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Me detiene.

Lo intento de nuevo.

Me detiene.

Me para.

A mí.

¡A mí!

– ¿Qué pasa? -pregunto-. ¿No te gusto?

– Sí, mi amor, sí que me gustas, muchísimo -dice.

Le gusto. Mucho.

– Entonces ¿qué pasa?

– Estás borracha -dice en inglés-. Y nunca me aprovecho de mujeres borrachas. -Entonces, en español-: Tengo mi ética.

– No estoy borracha -digo.

Mi lengua de corcho y mis frases de goma indican lo contrario. Ups.

Mira su busca otra vez, se pone de pie, se inclina sobre mí y me levanta del sofá.

– ¡No hagas eso! -lloro en su salado cuello moreno-. Estoy demasiado gorda, te harás daño. Me vas a tirar.

– No estás gorda -dice-. ¿Quién dice eso? ¿Don Nadie? Eres muy guapa.

Me lleva a la cama y me arropa. Empiezo a llorar, grandes lágrimas alcohólicas. El rímel tiñe la colcha.

– Crees que soy fea, ¿eh? -pregunto-. Lo sabía. Puedes conseguir a todas esas chicas bonitas del club. Yo soy tonta y gorda.

– No, no, mi amor -dice sentándose a mi lado en la cama.

Me seca las lágrimas con los dedos y me dice en inglés:

– Eres tan bonita…

Parece sorprendido y entregado.

– No, no lo soy. Mírame. Doy asco. Nadie me quiere. Ed me odia. No puedo creer que se tirara a esa estúpida niñata.

– Bien -dice-. Me voy. Te llamaré después.

– Sí, claro.

– Te quiero.

– Oh, lo que tú digas.

Me derrumbo sollozando en la almohada, el peso de lo ocurrido me aplasta contra la nada. Me repugna que mi prometido me engañara, y ahora, además, ni siquiera puedo echar una cana al aire con un traficante vividor. Incluso él es demasiado bueno para mí, ¿es eso? La vida apesta.

– Me gustan tus libros -dice de pie desde el umbral-. Por eso me largo ya. ¿Entiendes?

– ¿De qué hablas? Sal de aquí.

Entierro la cabeza bajo la almohada.

Me dice en inglés:

– Cuando una mujer con malos libros, lo hago una vez, dos, ¿sabes?

Se acerca, levanta la almohada, me besa en la mejilla y sonríe.

– Tú y yo, nada de lo que hablar si tuvieras malos libros. O si tuvieras ningún libro.

– ¿Qué?

– Me gustas -dice en español-. Eres una mujer buena, decente e inteligente. Una mujer profesional. No quiero estropearlo. Ahora mismo podría aprovecharme de ti, pero sería inaceptable.

– Tienes que estar bromeando.

En español, despacio para que lo entienda, me dice:

– Creo que has bebido demasiado. Puedes tomar una decisión errónea y arrepentirte. Y no quiero que te equivoques conmigo. No quiero ser el hombre al que te aferras porque estás herida. No soy tonto. Reconozco a una mujer buena cuando la veo. No hay tantas. Eres una buena mujer.

No me lo creo. ¿El señor Peligro, el traficante, es el bueno? ¿Está pensando en mí?

– Vale -digo. Me incorporo, llorosa-. Si eres tan inteligente, si te gustan tanto los buenos libros, ¿qué haces vendiendo drogas? Eso no es demasiado inteligente.

Vuelve a la cama, se sienta y se inclina para sacar la cartera del bolsillo trasero del pantalón. La abre y empieza a pasar fotografías.

– Aquí -dice deteniéndose en la foto de una mujer de unos cuarenta años muy parecida a él-. Éste es el motivo.

Señala. Miro su cara y me sorprende de nuevo cuando compruebo que tiene lágrimas en las comisuras de sus ojos castaños.

– Mami.

– Es guapa -digo.

– Es preciosa -me corrige en inglés-. Y está muy enferma, que Dios la bendiga -continúa hablando muy despacio en español-. Tiene cáncer. No puede trabajar. Y está criando a los hijos de mi tía, uno de ellos es retrasado mental. Vive en Santo Domingo. ¿Sabes cómo nos cepillamos los dientes en su casa? Con un vaso de agua, fuera, en el patio.

Imita ese ritual.

– Donde vive mi madre no se ha oído hablar del agua corriente. Allí las cosas son muy difíciles. Así que hago lo que tengo que hacer.

Lo intento, pero me cuesta imaginarme a este hombre que habla sosegadamente, que mira intensamente, atractivo, fuerte y poderoso, viviendo en esa miseria. ¿Realmente vienen de sitios así las personas como él? Quiero decir, mi buena educación de izquierdas me dice que sí, que hay, por supuesto, personas inteligentes e increíbles en todas partes. Pero supongo que una parte de mí nunca se lo creyó.

