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Estoy cansada. El dolor que me ahoga es tan profundo, que no siento nada. Me dará fuerte después, cuando me envuelva el silencio.

– Tiene que ver con que le hayas dado la espalda al movimiento -dice.

– Vete -digo-. Si piensas que me he vendido como Cristina «mira-mis-nuevas-tetas» Aguilera, entonces vete. Si no ves lo que intento hacer, Dios mío. Creía que me querías. Creía que me conocías. Ni me quieres, ni me conoces. Fuera. No te necesito.

– Bien -dice.

– Te habría pasado lo mismo -le digo mientras abre la puerta.

– ¿El qué?

– Un contrato discográfico. Todo esto.

Me mira fijamente, fríamente.

– Pasará. Sólo que yo no me vendo.

– Mi disco no es comercial.

– ¿Por eso es número uno? Nadie alcanza el número uno haciendo arte. Todos en el movimiento lo sabemos. Lo sé yo. Y lo sabes tú.

– Y una mierda -digo-. Yo no he cambiado nada.

– Así lo vemos nosotros -dice, sintiéndose con el derecho de hablar en nombre de toda la comunidad del rock en español.

– Entonces me parece que todos sufrís un complejo de inferioridad masivo -digo-. ¡Por eso preferís elogiar a un grupo de pendejos que apenas sabe tocar antes que a mí! ¡No podéis aguantar que uno de los vuestros triunfe! ¡Sobre todo si es mujer!

– Amber, ya no eres una de las nuestras.

– Cuicatl.

– Amber -pronuncia mi nombre como un insulto.

Cruza el umbral y cierra la puerta.

Me derrumbo en los cojines haitianos del suelo, tumbada en silencio miro la revista Billboard abierta en el suelo y me siento culpable. El batería me trajo Billboard y otros artículos de prensa sobre mí. Seventeen, YM, Latina, The Washington Post. The New Cork Times me llama «una Zach de la Rocha latina, mezclada con Eminem en Cancún».

Las hojeo todas, leo resaltadas citas inventadas que ni se parecen a lo que dije, escritas de una forma que nunca las diría por gente demasiado vaga para tomar buenos apuntes o utilizar una grabadora. Si no me conocierais y no hubierais oído mi música, creeríais que es verdad, que soy una chica difícil, una malhumorada «Allanis latina», o una «Joplin latina», o una «Courtney Love latina». Los medios de comunicación americanos escriben como si una «latina» no fuera lo suficientemente buena para ser ella misma, sin calificación étnica, sin comparaciones con la música blanca (o negra). No me extraña que los radicales del movimiento piensen que les he dado la espalda. La mujer de estos artículos no se parece en nada a mí. Así se hace la historia. Los periodistas hacen autoterapia con su contexto delante y el mundo como testigo, y las palabras, aunque falsas, permanecen, siempre al alcance de futuras generaciones de historiadores. Ninguno sabemos de verdad lo que sucedió en el pasado, nunca, ni lo que está pasando ahora mismo. Todo se filtra a través de periodistas e historiadores. Me pongo enferma. Furiosa. En otras palabras, me siento inspirada para escribir.

Pero primero quiero saber si es verdad que La Raza piensa que le he dado la espalda. Voy a la cocina y llamo a Curly al móvil. Le cuento lo que ha pasado con Gato, lo que ha dicho Gato.

– No es cierto -me asegura Curly.

– Me ha dicho que todos hablan mal de mí.

– No es verdad -le oigo incómodo.

– ¿Qué pasa, Curly? ¿Qué es lo que no quieres decirme?

Se le escapa un silbido.

– Escupe -le digo.

– No he querido decírtelo antes -confiesa-. Pero de quien se habla mal es de Gato.

– ¿De Gato? ¿Por qué?

Otro suspiro.

– Cuicatl. Sé fuerte.

– ¿Qué pasa?

– Desde que dejaste de venir a las danzas, ha pasado mucho tiempo antes y después de las ceremonias hablando con Teicuih, la jovencita del Diamond Bar.

– ¿Desde hace cuánto?

– Mucho. Vienen juntos. Se van juntos.

Gato me había estado diciendo que nuestro amigo Leroy lo llevaba y lo traía. Una noche llamó para decirme que se quedaba en casa de Leroy porque estaba demasiado cansado de bailar como para traerle.

– ¿Estás bien? -pregunta Curly.

¿Lo estoy? No lo sé. No puedo saberlo.

