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»No huyó: cuando Malcolm salió a buscarla estaba temblando, inmóvil, aletargada por el frío. Recordaba lo que ocurrió después como si lo hubiera visto tras un cristal empañado de vaho. Malcolm la empujó suavemente hacia el interior de la cabaña, le quitó el chaquetón mojado, luego ella estaba sentada en el sofá y tenía ante sí una copa de brandy, y Malcolm la trataba con la atenta vileza de un marido culpable.

«Impasiblemente contempló lo que hacían: Toussaints volvió del garaje limpiándose la nieve de los hombros y traía un basto lienzo de lona y una soga, se arrodilló ante el Portugués, hablándole como a un enfermo que no ha vuelto de la anestesia, le estiró las piernas mientras Malcolm lo levantaba por los hombros y Daphne extendía la lona en el suelo, junto a los pies de Lucrecia. El cuerpo pesaba mucho, las tablas retumbaron cuando cayó sobre ellas, las manos juntas en el vientre, muy nudosas, muy grandes, los tatuajes de los brazos, la cara vuelta de una manera extraña, como contraída sobre el hombro izquierdo, los ojos ahora cerrados, porque Toussaints le había pasado una mano sobre los párpados. Como enfermeros bruscos y eficaces se movían alrededor del muerto, lo envolvieron en la lona, Malcolm levantó su cabeza para que la soga se ajustara al cuello y luego la dejó caer secamente, le anudaron los pies, la cintura, ciñendo la lona a algo que ya no era un cuerpo, sino un fardo, una forma vaga y pesada que les hizo jadear y maldecir cuando la levantaron, cuando salieron chocando con las puertas y las esquinas de los muebles, precedidos por Daphne, que se había puesto las botas de agua y un impermeable rosa y alzaba en la mano derecha una lámpara de carburo encendida, porque afuera, en el camino hacia el lago, los copos de nieve fosforecían en una oscuridad como de sótano cerrado. En ella los vio desvanecerse Lucrecia desde el umbral de la cabaña, sintiéndose tan extraviada y tan débil como si hubiera perdido mucha sangre, oía voces amortiguadas por la nieve, las blasfemias de Toussaints, el inglés nasal y entrecortado de Malcolm, casi el ruido de las respiraciones, y luego golpes, hachazos, porque la superficie del lago estaba helada, por fin un chapoteo como de una piedra muy grande que se hundiera en el agua, después nada, el silencio, voces que el viento dispersaba entre los árboles.

»A la mañana siguiente volvieron a la ciudad. El hielo había vuelto a cerrarse sobre la lisura inmutable del lago. Durante varios días Lucrecia estuvo como muerta en un sueño de narcóticos. Malcolm la cuidaba, le traía regalos, grandes ramos de flores, le hablaba en voz baja, sin nombrar nunca a Toussaints Morton ni a Daphne, que habían vuelto a desaparecer. Le anunció que muy pronto se mudarían a un apartamento más grande. En cuanto pudo levantarse, Lucrecia huyó: aún seguía huyendo, casi un año después, no era capaz de imaginar que alguna vez terminara la huida.

– Y mientras tanto yo aquí -dijo Biralbo, anegado en un sentimiento de banalidad y de culpa, él acudiendo a clase todas las mañanas, aceptando apaciblemente la postergación, la sospecha del fracaso, esperando como un adolescente desdeñado cartas que no venían, ajeno a Lucrecia, infiel, inútil en su espera, en la docilidad de su dolor, en su ignorancia de la verdadera vida y de la crueldad. Se inclinó sobre Lucrecia, le acarició los agudos pómulos que surgían de la penumbra como el rostro de una mujer ahogada, y al hacerlo notó en las yemas de los dedos una humedad de lágrimas, y luego, cuando le rozaba la barbilla, el inicio leve de un temblor que muy pronto la sacudiría entera como la onda de una piedra en el agua. Sin abrir los ojos Lucrecia lo atrajo hacia sí, abrazándolo, asiéndose a su cintura y a sus muslos, hincándole en la nuca las uñas, muerta de espanto y frío, como aquella noche en que su aliento empañó el cristal de la ventana tras la que lentamente era estrangulado un hombre. «Me hiciste una promesa», dijo, con la cara hundida en el pecho de Biralbo, incorporándose sobre los codos para apresarle el vientre bajo las duras aristas de sus caderas y alcanzar su boca, como si temiera perderlo: «Llévame a Lisboa.»

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