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– ¿Qué es lo que…? -dice sonriendo.

Está cantando, tarareando. Pasa junto a mí, directo al interior, sin esperar a que le invite a entrar, y empieza a pasarle los dedos a todo, asintiendo con la cabeza. Hasta abre mis armarios y mira dentro, cantando y bailando con Olga Tañón.

No le teme a nada.

– ¿Qué haces? -le pregunto en mi correoso español.

– Nada -contesta en español.

Es la primera vez que le oigo hablarlo, y suena más educado de lo que pensaba. La mayoría de la gente de barrio, por ejemplo, sólo dice «na'», como Usnavys. Pero él dice «nada», con sus dos sílabas.

– Estaba comprobando -dice él.

– ¿Comprobando?

– Yeah -dice en inglés.

– ¿El qué?

Me ignora y continúa su recorrido. Al final se queda en el salón de arriba, tirándose en el sofá como si fuera el amo. Pone los pies encima, botas incluidas, se tapa sus partes con las manos y sonríe con la plenitud de un cachorro de tigre. Jamás había visto nada igual. Ni saludos, ni charla de cortesía. Sólo esto.

– Siéntete como en tu casa -le digo sarcásticamente en inglés acercándome a él con cuidado mientras el apartamento gira sobre su eje.

– Tienes una bonita casa -me dice en español abriendo los brazos como un viejo amigo pródigo. Y después en inglés-: Ven aquí, muñeca.

– No sé -le digo.

Ríe y dice:

– ¡Oye, ahora!

Me siento en el suelo del salón y le digo:

– Primero, cuéntame algo sobre ti.

Esto lo hace reír más fuerte, una carcajada escandalosa. Oigo un ruidito electrónico. Coge un buscapersonas de plástico rojo del cinturón, lo mira, y se pasa la lengua por los labios.

– ¿Qué quieres saber? -pregunta en inglés-. Ya lo sabes todo.

No sé nada de este tipo, ¿vale?

Y en español me dice:

– ¿No saldrás ahora con que querías que te llamara para hablar, no?

– ¿Vendes drogas? -le pregunto.

Frunce los labios y se hace el sorprendido burlándose de mí.

– Usnavys dice que vendes droga. Me mentiste con lo de la limpieza, ¿no?

Se ríe tanto que tiene que llevarse las manos a la tripa. Monstruo.

– Oye, ahora -dice otra vez-, escucha esto, man.

No tengo ni idea de lo que dice.

– En serio. Tengo que saberlo. ¿Vendes drogas o qué?

Me echo para atrás, sobre las manos, tratando de parecer natural y tranquila. Me doy cuenta, poniéndome enferma, de que lo más probable es que le esté mirando como mis culpables y liberales colegas blancos me miran a mí. «No me hagas daño, por favor, cosita latina.»

Me mira, aún sonriendo, y dice en inglés:

– Qué te importa, ¿eh? ¿Qué más da lo que haga?

– Es que no quiero involucrarme con alguien que venda drogas.

Se encoge de hombros.

– Bueno -dice.

– ¿Entonces?

Se incorpora y comprendo que se siente tan incómodo conmigo como yo con él. Me da auténtica pena.

– ¿Entonces qué, mamita?

Da golpecitos sobre la mesa con todos los dedos a la vez.

– Lo de vender drogas.

– Drogas, no.

Se inclina sobre la mesa de café y coge la caja del compacto de Olga Tañón, lo abre y saca el folleto fingiendo interés. Entonces, sin mirarme, añade:

– Droga. Sólo una. Cocaína.

Entonces me mira y hace una mueca.

Debería saber que éste es el momento en que hay que decirle al narcotraficante que se largue. Lo escoltas hasta la puerta y no vuelves a hablar con él. Rebecca debe de tener algún libro de etiqueta con el protocolo para este tipo de situaciones, ¿no? Una no va a la universidad, trabaja duro, se convierte en redactora de uno de los periódicos más importantes del país y se gasta miles de dólares en terapia sólo para empezar a acostarse con un camello.

Pero ¿sabes qué? En cuanto lo dice, quiero decir, en el instante en que lo dice, en cuanto lo confiesa, mi cuerpo hace boing. Para ser más concreta, mi clítoris se incorpora y presta atención. La espina dorsal me castiga, mis pezones se ponen erectos y saludan al sostén push-up. Me doy cuenta, asqueada, de que este joven gánster me pone a cien.