– Sí -digo.

Curly duda y continúa.

– ¿Sabes cuánto quería Gato que le diera su nombre?

– Sí.

Gato lleva años detrás de Curly para celebrar la ceremonia de su nombre.

– Tenía el nombre. Dije que no lo tenía aún porque no quería hacerte daño.

– ¿De verdad?

– El nombre de Gato es «Yoltzin». ¿Sabes lo que significa ese nombre?

– ¿«Corazón pequeño»? -pregunto.

– Así es.

– Nunca lo he visto así.

– Lo sé.

Tiene razón. De repente lo sé. Sin embargo, me siento como si me hubieran apaleado.

– Reuniré a Moyolehauni y a los chicos, iremos a tu casa y nos quedaremos esta noche contigo -me dice-. Te haremos la cena.

– Claro.

– En un momento así debes estar con tu familia.

– Vale.

Miro a mi alrededor, mi estupenda casa nueva. ¿Echo de menos a Gato? ¿Le echo de menos? Ya lo creo. Pero sobreviviré. Están pasando tantas cosas. No puedo creer lo rápido que ha cambiado mi vida. Primero el dinero. Después el reconocimiento. Y ahora he perdido al hombre que amo. ¿Habéis oído hablar de gente que tiene éxito de la noche a la mañana? Pasa. Bueno, lo mío no ha sido precisamente instantáneo, llevo tocando casi toda mi vida, y he tenido que pagar muchas deudas estos años, pero nunca imaginé algo así.

El dinero entró a espuertas. En una semana, Gato y yo pasamos de vivir en un apartamento diminuto sobre una relojería en Silver Lake Boulevard, a tener nuestra propia casita en Venice, a tres manzanas de la playa, con un sótano lo suficientemente grande para poder ensayar. Es normal, la casa, pero cara comparada con lo que estábamos acostumbrados. Al mes de comprarla, me di cuenta de que podía haber adquirido algo mucho más grande. No estaba acostumbrada a gastar dinero y ni siquiera estaba segura de si podía hacerlo.

El otro gran cambio fue el trato de mis padres, sobre todo después de que me volviera loca y les pagara una semana en Las Vegas en ese hotel que parece veneciano. Casi se mueren del susto. No se lo esperaban de mí, como no esperaban que pagara la camioneta de mi padre, o que le comprara una nueva bici de montaña. Les sorprendí con todo esto. Ya no me miran como si estuviera loca. Son amables con Gato, y me preguntan por él. ¿Qué voy a decir ahora? «Lo lamento, mamá, papá, Gato cree que me he vendido.» Ni siquiera sabrían lo que significa, ¿por qué cuestionaría alguien el éxito?

¿Cómo puede pensar eso de mí? ¿Cómo? El cabrón. ¿Quién necesita ese culo famélico cerca?

La última vez que fui a visitar a mi familia en Oceanside, no podía creer lo que vi en la mesita, junto al mando a distancia y el folleto de la Tienda en Casa de mi madre. Un libro sobre la historia del movimiento Mexica. Qué raro que ahora sean ellos los que preguntan sobre la historia mexica, y Gato el que me rechace. ¿Es verdad? ¿Han estado todos hablando de mí como dice? ¿Son tan lamentables?

Gato y yo no derrochamos en nosotros. Le pagué a Frank su quince por ciento, aunque no lo había pedido, pero se lo había ganado. Le pedí que fuera mi mánager y agente. Accedió. Tenemos una buena relación. Dimos algún dinero a Olin, el del grupo del movimiento Mexica en Boyle Heights, para que pudieran permitirse corregir esas notas de prensa que envían a todas partes. Es un buen hombre, y tiene buenas intenciones, pero debería ser más profesional. Los mexicas tienen que ser más prudentes y persuasivos a la hora de presentar el movimiento a los medios de comunicación. Tal y como están las cosas, demasiada gente cree que estamos locos. ¿«Estamos»? ¿Tengo derecho a usar esa palabra? Se supone que ya no me admiten, ahora que me han invitado a actuar en los premios MTV. Pienso en la cantidad de veces que he criticado a mujeres como Shakira y Jennifer López -¿acaso era mejor que los que ahora me critican a mí?- o Cristina Aguilera. La insultaba y no sabía de ella más que lo que contaban los medios. Odiaba a alguien que ni siquiera conocía. Pero ahora verán. La gente en el movimiento verá. Pondré su filosofía al alcance de la gente normal.

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