadear. Magaldi opinó que era preferible cantar a oscuras.