– Podrías estudiar, conseguir un trabajo normal.

Saco un kleenex de la caja que hay sobre la mesilla y me sueno la nariz sintiéndome algo mejor, pero todavía gorda y fea.Vuelve a reírse y dice en español:

– No se puede vivir con lo que pagan aquí. No tengo tiempo de ponerme a estudiar. Esa gente necesita dinero ya. Ella moriría antes de que pudiera terminar los estudios. Lo intenté. He tenido trabajos normales. No podía mantenerme ni a mí mismo. Necesito dinero suficiente para traerla aquí y ponerla en tratamiento.

Se me pasa por la cabeza que me esté engañando, manipulando. Pero hay algo en él. No es un mentiroso. Está llorando. A menos que sea un consumado actor, este tipo está diciendo la verdad.

– No quise dedicarme a esto -dice-. Cuando vine aquí, no pensé que acabaría así. ¿Crees que nos gusta?

– ¿Cómo empezaste?

– Te contactan -dice-. Buscan tipos como yo. No siempre vestía así. Vine aquí con sandalias y un abrigo de mujer de mi hermana. No sabía lo que era el frío. ¿Sabes? Y no tenía ni para comprarme una hamburguesa. Tenía hambre. Estos tíos siempre vuelven, ya sabes, vuelven a Santo Domingo desde Nueva York y Boston y visten bien, llevan móvil, le cuentan a todo el mundo que trabajan limpiando edificios o lo que sea. Así que cuando mami enfermó, me vine. No soy el primer idiota que cree que todo sería fácil. Eso es lo que cuentan allí.

– ¿Y tu padre?

– No tengo padre. Vive en Puerto Rico. Es un boricua. Bastardo.

– Lo siento.

Se encoge de hombros de nuevo y dice en español:

– Me consiguieron la ciudadanía y no tuve que lidiar con inmigración. Era un niño cuando llegué y no sabía nada. Los traficantes que me encontraron me lo pusieron fácil, me dieron pasta y un coche, y aquí estoy, vendiendo droga.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veinte.

Sabía que era más joven que yo, pero no sabía cuánto más. Sólo es un niño.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Tres años.

– ¿Dónde oíste hablar de Isabel Allende?

– Por ahí. Hay una librería de libros en español en Cambridge. Podría haber ido al colegio en Santo Domingo, pero ¿sabes lo que les hacen a los chavales que quieren estudiar como yo? Les disparan. La policía. Solían dispararme para verme saltar cuando iba hacia el colegio. Nada es como aquí, Lauren. Es otro mundo. No lo entenderías. Todo el mundo es pobre en Santo Domingo.

– Pero ¿no puedes simplemente trabajar y aspirar a una vida mejor?

– No. Eso es lo que hace la gente como tú. Allí no. No la gente como yo.

– Dios mío.

No sé qué más decir. Me está contando su verdad, y su verdad es horrible. No quiero oírla. Sólo quería un guapo matón para usarlo y desecharlo. Ahora no puedo hacerlo. Todavía creo que es guapo, pero ahora siento compasión por él.

Y me gusta. ¿Qué me está pasando?

– Acuéstate -dice comprobando el busca otra vez, y después me susurra en inglés-: Tengo que ir. Vuelvo mañana, ¿vale, cariño? Mañana vuelvo verte.

Y yendo contra mi propio sentido común por segunda vez esta noche, digo que sí.

Me da un beso de buenas noches.

Y así empieza mi relación con Amaury Pimentel, el traficante culto.

A dos semanas del comienzo de la temporada de béisbol. Todos los que estén a favor de que los Red Sox se marchen del estadio Fenway que levanten la mano. ¿Qué es esto? ¿Todos están de acuerdo conmigo en que no hay mejor lugar para ver un partido que el gran monstruo verde de Back Bay? Hay muchas cosas que adoro de esta ciudad en primavera -los cerezos en flor de la calle Newbury, las fiestas-, pero lo que más me gusta es el Fenway Park en abril. Adoro el fresco olor de la primavera. Adoro los perritos calientes, cubiertos de chili y queso. Adoro la cerveza en vasos de plástico. Por encima de todo, sin embargo, adoro el culo de Nomar Garciaparra en esos ajustados pantalones de béisbol. (Nomar, cuando estés disponible, yo también lo estoy, ¿vale?) ¡Tres hurras por los Red Sox, Fenway Park y los pantalones de béisbol! A veces, cuando algo está viejo e inservible es mejor dejarlo atrás, pero en el caso de nuestro maravilloso estadio, vamos servidos.

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