– Es mejor que te vayas -miento.

Una temeraria debe guardar las apariencias.

Él dice algo en español, rápido, y no le entiendo. Le pido que lo repita, y lo hace en inglés.

– Nunca la he tocado.

Me mira con una sinceridad que me deja perpleja. Llevo años entrevistando a gente y suelo tener un buen detector. Sé cuándo alguien miente. Él no está mintiendo.

– ¿Quieres decir la cocaína? -pregunto.

– Sí, claro -dice.

Claro. Se encoge de hombros de nuevo y mira la librería que hay junto a la mesa del ordenador. Sigue hablando en español, despacio para que pueda entenderle.

– Nunca le vendo a mi gente, Lauren. Se la vendo a los abogados. A los gringos. Ellos son los que la compran. -Y riendo añade-: Mi gente no puede permitírsela.

Me siento a su lado en el sofá, con toda la ternura y frialdad de un asistente social.

– ¿Y por qué lo haces? -pregunto.

Me sorprende por segunda vez, y se levanta. Camina hacia la librería y examina los títulos.

– ¿Te gusta éste? -pregunta sacando una versión en español de Retrato en sepia, de Isabel Allende.

Una vez llegué hasta la página treinta aproximadamente usando mi diccionario de español-inglés, buscando una de cada tres palabras, e hice una buena lista de las que tenía que aprender. Recuerdo bien las primeras frases, porque tuve que leerlas varias veces para poder entenderlas.

Con el libro cerrado en una de sus fuertes y oscuras manos, Amaury recita de memoria las primeras frases: «Vine al mundo un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abuelos maternos, en San Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa de madera jadeaba mi madre montaña arriba con el corazón valiente y los huesos desesperados para abrirme una salida, en la calle bullía la vida salvaje del barrio chino con su aroma indeleble a cocinería exótica, su torrente estrepitoso de dialectos vociferados, su muchedumbre inagotable de abejas humanas yendo y viniendo deprisa».

– ¿Lees? -pregunto.

Se ríe de nuevo, empieza a bailar al ritmo de la música.

– Sé leer, sí.

– No, no lo decía en ese sentido, quería decir…

– No pasa nada.

Se encoge de hombros y empieza a mirar las fotos enmarcadasde la repisa de la ventana. Se detiene en una de Ed. Ups. Se me ha pasado ésa.

– ¿Quién es? -pregunta en inglés.

– Nadie.

– Ah, entonces debe de ser alguien -dice en español, pestañeando.

– Eres listo -digo.

Examina mis compactos.

– Hay demasiados puertorriqueños -comenta.

– ¿Qué?

– No hay ninguno dominicano. Todos son puertorriqueños.

Entonces, con voz burlona:

– Puerto Rico, Puerto Rico, Puerto Rico. Tía, estoy harto de Puerto Rico.

– ¿Y éste? -pregunto, refiriéndome a Olga.

De nuevo la risa.

– Boricua.

– Oh. Perdona. No tenía ni idea. Creía que era dominicana. Canta merengue.

– Nada, nada.

Intento seguirle, pero tropiezo al levantarme y aterrizo en el suelo.

– Deja que adivine -dice lentamente en español ayudándome a levantarme-. Ese Nadie te plantó, te fuiste al club con tu amiga y ahora quieres venganza. Así que me elegiste para vengarte, ¿no?

– Eres muy listo.

Me examina con ojo crítico. Inteligente. Verdaderamente inteligente el tío. Entonces me besa, fuerte. Me fundo en él, le devuelvo el beso. Nos vamos al sofá y nos tumbamos. Me detengo.

– Tu turno -digo, o más bien gimo-. Eres traficante, eres inteligente, eres guapo, y puedes conseguir la mujer que quieras, las utilizas y después las dejas tiradas como un trapo.

Sacude la cabeza.

– Tú no lista -dice en ese horrible inglés-. No conoces en absoluto.

Seguimos besándonos, fundidos los dos cuerpos extraños. Empiezo a quitarle la ropa. Es, huele y sabe tan bien como imaginaba. Salado. Manoseo la cremallera de sus pantalones.

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