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Amaury me sorprende constantemente. Hace cuentas en su cabeza que yo ni siquiera soy capaz de hacer con papel y lápiz. Tiene más sentido común que yo en toda mi vida junta, y nunca le da miedo decirme que actúo irracionalmente. Lee cuando veo la tele, dice que la vida es muy corta para perderla con la «caja boba», como la llama. Ahora lo único que quiero hacer es entregar mi columna e irme a casa, porque dentro de unas horas, Amaury llamará a mi puerta y entrará en mi mundo como el más bello y desafiante enigma al que me haya enfrentado jamás. Y adoro cómo se mueve en la cama, el poder de sus brazos, y la osadía de sus exploraciones. Nunca piensa que huelo mal, aunque así sea. No se molesta cuando no me depilo. Nunca piensa que estoy gorda.

¿Sigo llamando y colgando a Ed varias veces al día? Sí. ¿Me llama después y me dice que sabe que soy yo porque se registra mi número, y que si no dejo de molestarle me va a denunciar? No estoy orgullosa de ello, pero sí. Me da igual. Odio tanto a ese hombre que podría matarlo con mis propias manos.

Amaury vuelve al dormitorio, se pone los calzoncillos, sus vaqueros anchos, camiseta y cazadora, el collar, las botas y las gafas de sol. Y colonia. Olor a hombre. Me encanta ese olor a hombre. Me da un golpecito en el hombro para despertarme.

– Me voy -dice.

Me besa. Lo abrazo, cierro los ojos, y recorro su mejilla y cuello con mis labios.

– ¿Vuelves?

– Después de clase. ¿Quieres que compre algo?

– Copos de avena -digo.

Estoy comiendo mejor, y por primera vez no he engordado pese a sentirme feliz. Amaury me sugirió que comiera más a menudo, pequeñas cantidades, y que bebiera mucha agua. Está funcionando. Si me olvido, allí está él para recordármelo, con un vaso de agua y una tostada de pan integral. ¿Quién lo hubiera pensado?

Amaury acude a un curso de inglés para extranjeros y a uno de literatura española en el Roxbury Community College por las mañanas. Cuando se lo conté a las temerarias, no me creían. Es muy listo. No lo entienden.

Técnicamente, Amaury vive con su hermana, aquí en Jamaica Plain, no muy lejos, en la calle Washington por la parte de Franklin Park. Ella vive en ese barrio miserable, donde todas las casas de tres pisos se parecen: desvencijadas, desconchadas y tristes, como si alguien se les hubiera sentado encima. La madera del porche se deshace, cubierta de graffiti. Las latas vacías y las envolturas de caramelos parecen brotar de algún oscuro rincón. Hay unos cuantos arbustos esmirriados, pero no están allí por placer estético, sino para esconderse cuando la poli hace una redada. Hemos pasado por allí, pero todavía no me ha presentado.

Que conste, Amaury no vive en casas de protección oficial, como piensa Usnavys, y tampoco tiene ningún hijo. Le pregunté todo eso, y sacudió la cabeza.

– Ella cree que soy el Árabe -dice-. Hay un tipo en el barrio que se parece a mí y nos confunden todo el tiempo. Nos parecemos mucho, y eso me causa grandes problemas. Es un idiota. Le odio. La gente me para todo el tiempo porque creen que les debo dinero, pero es el otro tipo al que buscan.

Más tarde, ese mismo día, Amaury me recoge en la oficina en su Accord negro con un ambientador de manzana verde colgado del espejo retrovisor.

– Tengo que ir a ver a mi hermana -dice-. ¿Quieres venir?

– Está bien.

Nunca me había invitado a conocer a su familia. Me siento halagada. Miro mi aspecto en el retrovisor, y retoco lo que tiene que ser retocado.

El viaje es tranquilo, el coche huele bien. Nunca he visto a alguien cuidar el coche tanto como Amaury. Podrías pensar que es un ser humano, por cómo le habla, lo acaricia, lo alimenta, le da de beber, lo limpia, y le pasa un pequeño aspirador portátil que guarda en el maletero.

Tiene una cinta puesta y canta una canción que siempre le pone triste. ¿Creerías que un gran macho dominicano como él, un tipo de un país donde los hombres creen que tienen el derecho divino de enrollarse con cuatro mujeres a la vez, lloraría por cualquier cosa? Pero Amaury es diferente. Llora a la primera de cambio.

