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– Jonathan -Amaury regaña el chico-. Levántate y ve a limpiar tu habitación. ¿Has hecho los deberes?

El chico lo mira con ojos caídos, como los de una vaca. No tiene pinta de ser muy inteligente, siento decirlo. Respira con la boca abierta, y me mira.

– ¿Quién es la guapa señorita? -pregunta.

Amaury levanta la mano de nuevo, como si fuera a pegarle.

– No seas maleducado -dice-. Ésta es Lauren, mi novia. Ahora vete a hacer los deberes.

Jonathan se levanta y se tambalea hacia la cocina en su chándal ajustado con camiseta de Bugs Bunny. Lo seguimos. De pie junto a una cocina diminuta y removiendo un par de ollas de aromática comida, hay una mujer mayor con un brillante pelo pelirrojo, raíces grises y negras, pantalones cortos negros y suéter de leopardo. Su arrugado pecho sobresale del escote. Sonríe con los labios pintados de rojo, el lápiz de labios decora sus dientes amarillos.

– Cuca -dice Amaury, mientras se inclina para darle un beso-. ¿Cómo estás hoy?

La mujer le devuelve el beso con un tintineo de pulseras baratas, y vuelve la cara hacia mí.

– Ésta es mi novia, Lauren -dice Amaury.

– Encantada de conocerte -dice Cuca en español.

Tiene una voz ronca de fumadora empedernida.

– Igualmente -contesto, en español.

– ¿Eres americana? -pregunta.

– Mi padre es de Cuba -digo con un español con marcado acento.

Ella y Amaury se ríen a carcajadas.

– Tú eres americana -dice Cuca, dándome una palmadita condescendiente en el brazo.

– Mi pequeña belleza americana -dice Amaury, y me besa.

Jonathan está de pie delante de la nevera abierta, comiendo trocitos de queso de la palma abierta de su mano, masticando con la boca abierta. Es un gordo. Amaury le aparta del camino y cierra la puerta de un golpe.

– Dame eso -dice quitándoselo-. Deja de comer tanto. Te estás poniendo gordo. Vete a hacer los deberes como te he dicho.

El chico se ríe, aunque veo en su mirada que está dolido.

– No hay por qué decirle eso -digo, cuando el muchacho sale del cuarto.

– Sí -dice Amaury-. Está gordo. Míralo.

– Estás hiriéndole. En su autoestima.

Una palabra que aprendí en un programa de televisión en español.

Amaury ignora mi comentario.

– ¿Quieres tomar algo? -pregunta.

Abre uno de los armarios, y me asusto al ver la calle dentro.

– Dios -digo-. Hay un agujero en la pared.

– Sí -dice Amaury con una sonrisa de sabelotodo-. A eso me refería antes. El propietario es un cabrón.

Nos sirve un zumo de uva en un par de frascos que hacen la vez de vasos, y volvemos al salón. Aparece una adolescente hablando por el teléfono inalámbrico. También es muy guapa. Habla en inglés, riéndose tontamente con un amigo. Se acerca al sofá de piel negra y se sienta. Lleva pantalones vaqueros anchotes, un suéter ajustado a rayas y pendientes de oro grandes. Algo en ella me recuerda a Amber cuando la conocí por primera vez en la universidad. En la parte delantera de su melena larga y oscura lleva mechas gruesas rubias y rojizas. Tiene unos bonitos ojazos. No lleva maquillaje. Tiene la piel lisa y perfecta. No sé quién desembarcó en la República Dominicana, pero dio lugar a gente guapísima.

El mobiliario de la habitación está bien, estilo nuevo inmigrante. Muebles de cuero, mesita de café de cristal, parecido al mobiliario de Usnavys. ¿Por qué será que los inmigrantes, no importa de dónde vengan, siempre compran este tipo de muebles y los cubren de plástico? Pueden ser de cualquier parte del mundo, pero siempre tienen esas vitrinas llenas de figuritas cursis y lámparas de pie que parecen flores de tallo largo. El dormitorio siempre es de madera barnizada con bordes dorados. Las cortinas son rosas, de encaje, y todo está impecable y ordenado. Un mueble acoge el televisor, que está apagado, y el equipo de música que enciende Amaury, liberando un merengue de Oro Sólido.

– Bájalo, estúpido -grita la adolescente en un inglés áspero y torpe que la ayudará a defenderse en las calles algún día, pero que nunca la ayudará a encontrar un buen trabajo o a entrar en una universidad, o, por qué no decirlo, a acabar la secundaria. Se tapa un oído haciendo un esfuerzo por atender a lo que le están diciendo por el teléfono.

– Vete a tu cuarto -dice Amaury-. Y deja el teléfono. Hablas demasiado por teléfono.

Le quita el teléfono y habla con la persona que está al otro lado de la línea. Contrae la cara enfadado y cuelga.

– Pero ¿qué haces? -grita la jovencita, intentando golpearle con unos brazos raquíticos y unas uñas largas muy pintadas, llena de anillos y pulseras.

– Ya te lo he dicho, no quiero verte hablando con chicos. Ningún chico, ¿me oyes? Eres demasiado joven. Céntrate en tus estudios.

– Te odio -dice, tratando de arrebatarle el teléfono.

Él lo sostiene por encima de su cabeza.

– ¿Qué te he dicho? Vete a tu cuarto.

La chica obedece, pero con una mirada de furia que hace mucho tiempo que no veía.

– ¿Siempre eres tan duro con ellos? -le pregunto en inglés.

Me contesta en español:

– Ésta es una de las cosas que más odio de este país. Aquí levantas la mano a un niño, y terminas en la cárcel. En Santo Domingo los niños te tienen respeto. Aquí no hay respeto porque no se les puede disciplinar.

– Al pegarle a un niño sólo se le enseña a tener miedo -digo-. Ser demasiado estricto con un adolescente es invitarle a rebelarse.

– Bueno, aquí es donde vivo. ¿Te gusta?

Otra cosa que me asombra de Amaury: nunca discute o guarda rencor. Deja las cosas correr. Te permite discrepar.

– Está muy bien -digo.

– Ven aquí.

Me lleva al dormitorio delantero, un cuarto diminuto con tres camas individuales.

– Aquí es donde duermo -dice-. Comparto el cuarto con Osvaldo y Jonathan. ¿Crees que está tan bien?

No. Es triste y pequeña. Pero está limpia. Hay cientos de libros en español apilados en una esquina. El apartamento entero está muy bien cuidado, decorado dentro de sus posibilidades, lleno de los olores de una buena comida y el sonido de la música.

– Podría ser peor -digo.

– ¿Por qué crees que estamos aquí, tonta? -pregunta-. Venimos de algo mucho peor. ¿Sabes esos niños de ahí fuera? A ellos esto les parece un palacio. Es cuanto conocen. Nunca han visto las casas donde viven mis clientes, en Newton. Nunca han visto un apartamento como el tuyo.

Volvemos al salón, y Nancy reaparece arrastrando los pies hacia su dormitorio. Sale vestida con el uniforme de guardia de seguridad y el pelo mojado y pegado a la cabeza.

– Me voy -nos dice, suspirando de agotamiento y haciendo sonar las llaves. Avisa a Cuca-. Me voy. Ya me voy.

Cuando se marcha, Amaury me cuenta que tiene dos trabajos, uno tras otro, todos los días menos el domingo. Limpia una oficina por las mañanas, viene a casa durante una hora para hacer labores domésticas, y vuelve a marcharse a trabajar por la tarde vigilando un edificio en la Universidad Northeastern. Llega a casa a medianoche.

– Su marido igual. Y aun así, tuve que comprarles los muebles, y que ayudarles con la comida. También contribuyo con el alquiler todos los meses. ¿Ves lo que quiero decir? Este país es despiadado.

– Dios mío.

– Nancy estudia informática en su tiempo libre. E inglés. Pero como ellos no están nunca, los chicos hacen lo que quieren. Por eso soy tan duro con ellos, mi amor, porque no tienen nadie cerca que les enseñe un poco de disciplina, excepto Cuca. -Baja la voz y pone los ojos en blanco-. Cuca es la suegra de Nancy, y está un poco loca.

Se apunta con un dedo en la sien haciendo circulitos.

Osvaldo entra en la habitación con una caja de pasas vacía. Le ha quitado la parte de atrás para podérsela colgar en el cinturón de los pantalones que se acaba de poner. Entra pavoneándose en la habitación, un enano de apenas ocho años, y se para delante de nosotros con una gran sonrisa. Hace como si la caja fuera un busca, y se la quita tal y como ha visto hacer tantas veces a Amaury.

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