Conduce a casa de su hermana cantando con aire triste y una mano en el volante. Sacude la otra teatralmente, como si estuviera actuando para una gran multitud. Los caminos de la vida, no son como yo pensaba, no son como imaginaba, no son como yo creía.

– Era tan joven cuando vine -dice cuando termina la canción-. No es justo.

En ese momento, pasamos por el refugio de los sin techo en Jamaica Plain, a la altura de Franklin Park, y Amaury mira a unos tipos sentados fuera en una mesa de cemento fumando cigarrillos y vestidos con ropa de beneficencia.

– Ay, Dios mío -me dice, mientras los señala-. Eso si me da mucha vergüenza.

Verlos le pone tan triste que casi vuelve a llorar. En español, me pregunta:

– ¿Lo ves? ¿Ves cómo son las cosas para la gente como yo? Éstas son nuestras opciones.

Cuando llegamos a la desvencijada casa marrón de tres pisos donde vive su hermana, veo a un chaval en el balcón del primer piso, mirándonos. Está en camiseta y ropa interior, y empieza a saltar cuando ve a Amaury.

– Hey, Osvaldo -dice Amaury aparcando junto a la puerta principal-. Métete dentro antes de que cojas frío. ¿Qué haces aquí fuera?

Sólo he estado en apartamentos así por trabajo, normalmente cuando ha habido un tiroteo o durante un arresto. Cruzamos la puerta principal, que no es exactamente tal, porque falta la puerta. Es un agujero en la pared con bisagras oxidadas donde antes había una puerta. El vestíbulo comunitario huele a lejía y a pis, y está oscuro. La vieja lámpara se ha despegado de la pared, y los restos de lo que estoy segura es pintura de plomo cubren los escalones.

– Ese propietario cabrón todavía no ha arreglado la luz -dice Amaury, pegando un puñetazo en la pared-. Deberían meterlo en la cárcel por cómo trata a la gente que vive aquí. Cree que somos animales. Le digo a mi hermana que no pague el alquiler hasta que arregle las cosas, pero ella le paga igual. Le tiene miedo.

La hermana de Amaury vive en el primer piso. Cuando llegamos, está barriendo el pasillo cerca de la puerta de su casa. Su robusto cuerpo está embutido en unos pantalones vaqueros rojos muy ceñidos y lleva una sudadera blanca con lo que debió de ser una imagen de Santo Domingo. Lleva el pelo estirado, recogido en una coleta, y parece la joven más vieja que he visto en mi vida, con pronunciadas ojeras bajo unos bonitos ojos color avellana.

– Hola, Nancy -dice, y le da un abrazo.

Ella lo abraza también.

Entonces, en español, le dice:

– Quiero presentarte a mi novia.

Extiendo la mano para estrechársela, y ella parece sorprendida. Me extiende una mano que saca de atrás, donde intenta deshacer un nudo, y me la estrecha insegura.

– ¿Cómo le va? -le pregunto.

– Ahí voy -contesta.

Es una respuesta triste, de una mujer triste.

Osvaldo cruza la puerta astillada que comunica el pasillo con el balcón donde lo hemos visto. Lleva calcetines, camisa y ropa interior, y sostiene un gatito llorón en una mano. Tiene un ojo lleno de pus. Quiero llorar. En la otra mano sostiene un juguete, un robot de plástico al que le faltan los brazos. Sonríe y observo que este muchacho va a ser aún más guapo que su tío.

– ¿Qué te he dicho? -le grita Amaury, levantando la mano como para pegarle-. ¡Entra en casa! ¡Te vas a poner malo!

Y a su hermana:

– Pero ¿qué haces dejándole andar por ahí así? Hace frío. Le he comprado ropa, úsala. ¿Qué te pasa?

Nancy lo ignora y sigue barriendo. Si esta mujer alguna vez tuvo un ápice de energía o alegría en el cuerpo, hace tiempo que la perdió. Amaury y yo entramos en el apartamento.

No hay mucho que ver, sólo un largo y retorcido pasillo con una serie de habitaciones a cada lado. Hay tres dormitorios, un salón, una cocina y un baño. Un chico mayor, gordo y jadeante, está sentado en el suelo del salón jugando a las canicas. Las tira al suelo y mira cómo ruedan hacia un lado del cuarto. No tiene que empujarlas para que rueden; pura gravedad. El apartamento se inclina hacia un lado, y me da la impresión de estar en una atracción de feria.

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